El debate sobre la autoría de las obras de Shakespeare no es reciente; empezó aproximadamente siglo y medio después de su muerte, cuando así lo sugirió Herbert Lawrence en 1771, y continuó desde entonces de la mano de gente como los célebres poetas John Milton y Samuel Taylor Coleridge, el historiador J. Thomas Looney o el periodista Charlton Ogburn. En ese grupo de revisionistas figuró una mujer, una escritora estadounidense de obras teatrales y cuentos que era autodidacta y alcanzó cierto renombre por ser la primera en elaborar una teoría al respecto. Se llamaba Delia Salter Bacon.
Delia nació en 1811 en la localidad de Talimadge, Ohio (EEUU), a la que se había mudado desde New Haven su padre siguiendo una visión; el progenitor era un pastor congregacionista que moriría poco después, acaso deprimido por haber tenido que regresar sin haber conseguido nada. El caso es que la viuda y sus seis hijos quedaron desamparados y los amigos de la familia tuvieron que hacerse cargo de la educación de los niños. Delia, una joven débil que enfermó de malaria y cólera, arrastrando toda la vida sus secuelas, tuvo la suerte de poder asistir a la escuela de Catherine Beecher, hermana de Harriet Beecher (la autora de La cabaña del tío Tom), una educadora defensora de la igualdad entre mujeres y hombres (aunque era antisufragista al considerar que si ellas quedaban al margen de la turbia política serían más útiles a la sociedad).
Así fue cómo, de escuela en escuela durante casi cuatro décadas, Delia adquirió una enorme experiencia que le permitió desarrollar sus propios métodos pedagógicos, convirtiéndose en una respetada profesional de la enseñanza. Entremedias, también se reveló como una buena escritora, ya que publicó su primer libro en 1831, con sólo veinte años de edad. Se titulaba Tales of the puritans (Cuentos de los puritanos) , aunque a causa de los prejuicios de su tiempo, no pudo firmarlo, debiendo editarse anónimamente. No era mala con la pluma, desde luego, puesto que al año siguiente se presentó a un concurso de relatos cortos patrocinado por el periódico Philadelphia Saturday Courier y ganó imponiéndose a un tal Edgar Allan Poe.
Su mudanza a Nueva York en 1836 le permitió acudir a menudo al teatro, que la fascinó de tal forma que aparcó los cuentos para escribir dramas. El primero, que llevaba por título The Bride of Fort Edward (La novia de Fort Edward), tenía el formato de verso en blanco, es decir, con métrica regular pero sin rima, algo muy habitual en la literatura inglesa en general y en la shakespeariana en particular.
Hasta convenció a una célebre actriz con la que entabló amistad para que asumiera el papel protagonista y representase la obra pero no pudo ser: Delia recayó en sus problemas de salud y no pudo promocionarse; además, su propio hermano la disuadió al considerar que la obra era mala. Se publicó en 1839 pero, una vez más, de forma anónima. Lo irónico es que obtuvo buenas críticas, entre ellas la de Poe, lo que no bastó para impedir que fuera un fracaso de ventas.
Para recuperarse del disgusto, en 1846 se fue a la tierra de su infancia, New Haven, donde inició una relación amorosa con Alexander MacWorther, prestigioso teólogo graduado en Yale que enseñaba metafísica y literatura inglesa en la Universidad de Troy. MacWorther ya había protagonizado un escándalo al apoyar el libro Truth Stranger than Fiction, que escribió la mencionada Catherine Beecher.
Pero su convivencia con Delia sin matrimonio de por medio llegó a oídos de Leonard, el rijoso hermano de ella, que era ministro congregacionista y denunció a MacWorther. Sometido a un juicio eclesiático ante su comunidad, le absolvieron con una mera reprimenda pero ante la presión de la opinión pública, en la que sólo le defendió Catherine Beecher, tuvo que poner fin a su relación con Delia y dejar New Haven.
Delia recibió cierta influencia intelectual de MacWorther, pues a partir de ahí se interesó especialmente por la obra de Shakespeare, zambulléndose en una profusa investigación sobre el poeta inglés e incluso realizando un viaje a Inglaterra en busca de fuentes.
Fue en 1853 y tuvo ocasión de conocer personalmente al erudito Thomas Carlyle: filósofo, matemático, historiador y escritor de afilado ingenio, antisemita y defensor de la esclavitud (o, en su defecto, de la servidumbre), era el autor de la llamada Teoría del Gran Hombre (los grandes personajes son los que determinan el devenir de la Historia) y defendía firmemente la superioridad de la raza anglosajona sobre las demás. Carlyle quedó gratamente sorprendido con el manuscrito que le mostró Delia.
Se titulaba The Philosophy of the Plays of Shakespeare Unfolded (La filosofía de las obras de Shakespeare revelada) y seguía la moda de la época de lo que se conocía como crítica superior o método histórico-crítico, la investigación del origen de los textos antiguos. Es cierto que dicho método se centraba sobre todo en la Biblia y la Torá, con el objetivo de probar su autoría múltiple, pero también las obras de Homero y otras se sometieron a ese análisis.
Y como esa segunda mitad del siglo XIX coincidió con la eclosión de la bardolatría, es decir, la adoración ciega a William Shakespeare (al que se apodaba el Bardo desde la centuria anterior) denunciada por Bernard Shaw, (de hecho, él creó el término), junto con la exaltación del filósofo Francis Bacon, el trabajo de Delia no permaneció inmune a ello.
Ella creía ver en la producción literaria de Shakespeare auténticas lecciones de filosofía concebidas para las clases privilegiadas, algo que casaba mal con el fervor popular que despertaba el teatro shakespeariano. Por tanto, llegó a la conclusión de que aquel actor de escasa formación metido a dramaturgo sólo habría puesto su nombre a lo que en realidad escribía un grupo de genios que preferían permanecer en el anonimato. ¿Quiénes y por qué?
Pues, por ejemplo, el citado Francis Bacon, un abogado, político y filósofo, padre del empirismo, cuyo nombre tenía el mismo número de letras que el del Bardo y que escribió una obra, The comedy of errors (La comedia de las equivocaciones), sospechosamente parecida a La Tempestad (que es posterior), aparte de otros indicios. Asimismo, estarían en el meollo Sir Walter Raleigh y Edmund C. Spencer, que aspiraban a inculcar en la sociedad inglesa todo un sistema filosófico que oficialmente no podían asumir.
Se daba la circunstancia de que los tres eran destacados poetas y que Bacon manejaba con destreza los códigos cifrados, tal como le explicó Samuel Morse a Delia (eran amigos). Se les habrían unido Thomas Sackville (que además de estadista también tuvo una notable carrera literaria) y Edward de Vere (modelo de cortesano y que destacaba tanto en poesía como en teatro, si bien no se conserva ninguna obra suya); este último tenía motivos extra para su rebeldía, ya que flirteaba con el catolicismo.
Delia los describió como una pequeña camarilla de políticos decepcionados y derrotados que se comprometieron a encabezar y organizar la oposición popular contra el gobierno, y se vieron obligados a retirarse de esa empresa (…) Expulsados del campo abierto, lucharon en secreto. Se refería a un presunto intento de luchar contra el despotismo de Isabel I y su sucesor Jacobo I en clave republicana.
A nadie se le escapan las circunstancias que seguramente influían sobre la escritora: no sólo había tenido que publicar sin su nombre varias veces, sino que además acababa de salir de una estentórea ruptura sentimental que la llevó a alejarse de la fe congregacionista, lo cual hay quien lo interpreta como la chispa de sus tesis, ya que, consciente o subconscientemente, estaría tratando de echar por tierra los mitos de los puritanos que fundaron EEUU procedentes de Inglaterra. Por eso, como cabía esperar, tuvo opiniones a favor y en contra.
Entre las primeras estuvo la de Ralph Waldo Emerson, filósofo, poeta y ensayista bostoniano con el que había entablado amistad años atrás a través de la cuñada de Nathaniel Hawthorne (el autor de La letra escarlata) y que, pese a tener cierto escepticismo hacia su teoría, la ayudó a publicar The Philosophy of the Plays of Shakespeare Unfolded en 1856, en la revista Putnam, porque consideraba que la literatura estadounidense de esos momentos sólo tenía dos nombres dignos: uno era Walt Whitman y el otro Delia Bacon (por cierto, ambos buenos amigos también, aún cuando él, asimismo, tenía sus dudas sobre el trabajo de ella).
Entre los detractores descolló el neoyorquino Richard Grant White, crítico literario y defensor incondicional de Shakespeare, sobre el que escribió varios estudios dedicando parte de su atención a la cuestión identitaria en Essay on the Authorship of the Three Parts of Henry VI (Ensayo sobre la autoría de las tres partes de Enrique VI).
Delia Bacon se obsesionó con el tema pero nunca consultó fuentes primarias ni investigó exhaustivamente, como le recomendó hacer Carlyle. Escribía y escribía tomando como única prueba la ausencia de datos sobre la vida de Shakespeare, como si eso bastase para constituir una certeza. La revista Putnam desconfió de su equililibro mental y le retiró el apoyo financiero, de modo que quedó en una difícil situación de la que tuvo que sacarla Nathaniel Hawthorne, por entonces cónsul en Londres.
El literato se ofreció además a escribirle el prólogo del libro pero lo hizo dejando claro que era escéptico al respecto y ella le retiró la palabra para siempre (aún así, en un gesto que le honraba, Hawthorne se hizo cargo de sus deudas y siempre habló bien de ella).
Delia, en efecto, rozó la locura con su obsesión. Visitaba la tumba de Shakespeare por las noches con la esperanza de abrirla en busca de documentos secretos, igual que había solicitado -en vano, evidentemente- que se hiciera con la de Francis Bacon.
Cuando finalmente pudo publicar su libro, recibió el aplauso de escritores como Mark Twain, Henry James y Walt Whitman, alguno de los cuales llegó a creer en lo que decía. Lamentablemente, fue un fracaso comercial y Delia, que no encajaba bien las críticas -le afectaban hasta enfermarla- quedó postrada una vez más. Sería la definitiva, al fallecer en 1859; joven, con sólo cuarenta y ocho años de edad.
No vivió lo suficiente para ver qué pasaba con su hipótesis sobre Shakespeare pero otros autores recogieron el testigo, cada uno proponiendo una identidad para el dramaturgo inglés: aunque Francis Bacon y Edward de Vere seguían en la quiniela, se añadieron otros como Christopher Marlowe, John Fletcher y John Donne.
Por supuesto, también creció la nomina de discrepantes y hoy son mayoría. En cualquier caso, ese debate creció a la par que Delia era ignorada y olvidada, cuando no tomada por una excéntrica medio chiflada. El epitafio de Hawthorne fue bastante ajustado: Ningún autor era tan confiadamente esperanzado como ella; ninguno jamás había fallado tan completamente.
Fuentes
The Philosophy of the Plays of Shakspere Unfolded (Delia Salter Bacon/Delia Bacon, the woman who hated Shakespeare (Elizabeth Kerri Mahon en Scandalous Women)/The Shakespeare Controversy. An analysis of the authorship theories (Warren Hope y Kim Holston)/Shakespeare beyond doubt. Evidence, argument, controversy (Paul Edmondson y Stanley Wells)/Women reading Shakespeare, 1660-1900. An anthology of criticism (Ann Thompson y Sasha Roberts, eds)/Wikipedia
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