En sus diversas variantes, una bandera negra con una calavera y dos tibias cruzadas es hoy sinónimo de aventura, casi siempre ligada a la literatura o el cine. En realidad eso sólo constituye la imagen romántica que se dio de de la piratería en el siglo XIX para exaltar el espíritu libre de quienes no estaban dispuestos a someterse al orden establecido, ni a sus leyes y fronteras; recordemos los versos de Espronceda.
Por supuesto, la otra cara de aquella forma de vida resultaba mucho más siniestra, trufada de asaltos, secuestros, crímenes… lo que no le quitaba su carácter aventurero ni impedía que sus practicantes se sujetaran a un código común. Y un pirata llamado Bartolomeu Português tendría mucho que contar al respecto.
Bartolomeu actuó, como cabe imaginar, en el Caribe y durante aquella Edad de Oro de la piratería que infestó ese mar entre 1620 y 1795 aproximadamente. Concretando aún más, en la primera etapa de dicho período, que se desarrolló exclusivamente en el siglo XVII y que fue la que protagonizaron los bucaneros, modalidad que se inició en lengua francesa y en torno a La Española, la isla que hoy se reparten la República Dominicana y Haití.
La palabra bucanero es un poco confusa porque originalmente no designaba a delincuentes, sino a un grupo de habitantes del noroeste insular -abandonado por los españoles- que se dedicaban a la caza de vacas y cerdos asilvestrados, troceando luego su carne para secarla al sol y ahumarla con maderas aromáticas. A ese proceso los indígenas lo denominaban bucan, en alusión al tipo de parrilla que se utilizaba, y su producto se vendía a los barcos que fondeaban en la región porque los precios resultaban más baratos que en los puertos.
La mayoría de los bucaneros eran colonos galos procedentes de la isla de San Cristóbal (actual Saint Kitts, en las Antillas Menores), de donde habían sido expulsados en 1629 por el almirante Fadrique de Toledo. Unos se dedicaron a la agricultura y otros a bucanear. Como la corona española imponía un rígido monopolio comercial, esta gente encontró un punto de comercio al margen en la vecina Isla de la Tortuga, ubicada apenas a un par de leguas, prosperando lo suficiente como para establecer una estructura social.
La conversión de los bucaneros en piratas fue gradual, a medida que las autoridades españolas volvían a desatar una persecución contra ellos para echarlos de La Española, exterminando o capturando además a los animales con que mantenían su negocio. Eso les hizo trasladarse a la Tortuga, donde fue creciendo una extraña comunidad sin leyes pero regida por un gobernador francés, tal cual pasaría más tarde en Nassau. No tardaron en incorporarse los filibusteros que empezaban a actuar en aquellas aguas, así como delegados del gobierno inglés de Jamaica, conquistada en 1655, ofreciendo patentes de corso.
Para entonces había llegado al Caribe un bucanero portugués llamado Bartolomeu que, como otros muchos colegas de oficio, descubrió que la piratería proporcionaba más beneficios y requería menos trabajo. Tratándose de un proscrito del siglo XVII, no sabemos prácticamente nada de su vida anterior: ni lugar de nacimiento ni fecha exacta de éste (se supone que en torno a 1635). Únicamente que apareció en la Historia en aquellas latitudes a principios de la década de los sesenta, que era un devoto católico -no se separaba de un crucifijo que colgaba de su cuello- y que en 1663 recibió una de las patentes de corso jamaicanas citadas.
En Cuba se había hecho con un pequeño barco de cuatro cañones, probablemente un cúter o un balandro, que eran la embarcaciones preferidas para esa actividad porque su velocidad permitía sorprender y alcanzar las naves grandes lastradas por su carga, mientras que con su escaso calado podían refugiarse de los galeones remontando las desembocaduras de los ríos y luego esconderse entre la maleza desmontando su único mástil. Con él llevó a cabo ese mismo año su primera acción conocida: en la costa cubana, asaltó un mercante español que llevaba cien mil libras de cacao y una carga de munición.
Durante los cuatro años siguientes, aquel portugués, gentilicio que pronto se añadió a su nombre, fue creciendo en importancia y alcanzando cierto estatus entre los miembros de la Cofradía de los Hermanos de la Costa. Era ésta una organización surgida en la Isla de la Tortuga que integraba a bucaneros y filibusteros bajo un reglamento común que, al parecer, fue creado por Bartolomeu. Del código de la piratería, adoptado por todos, no se conserva ningún documento escrito y sólo nos ha llegado por tradición oral, por lo que no se puede citar un número concreto de artículos.
Sí se sabe cómo eran algunos, de carácter claramente libertario: un hombre, un voto, sin prejuicios de nacionalidad, raza o religión; supresión de la propiedad privada; libertad individual, no habiendo obligaciones ni castigos (los conflictos se dirimían entre los implicados); exclusión de mujeres (blancas, se entiende); y estipulación de indemnizaciones para heridos o tullidos. Estas normas de convivencia social en tierra se completaban con la creación de una autoridad ejecutiva, encarnada por un gobernador y un consejo de ancianos.
Otros piratas, caso de Bartholomew Roberts por ejemplo -tocayo del anterior, curiosamente-, añadirían luego otras instrucciones más específicas para la vida en el mar, como el reparto del botín por méritos y jerarquía, la prohibición de apostar dinero a las cartas, la obligación de mantener las armas en buen estado, la proscripción de mujeres y niños a bordo (aunque hubo excepciones con algunas féminas piratas), la aportación personal en metálico a un fondo común y otras que atañían al comportamiento, tanto en combate como fuera de él.
Bartolomeu campó impunemente por las aguas caribeñas, con querencia especial por el litoral de Campeche (en la península del Yucatán, actual México), donde la ciudad fundada por Francisco de Montejo en 1540 había prosperado tanto y en tan poco tiempo que ya desde una fecha tan temprana como 1557 empezó a recibir ataques periódicos por parte de piratas y corsarios de diversas nacionalidades; algunos serían tan famosos como el inglés Henry Morgan o el holandés Cornelius Jol.
Sin embargo, a pesar de la imagen que ha enraizado, la vida del pirata no resultaba tan sencilla. Atacar Campeche y otras ciudades costeras fue haciéndose cada vez más peligroso, a medida que España, consciente de la situación, las fortificaba; de modo que llegado cierto punto sólo podían ser un objetivo para flotas más o menos numerosas. Quien actuase por su cuenta debía conformarse con capturar mercantes solitarios, asumiendo el riesgo de que algunos, advertidos de la plaga pirata, habían sido artillados para defenderse.
Aún así, las apariciones del pequeño barco de Bartolomeu eran tan rápidas que siempre cogían por sorpresa a sus víctimas y no tardó en apuntarse otra importante presa: un galeón español procedente de Maracaibo con rumbo a La Habana y cargado de nuevo con cacao… pero también con setenta mil reales de a ocho, un tipo de moneda acuñada en plata y conocida también como dólar español, que fue la más importante del mundo hasta el punto de que se utilizó hasta bien entrado el siglo XIX. El botín constituía, pues, una auténtica fortuna y no extraña que la tripulación española lo defendiera con uñas y dientes, máxime contando con veinte cañones y el doble de efectivos que los agresores… pero pereciendo la mitad al final tras frustrar dos intentos de abordaje.
Hay que tener en cuenta que las dimensiones del barco pirata no permitían demasiados hombres a bordo y se calcula que no serían más de una treintena, de los cuales murió un tercio en el combate. Una tropa exigua si lo que tocaba era enfrentarse a naves de guerra, como iba a ocurrir en breve. La idea era llevar el tesoro y el buque capturado a Port Royal, por entonces la capital de Jamaica, para entregar la parte correspondiente; sin embargo, fuertes vientos en contra desviaron el rumbo del barco hacia el Golfo de México… y en el horizonte se recortaron las temibles siluetas de tres buques de guerra españoles en busca del dinero robado.
El barco pirata pesaba ahora más de lo normal, había perdido su velocidad y, como además parte de su disminuida tripulación tenía que ocuparse también del otro, los españoles acortaron distancias rápidamente y les alcanzaron. Aquellos veinte corsarios no tenían ninguna posibilidad, siendo derrotados contundentemente a la altura del Cabo San Antonio, en el extremo occidental de Cuba. A Bartolomeu lo encerraron en uno de los tres navíos, pero un temporal lo separó de los demás, debiendo buscar refugio en Campeche. Allí, el prisionero no había dejado buen recuerdo y, claro, fue reconocido, lo que le suponía un destino inexorable, dado su currículum: la horca.
Sin embargo, demostró ser tan intrépido como lleno de recursos. Como le habían mantenido encerrado en la nave, esa noche consiguió arrebatar un cuchillo al vigilante y apuñalarlo. Se le presentaba, eso sí, un problema: el buque estaba fondeado en medio de la bahía y si quería huir debía saltar al agua… sólo que no sabía nadar (aunque suene raro, era algo que les pasaba a muchos marinos de otros tiempos). La solución que encontró marca uno de los grandes momentos de su azarosa biografía: se ató a la cintura un par de damajuanas de vino vacías que hicieron las veces de flotadores, de manera que pudo alcanzar la costa.
Ahora bien, estaba en territorio hostil y por partida doble, pues por un lado el Yucatán pertenecía al Virreinato de Nueva España, lo que le ponía en busca y captura, mientras que, por otro, para alcanzar un puerto que pudiera trasladarle a Port Royal, debía atravesar la densa selva yucateca. Esta ultima fue la opción que eligió, protagonizando así una pequeña gesta al cruzar en quince días, perseguido por patrullas con perros, casi dos centenares de kilómetros de exuberante vegetación, fieras, mosquitos, pantanos, calor y humedad. Pero tuvo éxito y llegó al otro lado de la península, a un lugar llamado El Golfo Triste donde solían recalar piratas franceses e ingleses, pudiendo así embarcarse hacia Jamaica.
Aún le quedaban episodios de interés por delante. El primero fue la inaudita osadía de contratar una veintena de hombres con los que regresó a Campeche para recuperar su barco. No lo encontró. O quizá sí pero cambió de objetivo sobre la marcha, ya que aquel otro en el que había estado prisionero se encontraba anclado en el muelle y con parte de su preciosa carga en la bodega: aún tenía seiscientos kilos de cacao y unas setecientas monedas de oro. Bartolomeu se las arregló para abordarlo y apoderarse de él, largando velas y huyendo ante la estupefacción de las autoridades.
No tuvo suerte y una meteorología adversa le hizo encallar en los Jardines, como se conocía a los traicioneros arrecifes que rodean la Isla de Pinos (actual Isla de la Juventud), situada al suroeste de Cuba, cerca de Pinar del Río, a la que Colón había bautizado como La Evangelista y que se considera que podría ser (o, al menos, una de las candidatas) la que Robert Louis Stevenson describió en su novela La isla del tesoro, aquella a donde Jim Hawkins y John Silver viajan en La Hispaniola siguiendo el mapa del capitán Flint. Tesoro había, desde luego, aunque se fue al fondo del mar.
Bartolomeu sobrevivió al naufragio, aunque gravemente herido. Pero eso no le impidió retomar su oficio, una vez dejada atrás su convalecencia en Port Royal. Lamentablemente ya no tenemos más noticias de sus correrías, salvo que la mayoría de ellas no le reportaron mayores beneficios, de ahí que se ganase el apodo de el Pirata desventurado.
Lo demostró su fallecimiento, que unos sitúan en el terremoto que azotó Jamaica en 1692 y otros en la misma isla pero antes, en 1669; en ambos casos sumido en una pobreza absoluta. Irónico, teniendo en cuenta lo inmensamente rico que fue durante unos días.
Fuentes
Piratas en América. Testimonio de un filibustero francés (Alexandre Olivier Exquemelin) / A gross of pirates. From Alfhild the Shield Maiden to Afweyne the Big Mouth (Terry Breverton) / Piratas, bucaneros, filibusteros y corsarios en América. Perros, mendigos y otros malditos del mar (Manuel Lucena Salmoral) / Piratas y corsarios en Cuba (Saturnino Ulivarri) / Breve historia de los piratas (Silvia Miguens) /Wikipedia
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