En marzo de 1941 hacía aproximadamente año y medio que había estallado la Segunda Guerra Mundial pero aún faltaban ocho meses para que Pearl Harbor fuera atacada provocando la entrada de EEUU en la contienda. Por eso la revista Collier’s Weekly, uno de los semanarios más importantes y leídos del país en aquella época, publicó un ensayo en dos partes con un título bastante llamativo: My patient, Hitler (Mi paciente, Hitler). Su autor, como puede deducirse, fue uno de los médicos del Führer pero lo verdaderamente curioso está en que era judío y el propio canciller le ayudó a abandonar Alemania.

Eduard Bloch nació el 30 de enero de 1872 en la ciudad bohemia de Frauenberg, actualmente llamada Hluboká nad Vltavou y perteneciente a la República Checa pero por entonces del Imperio Austrohúngaro. Era el menor de cinco hijos de una familia no rica pero sí lo suficientemente acomodada: su abuelo Joachim trabajó para el príncipe Jan Adolf II de Schwarzenberg y su padre fue uno de los primeros licenciados universitarios judíos en filosofía de la Universidad Carolina de Praga, la misma en la que Eduard ingresó para estudiar medicina cuando llegó a la edad adulta.

Al acabar la carrera tuvo que hacer el servicio militar, coincidiendo con la guerra que las potencias europeas declararon a los otomanos para liberar Creta y convertirla en un protectorado internacional antes de entregársela a Grecia. Bloch fue destinado como oficial médico al hospital de la guarnición de Linz en 1899, donde permaneció hasta su licenciamiento en 1900. Se trasladó entonces a Dresde para trabajar de asistente sanitario externo en una clínica para mujeres pero no tardó en regresar a Linz y abrir su propia consulta.

Vista actual de Linz/Imagen: Thomas Ledl en Wikimedia Commons

Como médico privado tuvo bastante éxito y prosperó, estableciéndose en una casa barroca en el número 12 de Landstrasse, la principal avenida de la ciudad, que también le servía de vivienda. No sólo a él sino a su familia, ya que se casó con su novia Lilli Kafka, que en 1903 le dio dos hijas, Emilie y Trude (diminutivo de Gertrude). Su disposición a atender no sólo a los pacientes acomodados sino también a los más humildes le hicieron ganarse el apodo de Doctor de los pobres; los visitaba a domicilio en su coche de caballos y procuraba cobrarles de forma acorde a su condición.

En ese contexto llegó el año clave, 1904, en el que tuvo que curar a un joven de quince años, huérfano de padre que, frágil y cetrino, estaba postrado en cama a causa de una afección que primero se creyó pulmonar pero luego resultó ser un simple resfriado derivado en amigdalitis. El muchacho se restableció; se llamaba Adolf Hitler y su familia continuó acudiendo a Bloch hasta el punto de que tres años más tarde, en marzo de 1907, tuvo que atender a su madre Klara cuando enfermó de gravedad.

Se trataba de un cáncer de mama que, dadas las limitaciones de la cirugía del momento y el fracaso de la operación a que la sometió un colega, intentó curar con yodoformo, un antiséptico que era el único tratamiento que quedaba y que resultaba doloroso y molesto por el olor que desprendía. En realidad el yodoformo no hizo sino envenenar a Klara y acelerar su muerte, que se produjo a los nueve meses, pero Bloch intentó paliar el dolor durante el proceso con inyecciones de morfina y Adolf, que acababa de alcanzar la mayoría de edad, le quedó eternamente agradecido; máxime cuando el doctor, consciente de la mala situación económica de los Hitler, les cobró lo mínimo y a veces hasta les atendió gratis.

Klara Pölzl, madre de Adolf Hitler/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

A partir de ahí sus vidas discurrieron por caminos diferentes pero la gratitud del joven se manifestó de nuevo en 1908 por correspondencia, al enviarle una postal con un paisaje realizado por él mismo, pues había empezado su vida como artista profesional en Viena. Más delante le enviaría otras tarjetas pintadas, siempre con la frase «En agradecimiento eterno» o algo similar. Con la subida de los nazis al poder un particular le ofreció un dineral por ellas, aunque a él no le pareció ético venderlas. Pero eso fue luego. De momento, Bloch no podía ni imaginar el sorprendente futuro que le esperaba al mozo y seguramente le olvidó durante un tiempo, ya que se presentaron cosas en principio más graves en qué pensar.

Y es que en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y decidió colaborar alistándose como médico militar. De nuevo le destinaron al hospital de Linz, aunque esta vez como médico principal. Su mujer, Lilli, también se presentó voluntaria y ejerció de enfermera de la Cruz Roja en el mismo sitio, repartiendo sus funciones entre la atención a los heridos y a los pobres. Acabada la contienda, Bloch recibió el nombramiento de consejero de salud, un título recién creado para los que destacaron en el ámbito sanitario en aquellos difíciles tiempos.

Durante un par de décadas todo transcurrió sin mayor novedad, salvo por el detalle de que los Bloch eran judíos y su situación, ya de por sí incomoda en una Centroeuropa de creciente antisemitismo, empeoró a partir de 1933, cuando los nazis subieron al poder. A priori no tenía por qué afectarles, ya que ellos vivían en Austria, pero en marzo de 1938 se produjo el Anschluss, es decir, la anexión del país por Alemania, y todo cambió. La comunidad hebrea empezó a sufrir persecuciones legales y físicas.

La relación de amistad entre Bloch y Hitler se había mantenido intacta hasta entonces. De hecho, el segundo le había vuelto a enviar una postal el año anterior y en la conferencia de Nuremberg, tras preguntar por Linz y el médico, le definió como edeljude, judío noble, añadiendo que «si todos los judíos fueran como él, no habría una cuestión judía». Esas postales y el libro de casos clínicos fueron las cosas que la Gestapo exigió a los Bloch que devolvieran cuando les hicieron una sorpresiva visita en su casa, por lo demás correcta y sin mayores consecuencias (hasta les dieron un recibo). Quedaba claro que la policía política tenía órdenes específicas de no molestarles, algo insólito en el país a esas alturas y más teniendo en cuenta que acogían en su casa a otros judíos.

El Dr. Eduard Bloch en su consulta, foto tomada en 1938 por orden de Martin Bormann para el archivo personal de Hitler/Imagen: Bundesarchiv, Bild, en Wikimedia Commons

Sin embargo, una cosa es que no se les presionara directamente y otra la legalidad. Las leyes prohibieron a los judíos ejercer la medicina salvo entre ellos, así que Bloch, por muy ventajoso que fuera su estatus hasta entonces -y lo era, pues quedó exento de marcar su hogar con las señales amarillas destinadas a los de su fe y de que se marcara su cartilla de racionamiento con la J-, entendió que convenía cambiar de aires. Como no era fácil aprovechó la inmejorable influencia que tenía en el gobierno y escribió a Hitler a través de su hermana Klara pidiéndole ayuda. Éste ordenó que se le facilitasen los trámites para salir del país y, mientras, la Gestapo se preocupó de que nadie les molestara. Martin Bormann se encargó personalmente de supervisarlo todo.

Gracias a ello, los Bloch pudieron vender su casa a precio de mercado en lugar de por el valor meramente testimonial y abusivo a que se vieron obligados otros judíos por su traslado forzoso a Viena, e incluso se les autorizó a viajar con una insólita cantidad de dinero, 16 reichmarks, frente a la decena reglamentaria para los hebreos. Finalmente, a finales de noviembre, los Bloch, su hija Gertrude y su yerno,  el Dr. Franz Kren (al que se liberó tras una detención), pudieron partir hacia Lisboa, donde se embarcaron rumbo a EEUU a bordo del transatlántico español Marqués de Comillas, asentándose en el neoyorquino barrio del Bronx.

Como cabía esperar, su llegada levantó cierta expectación y tuvo que someterse a un interrogatorio por parte de la OSS (Office of Strategic Services, servicio de inteligencia antecedente de la CIA), que buscaba información sobre la infancia y juventud del canciller alemán. Fue ahí cuando publicó el citado ensayo My patient, Hitler, considerado hoy una valiosa fuente primaria historiográfica y en el que dejó una descripción de su antiguo paciente que rompía con la imagen estereotipada que hasta el momento manejaban los periodistas estadounidenses, la de un histriónico colérico, mal educado y tendente al desaliño.

A cambio ofreció un retrato amable y positivo: un joven bien alimentado que vestía los clásicos pantalones cortos tiroleses de cuero y era ávido lector de Fenimore Cooper y Karl May, aunque no muy brillante académicamente, siendo Historia la única asignatura por la que mostraba interés, junto con el arte. Un chico profundamente melancólico y ensimismado que no pudo evitar que brotaran lágrimas de sus ojos cuando se le informó del cáncer de su madre.

El texto de Bloch levantó cierto revuelo y la reseña que hizo del profundo amor que Hitler demostró hacia su madre dio origen a que algunos lo interpretaran como algo patológico, hallando en el frustrado tratamiento que Bloch aplicó a Klara la causa de su odio visceral a los judíos; no obstante, la mayoría de los historiadores opinan que asumió el antisemitismo posteriormente, en el humillante período de entreguerras que siguió al Tratado de Versalles. En cualquier caso, la medicina había quedado ya atrás porque a Bloch, que tenía sesenta y nueve años cuando dejó Austria, no se le reconoció el título en EEUU.

Un cáncer de estómago acabó con su vida el 1 de junio de 1945, casi exactamente un mes después de que Hitler se suicidara en su búnker de Berlín.


Fuentes

My patient, Hitler (Dr. Eduard Bloch en Collier’s Weekly)/Hitler: The man behind the monster (Michael Kerrigan)/Explicar a Hitler: Los orígenes de su maldad (Ron Rosenbaum)/Hitler’s Vienna. A portrait of the tyrant as a young man (Brigitte Hamann)/Wikipedia


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