Cuando se habla de mestizaje en referencia a la fusión étnica y cultural que supuso la conquista de América por parte de los españoles, hay un personaje que lo encarna casi de forma emblemática. Se trata de Gonzalo Guerrero, un náufrago que, tras años de convivir con una tribu maya, se naturalizó, formó una familia e incluso combatió contra los que antes eran sus compatriotas. Una experiencia digna de la mejor glosa.

Es difícil aportar datos de su infancia y juventud, ya que apenas los hay al tratarse de alguien carente de abolengo. Al parecer nació en Niebla, un pueblo situado a pocos kilómetros de Palos (Huelva), en torno al último cuarto del siglo XV; y aunque unos lo consideran un simple marinero, otros lo sitúan en la Guerra de Granada, donde combatiría en una compañía de espingarderos en el ejército de los Reyes Católicos. Se da la curiosa circunstancia de que Cristóbal Colón se entrevistó con éstos por primera vez precisamente en ese contexto, por lo que podemos dejar volar la imaginación y especular que quizá se cruzaron en el real; quién le iba a decir a Guerrero que aquel extraño iba a cambiarle la vida algún día.

El caso es que sería un soldado especialista, como todos los que entonces manejaban aquellas primeras armas de fuego, y al caer la capital granadina y terminar la contienda debió enrolarse en la tropa con que Gonzalo Fernández de Córdoba trataba de asegurar el dominio hispano en el Reino de Nápoles, disputado por Francia. Con su revolucionaria reforma militar, el que ha pasado a la Historia con el apodo de El Gran Capitán sentó las bases de los futuros Tercios, por lo que resulta interesante que Guerrero formase parte de aquel comienzo y se entiende mejor el cómo de sus acciones posteriores, que veremos luego.

Las dos campañas italianas fueron un éxito militar de tal calibre que la presencia española quedó asegurada por siglos y se hizo necesaria una desmovilización parcial. Guerrero regresaría a la Península y, como tantos otros veteranos, decidiría probar suerte en el Nuevo Mundo, que había encontrado aquel Colón -ya fallecido- que vio en Granada años atrás, y donde ya se había iniciado un proceso colonizador que demandaba experiencia militar ante la resistencia de los naturales. Así que en 1510 se embarcó en el viaje que capitaneaba Diego de Nicuesa para hacerse cargo de la gobernación de Veragua.

La rendición de Granada (Francisco Pradilla) / Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Y es que dos años antes Fernando el Católico se vio obligado a retirar las competencias otorgadas a los Colón en las Capitulaciones de Santa Fe, dados los problemas que había generado su gobierno, creando dos nuevas gobernaciones o provincias en el llamado Reino de Tierra Firme (la parte continental): Nueva Andalucía (parte de la actual Colombia), a cuyo frente quedó Alonso de Ojeda, y la citada Veragua (la costa caribeña de lo que hoy son Panamá, Costa Rica y Nicaragua).

El Golfo de Urabá debía separar ambas jurisdicciones, pero Nicuesa y Ojeda trataron de ampliar las suyas a costa del otro y terminaron enzarzados jurídicamente, envolviendo a la Corona en sus pleitos mientras sus hombres se dedicaban febrilmente a explorar más tierras que reclamar y a fundar haciendas para la plantación de caña de azúcar, para trabajar las cuales se obligaba a los indígenas, sumiéndolos en una suerte de esclavitud en la práctica (ésa y otras situaciones similares fueron las que llevaron a la promulgación de las Leyes de Burgos en 1512).

Esa creciente demanda de mano de obra fue fundamental porque determinó el destino de Guerrero, al embarcarse en una nao que debía transportar esclavos entre Darién y la isla Fernandina (Santo Domingo). Santa María de la Antigua del Darién era una población fundada en 1510 por otro personaje destacado de la época, Vasco Núñez de Balboa, el hombre que poco después encontraría el Mar del Sur (el Océano Pacífico). Balboa nombró regidor a su segundo, Juan de Valdivia, al que envió con la misión de que las autoridades españolas dieran legitimidad oficial a la fundación.

Así pues, el 15 de agosto de 1511 zarpó de Darién la nao Santa María de Barca, viéndose envuelta tres días más tarde por un huracán que la hizo encallar en unos bajíos que Bartolomé de Las Casas llama de las Víboras, situados frente a Jamaica. La península del Yucatán todavía era un lugar desconocido para los españoles; se trataba del país de los mayas, que lo denominaban Mayab, cuyo significado es «pocos», en alusión a lo selecto de sus habitantes. En aquellos comienzos del siglo XVI su civilización había desaparecido como tal y, si bien todavía había asentamientos y poblados, las grandes construcciones arquitectónicas de sus ciudades llevaban tiempo ya como meros testimonios del esplendor pasado.

El istmo del Darién y las Veraguas / Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Del naufragio se salvaron una veintena de personas, incluyendo dos mujeres, que pudieron evacuar la nao en una barca. Arrastrados hacia el norte por las corrientes, permanecieron en el mar dos semanas, de modo que la falta de víveres, sobre todo de agua, acabó con la mayoría. Cuando por fin avistaron tierra, en lo que hoy es el estado mexicano de Quintana Roo, los supervivientes se habían reducido a ocho. Lamentablemente para ellos, nada más desembarcar cayeron prisioneros de los cocomes, un pueblo maya que antaño había formado parte de la poderosa Liga de Mayapán (una alianza cuyas principales cabezas eran Chichén Itzá, Uxmal y Mayapán, que se habría acordado en el postclásico, en el siglo XI, aunque algunos autores dudan de su existencia real), pero que para 1511 pasaba por una etapa de más que patente decadencia.

Los cocomes tenían una bien ganada fama de fieros, habiendo combatido contra itzaes y tutul xiúes cuando se disolvió la mencionada liga. Posteriormente, como veremos, también resistieron tenazmente los intentos de conquista española. El caso es que cuando los náufragos pisaron la orilla, los cocomes cayeron sobre ellos y mataron a la mitad -uno de los caídos fue el capitán Valdivia-, sacrificándolos a sus dioses y comiendo sus cuerpos en un ritual. A los otros cuatro los encerraron en jaulas, seguramente reservándoles el mismo destino para más adelante; pero lograron escapar, separándose durante la huida.

Encontraron refugio entre los tutul xiúes, pero a costa de ser esclavizados. Los duros trabajos forzados a que se vieron sometidos en la ciudad de Maní, fundamentalmente de carácter doméstico y agrario, terminaron por matar a dos de ellos; sólo quedaron los que habrían de pasar a la Historia: Gerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero. El primero era un religioso -no se sabe exactamente si fraile o diácono-, natural de Écija, al que una firme fe permitió resistir las tentaciones carnales que le ofrecieron sus amos, manteniéndose así apegado a su cultura. Incluso había podido conservar un libro de horas y llevaba una cuenta bastante precisa del tiempo transcurrido en aquel poblado, cuya identidad y localización exacta se desconoce, al sur de Catoche.

Guerrero, en cambio, que llegó más lejos en su evasión, fue integrándose poco a poco con ellos, alejándose de sus raíces en una adaptación que le llevó incluso a participar en algunas escaramuzas contra tribus rivales. Esto no pasó inadvertido para el cacique, que decidió liberar a ambos de su condición para que le asesoraran en cuestiones bélicas. Efectivamente, Guerrero tiró de sus conocimientos y veteranía para enseñar a los que ya eran los suyos a combatir en formaciones diversas, según las circunstancias, y a darse relevos en las líneas. La victoriosa puesta en práctica de ese entrenamiento ante los mencionados cocomes cambió definitivamente su estatus.

Tanto que el jefe se lo regaló a Na Chan Can, cacique de los cheles (un grupo descendiente de los itzaes) de Chactemal (lo que hoy es Chetumal). Éste, a su vez, se lo traspasó a Balam, su nacom (una especie de capitán), que le dispensó un trato amable. Un incidente sufrido ante un caimán, del que Guerrero le salvó, sirvió para que el español recibiera la libertad total. En la práctica, eso supuso la plena integración con los mayas, a los que ya pasó a dirigir abiertamente en la guerra, siendo nombrado nacom e incrementando su proceso de aculturación al adoptar su aspecto (peinado, escariaciones, tatuajes, horadaciones de nariz y orejas, mutilaciones para demostrar su valor…).

Cacicazgos mayas en la época de Guerrero / Imagen: Wikimedia Commons

Pero el paso decisivo fue, sin duda, su matrimonio con Zazil Há, la hija de Na Chan Can, a quien aquel extranjero agradaba extraordinariamente por su inteligencia y capacidad, de manera que Guerrero ya no sólo era un maya más sino que entroncaba con la clase dirigente. Con Zazil Há, a la que también se conoce como Ix Chel Ka’an, tuvo tres hijos y dice la leyenda -no confirmada- que la primogénita, Ixmo, fue entregada por sus padres para ser sacrificada en Chichén Itzá con el fin de poner término a una plaga de langostas que arrasaba las cosechas. Con los demás siguió las tradiciones locales, deformándoles el cráneo con tablillas, como era costumbre en buena parte de América.

Esa plena identificación con una cultura extraña resulta tan llamativa como sorprendente y ha desatado todo tipo de elucubraciones, en el sentido de que quizá había roto con sus orígenes por algún mal recuerdo de su localidad natal. Acaso la aguda pobreza que de vez en cuando derivaba en hambruna, alguna tan tremenda como la que azotaría Andalucía en 1521 -irónicamente el año de la caída de Tenochtitlán-, llevando a que se dieran casos de canibalismo precisamente en Niebla, tal como contaban los versos del poeta Juan del Encina: «Y en Niebla con hambre pura/otra madre a un hijo muerto/también sacó la asadura/y ensí la dio sepultura». La ironía es doble si se tiene en cuenta que la madre de Aguilar, informada de que Gerónimo probablemente estaba en manos de caníbales, enloqueció negándose a comer carne y gritando, cuando veía cocinarla: «¡Ved aquí la madre más desdichada de todas las mujeres; ved trozos de mi hijo!». O, al menos, es lo que cuenta Pedro Mártir de Anglería en su obra Décadas del Nuevo Mundo.

Así estaban las cosas cuando llegó un año crucial, 1519, en el que Hernán Cortés desembarcó en la isla de Cozumel y envió mensajeros por los pueblos del Yucatán ofreciendo un rescate por los dos castilan que vivían entre ellos; según cuenta Bernal Díaz del Castillo, esa información había sido recogida por la expedición anterior que dirigió Francisco Hernández de Córdoba. Cortés concedió un plazo de ocho días para ello. Aguilar recibió el mensaje y obtuvo permiso de su cacique para irse. Así lo hizo y visitó a su compañero para que se le uniera, pero éste prefirió quedarse porque tenía ya familia y estaba hecho a aquella vida; si le quedaba alguna duda, su esposa se encargó de disiparla abroncando a Aguilar, dice Bernal.

Por tanto, el religioso marchó solo y llegó a Cozumel justo a tiempo, pues las naos ya se iban y tuvo que alcanzarlas en una canoa. A los españoles les costó reconocer a uno de los suyos en aquel hombre que no sólo vestía y se movía como los indígenas sino que, además, había perdido el hábito de hablar castellano y no pudo hacerse entender de buenas a primeras. Posteriormente, incorporado al ejército de Cortés, sería de gran valor por su dominio de la lengua maya chontal, haciendo de intérprete hasta que la Malinche -que hablaba maya y náhuatl- aprendió español. No se llevaría bien con su capitán, aunque tras la conquista fue premiado con tres pueblos en encomienda y -esta vez sí- cedió al pecado de la carne, teniendo una hija con una tlaxcalteca a la que reconoció dándole su apellido: Luisa de Aguilar. Falleció en 1531.

Entretanto, es casi seguro que a Guerrero no se le escapaba que se avecinaban tiempos difíciles. La de Cortés era la tercera expedición que aparecía por aquellas latitudes tras la citada de Hernández de Córdoba y otra anterior de Juan de Grijalva, y a todas habían combatido los mayas, presuntamente con asesoramiento suyo, como también pasaría con los posteriores intentos de conquista de Pedro de Alvarado y Pedrarias. Por eso era consciente de que su decisión de quedarse allí no tenía marcha atrás y siguió adiestrando a su pueblo de adopción en tácticas modernas. Cuando Francisco de Montejo recibió la entrada para la conquista del Yucatán e inició la campaña en 1527, se encontró con una resistencia inesperada y solvente, no tardando en llegarle información sobre el papel que jugaba en ello un español naturalizado que había llegado a ser nacom.

Monumento a los Montejo en Mérida / Imagen: Yodigo en Wikimedia Commons

Cuentan que Montejo le envió una carta en la que le recordaba su fe cristiana y le ofrecía un perdón si se entregaba, pero Guerrero sabía que esas promesas solían incumplirse -de hecho, él mismo solía advertir a los suyos al respecto- y contestó amable aunque firmemente que no podía dejar a su mujer y sus hijos, aparte de que dependía de la autoridad de un cacique, si bien afirmaba recordar a Dios y se mostraba abierto a una buena relación. Fracasada la diplomacia, llegó el momento de las armas y una columna al mando del capitán Alonso Dávila se internó en territorio yucateco.

Dávila era un veterano de Cortés, quien le premió con la encomienda de Cuautitlán; el hombre al que el pirata Jean Fleury había despojado del primer gran envío de oro a España y que luego entabló amistad con Francisco de Montejo, enrolándose en su conquista del Yucatán y tomando parte en varias acciones para todos los Montejo -era una empresa familiar-. A mediados de verano logró abrirse paso hasta Chactumal con el doble objetivo de hacerse con unas minas de oro -que resultaron un mito- y apresar a Guerrero. Pero éste había muerto, según dijeron los nativos, y así se lo notificó Dávila a sus superiores.

En realidad seguía vivo, sólo que en otro sitio. Los datos son, sin embargo, confusos. Una carta escrita por Andrés de Cereceda, tesorero real y gobernador interino de la región de las Hibueras (Honduras, actualmente), deja testimonio del hallazgo de un cadáver muy especial tras una batalla entre las tropas del capitán Lorenzo de Godoy y los indígenas del cacique Çiçumba:

«Dijo el cacique Cicimba como, antes que se diesen, con un tiro de arcabuz se había muerto un cristiano español que se llamaba Gonzalo Aroza que es el que andaba entre los indios en la provincia de Yucatán veinte años ha y más, que es éste el que dicen que destruyó al adelantado Montejo. Y como lo de allá se despobló de cristianos, vino a ayudar a los de acá con una flota de 50 canoas para matar a los que aquí estábamos antes de la venida del adelantado».

Un virote de ballesta le había atravesado el abdomen y un arcabuzazo le remató. Según la descripción, estaba vestido a la usanza maya y presentaba el aspecto típico, salvo que era un hombre con barba, lo que revelaba su origen. Sin embargo, no pudo conservarse el cuerpo porque sus compañeros lo robaron de noche y, reza la tradición, lo lanzaron al río para que la corriente lo llevase hasta el océano del que procedía. La muerte le llegó en 1536, lo que significa que tendría unos cincuenta años de edad. Y, por supuesto, nunca imaginó ni que pasaría a la Historia ni que su nombre se cantaría en el himno de Quintana Roo:

«Esta tierra que mira al oriente
cuna fue del primer mestizaje
que nació del amor sin ultraje
de Gonzalo Guerrero y Za’asil.»


Fuentes

Historia verdadera de la conquista de Nueva España (Bernal Díaz del Castillo) / Crónica de la Nueva España (Francisco Cervantes de Salazar) / Historia de Yucatán (Diego López de Cogolludo) / Relación de las cosas de Yucatán (Diego de Landa) / Historia de las Indias (Bartolomé de Las Casas) / Décadas del Nuevo Mundo (Pedro Mártir de Anglería) /Gonzalo Guerrero: figura histórica y literaria de la Conquista de México (Lancelot Cowie) / Gonzalo Guerrero (Eugenio Aguirre) / La conquista de México (Hugh Thomas).


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