«Hasta que no sepas por qué la gente compra cosas, no venderás nada» dijo una vez Hugh Finnery. Y hubo una mujer que ya practicaba ese aforismo a caballo entre los siglos XIX y XX, cuando vendía a los londinenses el que probablemente haya sido el producto más insólito de la Historia: el tiempo. Se llamaba Ruth Belville y se ganó el apodo de Greenwich Time Lady porque, por raro que suene, el negocio fue un éxito y vivió de él hasta su jubilación. Incluso terminó por salirle competencia y todo.

Quizá alguien recuerde una de aquellas series británicas que abundaban en la televisión de los años setenta, Caída y auge de Reginald Perrin. Entre las múltiples excentricidades del personaje protagonista figuraba el abrir una tienda de objetos que no servían para nada y, sorprendentemente, triunfaba. No sé qué tendrán los aires de las islas porque, como decíamos antes, los Belville también idearon la forma de ganarse la vida comercializando algo inaudito; más, de hecho, puesto que su mercancía era intangible y encima a ellos les salía gratis, con lo que todo eran beneficios.

Elizabeth Ruth Naomi Belville nació en Londres en 1854. Para entonces hacía casi dos décadas que su padre se dedicaba a algo tan inaudito como sencillo, tan raro como provechoso: vender la hora más exacta disponible en aquel tiempo, que era la que marcaba el reloj del Real Observatorio de Greenwich. Estamos hablando de 1836, un año durante el cual Darwin regresaba de su famoso viaje alrededor del mundo en el Beagle, empezaba en Sudáfrica el Gran Trek de los bóers, se disputaba en Texas la batalla de El Álamo y en España se decretaba la Desamortización de Mendizábal.

Mary Belville, la madre de Ruth, en 1892/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Es decir, una época en la que la mayoría de la gente no usaba reloj y quien podía permitirse uno necesitaba ponerlo en hora cada poco. Ahí entraban en escena los servicios de John Henry Belville, el progenitor de Ruth, que cada mañana se desplazaba hasta el observatorio, al que accedía gracias a que antes había trabajado en él como asistente, visitando luego a los relojeros para sincronizar sus relojes con el suyo, que llevaba la hora marcada por la institución. Hay que tener en cuenta que Greenwich constituía la referencia horaria nacional -luego lo sería mundial-, radicando su importancia en la necesidad de un estándar cronológico que determinase la longitud, pues la latitud resultaba más fácil.

No era una cuestión baladí. Calcular la latitud no era complicado porque bastaba con medir la altitud del sol al mediodía con ayuda de algún instrumento; pero la longitud resultaba más difícil y desde la Antigüedad se buscó un sistema de medición. Tanto Eratóstenes como Hiparco hicieron intentos en ese sentido, aunque el gran impulso a la cuestión llegó en el Renacimiento. Felipe II y Felipe III ofrecieron una recompensa a quien lograra una solución adecuada mientras Luis XIV fundaba la Académie Royale des Sciences y en Inglaterra se creaba la Board of Longitude.

Astrónomos como Galileo Galilei, Edmund Halley o Tobias Mayer hicieron sus propuestas y el carpintero John Harrison fabricó un eficaz cronómetro marino. Pero fueron los observatorios astronómicos los que dieron con la solución y, en Inglaterra, el de Greenwinch se convirtió en referencia para la exactitud en la medición del tiempo. Por eso John Henry Bellville, una vez sincronizaba el suyo allí, regresaba al centro de la capital británica y lo usaba para poner en hora los de sus clientes en una época en la que no tenían otra forma de saberla con exactitud.

El célebre relojero John Arnold (por Mason Chamberlin)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Un buen negocio, ya que dos centenares de suscriptores pagaban una cuota anual por sus servicios y no se requería más inversión que la de pagar al cochero que le trasladaba en su itinerario de visitas a domicilio. Vivió de ello hasta 1856, año en que murió y su viuda, Mary, al no tener derecho a pensión, solicitó al observatorio tomar el relevo de su marido, concediéndosele. Mantuvo así el trabajo hasta su propio óbito en 1892 y fue entonces cuando Ruth lo heredó. Por qué ella se llevó la fama resulta obvio: su época era diferente a la de sus padres y, por un lado, los relojes se habían vuelto más precisos convirtiendo aquel trabajo en algo un poco estrambótico; por otro, la mayor alfabetización hacía llegar la prensa a más personas, difundiendo la peculiar historia.

De hecho, los nuevos tiempos se materializaron también en el surgimiento de la competencia. La compañía Standard Time Company empezó a ofrecer un servicio de hora por telegrafía que fue lanzado al mercado mediante un artículo de su director, St. John Wynne, publicado en el diario The Times. En él, no sólo descalificaba el negocio de Ruth como obsoleto sino que la difamaba personalmente aduciendo que usaba su condición de mujer para ganar clientes, una velada insinuación de prostitución.

Sin embargo, Wynne se pasó de listo. Ciertamente, su tono despectivo le trajo algunos problemas a Ruth al principio pero no tardaron en quedar en nada y, a cambio, recibió una bocanada de publicidad gratuita que le vino muy bien para ganarse la simpatía popular y recibir el mencionado mote de Greenwich Time Lady (Dama del Tiempo de Greenwich). Encima, el insolente director, al escribir un artículo en el periódico en vez de insertar un anuncio, no había podido mencionar el nombre de su empresa y toda la atención se centró en Ruth.

Peor aún, el servicio telegráfico daba sus primeros pasos y fallaba tanto que muchos clientes preferían seguir con el antiguo sistema, quizá más anticuado pero más seguro porque Ruth no faltaba nunca a las citas de los lunes, con su reloj dieciochesco. De esa manera y aunque la cartera de clientes se había reducido a una cuarta parte de la de su padre, pudo continuar trabajando hasta 1940, nada menos, en que se retiró debido a tres razones: su avanzada edad -ochenta y seis años-; que la Segunda Guerra Mundial lo dificultaba; y que los relojes experimentaron un considerable adelanto tecnológico y de forma, pues los de pulsera, hasta entonces relegados a usuarias femeninas, se extendieron también a los hombres gracias a los pilotos de aviación.

El reloj que usaba Ruth, por cierto, era de bolsillo, un Arnold. John Arnold fue un relojero del siglo XVIII que ha pasado a la Historia por inventar el término cronómetro para definir a los relojes de precisión y desarrollar un mecanismo que todavía se usa en los de cuerda. Él fue quien suministró algunos de los relojes a James Cook para su segundo viaje, por ejemplo, y quien recibió un premio de la Board of Longitude que citábamos antes. Arnold murió en 1799 y su hijo le sucedió al frente de la empresa que habían fundado conjuntamente doce años antes.

Se trataba, pues de una marca de prestigio mundial y, de hecho, parece ser que el cronómetro de John Henry Belville fue originalmente fabricado en oro para el duque de Sussex, aunque su nuevo dueño le cambió la caja por otra de plata por miedo a que llamara demasiado la atención y se lo robaran. Ruth falleció antes de acabar la contienda, en 1943, y donó el reloj a la Worshipful Company of Clockmakers (Adorable Compañía de Relojeros), una venerable institución fundada en 1631 y dedicada hoy a la beneficencia, que le había estado pagando una pensión. Su colección, incluyendo el Arnold, se exhibe en el Science Museum londinense.


Fuentes

The Royal Observatory Greenwich / Ruth Belville: The Greenwich Time Lady (David Rooney en Science Museum) / Belville 1892/ Wikipedia


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