Los inicios de la arqueología en general y de la egiptología en particular, más allá de la curiosidad que las ruinas desataron en la Antigüedad y la Edad Media, llegaron entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, estando vertebrados por una serie de nombres que para los aficionados ya son casi familiares. De algunos hablamos aquí, caso de Jean-François Champollion o Karl Richard Lepsius; otros serían William Flinders Petrie, Bernardino Drovetti, Henry Salt, John Gardner Wilkinson, Amelia Edwards, Ippolito Rosellini… Pero probablemente el más importante de todos fuera Giovanni Battista Belzoni.

Belzoni, natural de Padua, por entonces perteneciente a la República de Venecia, nació en 1778. Tenía nada menos que catorce hermanos y, como su padre era un modesto barbero que pasaba las consiguientes dificultades para mantener tan numerosa prole, un adolescente Giovanni fue enviado a Roma, ciudad de la que procedía su familia paterna -que además estaba mejor situada económicamente-, para ganarse la vida. No obstante, su idea era otra: tenía una profunda vocación religiosa que le incitó a tomar los hábitos en un monasterio.

Mucho hubiera cambiado su futuro -y el de la egiptología- de haberlo consumado. Sin embargo, ocurrió un imprevisto: en 1798 las tropas francesas ocuparon la ciudad, revocaron la autoridad del Papa y proclamaron la República Romana; Belzoni, al parecer, tomó parte en algunas intrigas y, amenazado de cárcel, decidió poner tierra de por medio.

El Gran Belzoni, como se hacía llamar en su época circense/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Así, en 1800 intentó empezar de nuevo en los Países Bajos ejerciendo el oficio aprendido de su progenitor. No duró mucho; al fin y al cabo, Napoléon había convertido aquel territorio en la República Batava y el peligro de ser reconocido y detenido estaba siempre presente aunque lo evitara el pasar desapercibido gracias a su aspecto norteño y su cabellera pelirroja, así que tres años después se mudó a Inglaterra. Fue en ese país donde conoció a la que sería su esposa, Sara Bane, la artífice del cambio en su vida que se avecinaba. Porque Sara era de espíritu inquieto y convenció a su futuro marido -se casarían en 1813- para unirse a un circo ambulante con el que recorrieron el país.

Belzoni superaba los dos metros y era de constitución robusta, por lo que su aportación circense consistía en demostraciones de fuerza -el clásico forzudo- y llegó a actuar en el Astley’s Anphitheatre, un prestigioso circo fijo situado en el distrito londinense de Lambeth. Allí empezó a interesarse por otras facetas de ese mundo como la llamada fantasmagoría, un tipo de espectáculo de miedo basado en la proyección de imágenes terroríficas (esqueletos, fantasmas, demonios…) con una linterna mágica. El italiano se aficionó a ello y empezó a estudiar ingeniería mecánica, algo que ya había empezado durante su estancia en Roma, diseñando él mismo ingenios hidráulicos que aplicaba en las funciones del Covent Garden. Le vendría muy bien para el futuro.

Y es que en 1812 abandonó Inglaterra para hacer una gira europea. Visitó España, Holanda, Portugal y Malta, dando funciones pero también intentando vender un diseño de noria hidráulica que había concebido. Eso precisamente fue lo que le permitió contactar con un diplomático egipcio, Ismael Gibraltar, interesado en ello porque el pachá de Egipto, Muhammad Alí, estaba aplicando una política de modernización y quería ampliar las zonas de cultivo. Así fue cómo Belzoni visitó el país de los faraones por primera vez y, si bien la experiencia no fue todo lo satisfactoria que esperaba -finalmente el pachá desestimó el invento-, el italiano decidió quedarse.

El Astley’s Anphitheatre en torno a 1808/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Para ello ideó nuevos ingenios, esta vez destinados a facilitar el transporte de grandes bloques de piedra, ya que era costumbre quitarlos de los monumentos antiguos para reaprovecharlos en construcciones modernas. Asimismo, a través del historiador suizo Jacob Burckhardt, que estaba de visita en Egipto y con el que entabló amistad, accedió al despacho de Henry Salt, cónsul británico, que le asignó una misión: ir a Tebas para llevarse el enorme busto de Ramsés II (al que se llamaba Joven Memnón por error) que decoraba el templo de éste, el Ramesseum, y trasladarlo al British Museum, tal como autorizaba una firma (orden) del pachá. La estatua pesaba siete toneladas y Belzoni tuvo que estrujarse el cerebro para poder moverla; lo logró levantándola mediante palancas y usando luego rodillos, a la manera que se hacía en el Antiguo Egipto. Un arduo trabajo en el que empleó diecisiete días y ciento treinta hombres hasta llegar al río, donde embarcaron la pieza.

El éxito de aquel trabajo abrió la puerta a otros encargos similares, casi todos debiendo salvar complejas dificultades. Por ejemplo, un obelisco que llevaba a Alejandría en barco se fue pique con la nave en medio del Nilo y tuvo que rescatarlo montando un andamio acuático. Ya estaba plenamente metido en ese mundillo y en 1815 acompañó a William Beechey, el secretario de Salt, en un viaje hasta Abu Simbel para ver cómo podían desenterrar los templos speos (excavados en la roca) descubiertos por Jacob Burckhardt un par de años antes. Efectivamente, miles de toneladas de arena los cubrían haciendo imposible el acceso a su interior.

Traslado del Joven Mennón, en realidad un busto de Ramsés II/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El italiano tuvo que renunciar decepcionado pero regresó en 1817 acompañado de su mujer, quien aprovechó para dejar testimonio escrito de la vida de las mujeres egipcias y superó, ayudada por ellas, una afección ocular. A la segunda y a base de esfuerzo y paciencia, Belzoni logró retirar arena suficiente para descubrir parcialmente la entrada y meterse dentro en busca de piezas para los coleccionistas. No encontró apenas nada y por eso los templos, tanto el de Ramsés II como el de Nefertari, volvieron a caer en el olvido durante un tiempo.

Ese mismo año, Belzoni estuvo excavando en el Valle de los Reyes, donde descubrió, entre otras, las tumbas de los faraones Ay y Ramsés I, y extrajo todos los objetos para venderlos. No debe sorprender esa actitud, ya que en aquella primera mitad del siglo XIX la arqueología era, fundamentalmente, coleccionismo de piezas y el expolio se veía como normal en aras de la ciencia que, por supuesto, tenía su sede en Europa occidental. Por eso él no dudaba en llevarse las cosas dejándolas sin su contexto y reventaba tapas de sarcófagos en busca de joyas, un poco en la línea de Giuseppe Ferlini aunque no tan brutalmente como él. De hecho, era una mezcla de aventurero y coleccionista, más que científico, pero gracias a su labor la egiptología empezaba a tomar forma. Porque también encontró el sepulcro de Seti I (que fue bautizado como Tumba de Belzoni debido a que, al no haber traducido aún Champollion la escritura jeroglífica, no se sabía a quién pertenecía), estudió los templos de Filé, Edfú y Elefantina, realizó excavaciones en Karnak..

En 1818, tras un viaje a Tierra Santa acompañado de Sara, dedicó su atención a las pirámides de Giza, convencido de que, al contrario de lo que opinaban sus compañeros, hallaría cosas de interés en su interior y, así, pasó a ser el primero en entrar en la de Kefrén (en la que dejó una inscripción que decía Scoperta da G. Belzoni 2 mar. 1818). También fue pionero en visitar El-Wahat el-Bahariya, un oasis en pleno desierto por el que habría pasado Alejandro Magno camino de Siwa (de hecho, levantó un templo allí), y en investigar las ruinas de Berenice Troglodytica, un puerto del Mar Rojo construido por Ptolomeo II. Para entonces él y su mujer llevaban seis años en Egipto y veinte fuera de Inglaterra, por lo que decidieron volver. Lo hicieron en el otoño de 1819; eso sí, llevando consigo el sarcófago de Seti I.

Belzoni entrando en la pirámide de Kefrén (izq) y descubriendo su Gran Cámara (der)/Imagen 1: dominio público en Wikimedia Commons – Imagen 2: dominio público en Wikimedia Commons

Una vez en Londres y ya entrado el año 1820, Belzoni publicó un libro contando su experiencia egipcia. Se tituló Narrative of the operations and recent discoveries within the pyramids, temples, tombs and excavations in Egypt and Nubia (Narración de las operaciones y recientes descubrimientos dentro de las pirámides, templos, tumbas y excavaciones de Egipto y Nubia). Esa obra incluía una aportación de Sara, Mrs. Belzoni’s trifling account of the women of Egypt, Nubia, and Syria (El pequeño relato de la señora Belzoni sobre las mujeres de Egipto, Nubia y Siria), integrada en el conjunto.

El libro fue un éxito de ventas y se tradujo a varios idiomas, sirviendo de presentación para una exposición pública del mencionado sarcófago y otras piezas en el Egyptian Hall, una sala dedicada ex profeso a ese tipo de eventos que en el último cuarto del siglo XIX reorientaría su actividad a espectáculos de espiritismo y magia (allí actuó el ilusionista John Nevil Maskelyne, como vimos en otro artículo).

La fachada del Aegyptian Hall en 1815/Imagen: Wikimedia Commons

En 1822 la exhibición cruzó el Canal de la Mancha para instalarse en París. Pero tres años de vida tranquila eran demasiados para un espíritu tan inquieto como el de los Belzoni y más considerando que tuvo varios enfrentamientos con Henry Salt y el British Museum, que reclamaban las piezas que se había quedado, así que en 1823 hicieron el equipaje una vez más y retornaron a África. Esta vez el destino era la zona subsahariana porque querían visitar Tombuctú, ciudad que ningún europeo había podido pisar hasta entonces (el primero sería Alexander Gordon Laing en 1826). No era la primera vez que intentaban algo así, ya que durante su estancia en Palestina, Sara había llegado a disfrazarse con ropas de hombre para poder entrar en un templo musulmán. Sin embargo, las cosas no salieron como esperaban.

Si el continente africano es demasiado vasto e imprevisible hoy, en aquella época lo era todavía más y resultó que el sultán de Marruecos les denegó el permiso para atravesar su territorio, así que se vieron obligados a dar un considerable rodeo por la costa del Golfo de Guinea con la idea de remontar el río Níger. Su aventura terminó en el Reino de Benín, en una aldea llamada Gwato que hoy pertenece a Nigeria.

Belzoni fue apresado y tuvo un triste final, enfermo de disentería (asesinado para robarle, según Sir Richard Burton). Sara pudo escapar y regresar a Inglaterra pero se había quedado sola y sin medios. Una exposición que organizó con los dibujos que había hecho su marido en Tebas fracasó totalmente y se vio obligada a malvender la colección arqueológica que ella y Giovanni habían reunido. Aún así, sus amigos tuvieron que hacer una campaña para que se le concediera una pensión en 1851. Falleció en 1870.


Fuentes

Narrative of the operations and recent discoveries within the pyramids, temples, tombs and excavations in Egypt and Nubia (Giovanni y Sara Belzoni)/The Great Belzoni. The Circus Strongman Who Discovered Egypt’s Ancient Treasure (Stanley Mayes)/Travelers in Egypt (Paul Starkey y Janet Starkey)/Saqueo. El arte de robar arte (Sharon Waxman)/Wikipedia


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