El Hombre parece llevar en su ADN la impronta de la competitividad deportiva. Al principio, usando su propio cuerpo y sus habilidades, algo que ya quedó de manifiesto en la Antigüedad con lo que los griegos llamaban agones y eventos de referencia como los Juegos Olímpicos, Hereos, Píticos, Nemeos, Panatenaicos, Panhelénicos, etc. No tardó, sin embargo, en incorporar los vehículos y, así, se fueron sucediendo las carreras de caballos, carros, barcos, coches, bicicletas, motos y, cuando los hermanos Wright conquistaron el cielo, aviones.

La primera carrera aérea fue el Prix de Lagatinerie, celebrado en Francia en 1909; hubo cuatro participantes y aunque ninguno terminó el recorrido, se declaró vencedor al aviador galo León Delagrange por ser quien cubrió mayor distancia. Ese mismo año hubo otras competiciones que eclosionaron en la Grande Semaine d’Aviation de la Champagne, en la que tomaron parte veintitrés pioneros de la aviación de varias nacionalidades, asistieron cerca de medio millón de espectadores y ya se dieron los primeros patrocinios publicitarios.

El éxito de aquella competición animó a otros países a organizar las suyas y un año después EEUU se sumó a la nueva moda con una carrera que apadrinaban grandes magnates como Henry E. Huntington, del ferrocarril, y William Randolph Hearst, de la prensa. La puerta estaba abierta y España no fue ajena a ello, pues en 1911 se convirtió en meta de una nueva prueba que, partiendo de París y en tres etapas, finalizaba en Madrid.

Era una carrera promocionada por el diario Le Petit Parisien, que trataba de imitar la que organizaba su competidor, Le Matin, haciéndole incrementar considerablemente su tirada. En realidad, todos los periódicos se habían lanzado a iniciativas similares, ya fuera con raids aéreos o carreras automovilísticas. La primera etapa empezó el 21 de mayo en el aeródromo de Issy-les-Moulineaux, ubicado en Isla de Francia, donde se congregó casi un cuarto de millón de espectadores.

Tribuna de la Grande Semaine d’Aviation, 1909 / Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Hasta 28 aviadores se habían inscrito, aunque a la hora de la verdad la mayoría no pudieron tener listos sus aparatos y únicamente ocho salieron a la pista. Eran André Beaumont, que fue el primero en despegar y al que siguieron Roland Garros, Eugène Gilbert, Jean-Louis Conneau, Gilbert Le Lasseur y Louis Émile Train, Jules Védrines y André Frey.

Los seis primeros iniciaron los despegues desde las 5:00 por turnos, cada diez minutos, pero las dificultades técnicas propias de la época hicieron que todos excepto Garros tuvieran que desistir o aterrizar de nuevo por problemas diversos, para intentarlo otra vez cuando los subsanaran: Frey rompió su avión, Garnier no pudo elevarse, Védrines volcó… Eso y una deficiente organización, que favoreció que muchos curiosos se movieran a su antojo por todo el recinto, provocaron situaciones de alto riesgo. Entre ellos hubo un grupo de coraceros que sin querer originaron una tragedia.

Louis Émile Train aterrizaba por problemas técnicos cuando se encontró a aquellos soldados a caballo que precisamente intentaban despejar de gente la pista. Para esquivarlos, tuvo que hacer una brusca maniobra que le hizo elevarse sobre ellos con la idea de descender una vez los hubo dejado atrás… y entonces se topó allí con un segundo grupo, en este caso de autoridades paseando a pie. Entre ellos nada menos que el primer ministro Ernest Monis, que se rompió una pierna mientras que su hijo y el magnate del petróleo Henri Deutsch de la Meurthe (que además era uno de los patrocinadores) resultaron también heridos.

Peor fue para el ministro de Guerra Henri Maurice Berteaux, al que no sólo la hélice segó un brazo sino que el monoplano de Train le golpeó fatalmente en la cabeza, falleciendo en el acto. Cabe decir, a manera de anécdota, que la muerte de Berteaux supuso el fin de su polémico proyecto de sustituir el clásico uniforme francés decimonónico por otro más moderno conocido como la tenue reseda, de color gris verdoso, de modo que al empezar la Primera Guerra Mundial muchos soldados galos seguían vistiendo la obsoleta guerrera azul y el llamativo pantalón rojo y el icónico quepis.

Aquel siniestro sembró el caos en el aeródromo y obligó a suspender las salidas hasta el día siguiente, en que se reanudaron con el visto bueno del propio Monis. Eso sí, con la nómina de aviadores muy mermada, ya que únicamente dos más pudieron despegar y unirse a los que lo habían hecho la jornada anterior: Jules Védrines y André Frey. Este último, sin embargo, no tardó en volver a sufrir una avería y se vio obligado a retirarse a su paso por Étampes, a menos de cincuenta kilómetros de París.

Tampoco Beaumont pudo ir mucho más allá de la mitad de la primera etapa porque después de un aterrizaje de mantenimiento en Loches, en el departamento de Indre y Loira, al intentar alzar de nuevo el vuelo chocó y quedó fuera de la carrera. Sólo tres de los participantes lograron llegar a Angulema, final de la primera etapa:  por este orden, Garros, Gilbert y Védrines, aunque únicamente el primero (cuyo nombre sonará a muchos por el torneo de tenis homónimo, bautizado así en su honor) lo hizo en el día previsto; los otros llegaron con notable retraso.

A la mañana siguiente reemprendieron la carrera en una segunda etapa que se presentaba más compleja porque terminaba en el País Vasco, San Sebastián concretamente, lo que implicaba atravesar los Pirineos. Gilbert tuvo que esperar varias horas en Bayona a que le arreglaran una avería. Garros, que usaba el mismo modelo de avión, se vio obligado a realizar un aterrizaje de emergencia en la falda del monte Jaizquíbel (Guipúzcoa) para repostar; iba en bicicleta en busca de combustible cuando encontró a unos soldados que se lo facilitaron. Como curiosidad, se habilitó la playa de Ondarreta como campo de aviación y allí se posaron los aviones.

A los tres pilotos se les concedió una jornada de descanso debido a que el frío de la cordillera pirenaica les había producido una hipotermia tan importante como para necesitar ser atendidos por la Cruz Roja. De esta manera, no fue hasta la mañana del 25 que se dispusieron a cubrir la tercera y última etapa, los 426 kilómetros que separaban San Sebastián de Madrid y en los que el principal obstáculo era la Sierra de Guadarrama.

Pero la gloria estaba destinada a un único ganador, pues Garros y Gilbert sufrieron sendos contratiempos que les obligaron a abandonar: el primero, chocó contra un poste de telégrafos perdiendo un ala de su Bleriot XI y, si bien pudo repararla, volvió a tener dificultades en el barranco de Leizarán, en Andoáin, donde se quedó definitivamente. Más inaudito fue lo de Gilbert, ya que al poco de despegar fue atacado por un águila al que tuvo que espantar a tiros con un revólver que llevaba. Una bala dañó al avión, lo que le llevó a aterrizar en Olazagutia y durante la maniobra volcó.

Por tanto, dejaron a Védrines volando en solitario en su monoplano Morane-Boret. Faltó poco para que también él tuviera que retirarse, ya que precisó aterrizar dos veces por el camino: una en Quintanapalla, un municipio burgalés, y otra en la propia ciudad de Burgos. De hecho, no podía seguir sin hacer unas reparaciones pero, dado que era el último que quedaba en liza, se le concedió un plazo para ello. Mientras, hizo el camino en coche para reconocer el terreno y descubrió que podía guiarse por el tendido ferroviario.

Al día siguiente, solventada la cuestión, reanudó la ruta y por fin, a las 8:06 de la mañana, después de sobrevolar Somosierra, Lozoyeula, Redueña, El Molar San Agustín y Fuencarral, tomó tierra en la Dehesa de Santa Quiteria, el punto de Getafe donde el Real Aero Club de España (el primero del país, fundado en 1905 por el aeronauta asturiano Jesús Fernández Duro) había acondicionado un aeródromo de acuerdo con el ayuntamiento (el éxito del evento hizo que la infraestructura se mantuviera). Los reyes ya se habían ido, cansados de esperar.

Un numeroso público -llegado en 16 trenes fletados ex profeso– estaba esperando a Védrines, que había empleado un tiempo total de 37 horas en cubrir los 1.170 kilómetros de la distancia París-Madrid a una velocidad media de 93,63 kilómetros por hora. Al descender del avión mostraba síntomas de confusión por el frío y el agotamiento, así que una vez más tuvo que proporcionársele atención médica. Pero se llevó los 100.000 francos de premio, a los que sumó otras ganancias en metálico. Además, en una recepción en el Congreso de los Diputados, Alfonso XIII le concedió la Cruz de la Orden Civil de Alfonso XII, creada una década antes para premiar los méritos en campos como la cultura, la educación, la investigación y la ciencia.

Védrines tenía entonces treinta años. Era natural de Saint-Denis y se había aficionado a la aviación trabajando de mecánico para el aviador inglés Robert Loraine (un actor y director teatral que, a su vez, aprendió con el célebre Louis Bleriot). El Raid París-Madrid de 1911 fue la primera hazaña de Védrines, que ya se había labrado fama poco antes al lanzar desde el aire un ramo de violetas al paso de una procesión de Cuaresma por la parisina Plaza Concordia.

Después ganó más carreras, entró en política y protagonizó un incidente en Alemania al ser detenido por sobrevolar el espacio aéreo del país -lo que originaría una reunión internacional para aclarar ese concepto, de aquella algo difuso- y escapar en su avión aprovechando la libertad condicional. De carácter bronco, se vio envuelto en un duelo y tomó parte en la Primera Guerra Mundial, contienda en la que, por cierto, Roland Garros se convirtió en un héroe al derribar cuatro aviones enemigos antes de morir él de la misma forma en 1918. Védrines le siguió al año siguiente a causa de un accidente aéreo.


Fuentes

La carrera aérea París-Madrid de 1911 (Francisco Aracil) / Raid París-Madrid 1911 (Real Aero Club de España) / The Paris-Madrid Race (Flight) / Madrid. Cuentos, leyendas y anécdotas (Javier Leralta) / Wikipedia


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