La esclavitud ha acompañado al Hombre prácticamente desde el inicio de la Historia, probablemente cuando se tomó consciencia de lo práctico y provechoso que podía resultar el empleo de los prisioneros de guerra como mano de obra. La existencia de esa institución se asumió siempre como algo natural y, de hecho, constituyó la base de la economía en la Antigüedad. Sólo en la Edad Media entró en crisis al ser desplazada en importancia -que no sustituida- por la servidumbre. Una y otra pervivieron hasta el tercer cuarto del siglo XIX a despecho de los movimientos que fueron surgieron para su abolición. Y el primero probablemente haya sido el Liber Paradisus.

La llamada crisis del siglo III d.C. marcó el inició de la descomposición del Imperio Romano. Por supuesto, aún duraría pero aquel período, que se prolongó durante unos cincuenta años, influyó prácticamente en todos los campos, desde el político al social pasando por el económico. En este último, las cada vez mayores dificultades para recaudar impuestos llevaron a los emperadores a verse obligados a cobrar a menudo en especie y a devaluar la moneda, lo que supuso una creciente inflación de los precios.

Esto repercutió en todos los sectores de la economía, empobreciendo el comercio, debilitando la industria y provocando una fuerte recesión que ya no tenía su salvavidas habitual, el que aportaban las provincias exteriores, porque la presión de los pueblos bárbaros había forzado una reducción de fronteras y de la capacidad de actuar fuera. Así, las grandes haciendas se dedicaron a una producción autárquica, con intercambios comerciales meramente locales. Muchos ciudadanos plebeyos se empobrecieron y tuvieron que emigrar al campo donde, al carecer de tierras propias, debieron entrar al servicio de terratenientes.

Miniatura de un manuscrito medieval mostrando a un señor eclesiástico, otro noble y un siervo/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Trabajando parcelas en régimen de alquiler, vinculados a ella hereditariamente y sin derecho a abandonarla, fueron quienes constituyeron el colonato, un paso intermedio entre el esclavismo y el modo de vida que estaba por llegar, el feudalismo, una vez que los esclavos quedaron circunscritos principalmente a la minería. Como es sabido, el sistema feudal fue el que caracterizó el Medievo y su base social era una nueva clase, la de los siervos, que estaban un paso más allá de los colonos.

Los siervos derivaban de los colonos por un edicto de Constantino del año 322 que regulaba su figura, estableciendo una serie de deberes como el sometimiento casi total a la autoridad señorial, pero también derechos, como no poder ser desahuciados ni ver incrementadas las condiciones de relación con sus señores. Así pues, los siervos se diferenciaban de los colonos en tener el estatus jurídico de hombres libres, aunque esa libertad resultaba bastante limitada y sometida a quien servían, ya fuera civil (un señor de la nobleza) o religioso (un monasterio o convento).

Como siempre, los cambios que trajo la Historia hicieron que la servidumbre terminara desapareciendo en favor de otras estructuras socioeconómicas, aunque en algunos sitios como Rusia y otros países de Europa oriental pervivieron hasta la mencionada segunda mitad decimonónica. Pero durante siglos fue la base del feudalismo y así era en la Italia del XIII cuando el inesperado resultado de una batalla llevó a Bolonia a promulgar un corpus legislativo completamente inaudito.

Fue en el contexto de la guerra entre güelfos y gibelinos, aquella contienda que había iniciado en 1154 Federico Barbarroja al incorporar el norte de la península italiana al Sacro Imperio Romano Germánico, a lo que la Santa Sede se opuso, llegando a dirimir el asunto por medio de las armas. Los partidarios del prelado se denominaron güelfos, palabra etimológicamente procedente del germano welfen, mientras los gibelinos o waibibglen apoyaron al emperador. Milán, Florencia o Mantua estaban entre los primeros, contándose entre los segundos Siena, Pisa, Lucca…

El conflicto se prolongó más allá de la vida de ambos contendientes y polarizó la política de todas esas ciudades. En ese contexto se libró la Batalla de Fossalta, en la que la güelfa Bolonia y la Liga Lombarda se enfrentaron a las gibelinas Cremona y Módena dejando patente una rivalidad que llevaba décadas creciendo y aún dejaría episodios más adelante, como vimos en el artículo dedicado a otra batalla, la de Zappolino. Pero en 1249 el punto caliente era Fossalta, una pequeña localidad ubicada junto al río Panaro, un afluente del Po.

El ejército lombardo, compuesto por tres mil caballeros y dos mil infantes al mando del marqués de Ferrara, marchó sobre Módena, cuyos habitantes solicitaron ayuda a Cremona, donde residía el hijo ilegítimo de Federico II Hohenstaufen, el vicario imperial Enzio de Cerdeña. Éste reunió quince mil hombres y salió al encuentro del enemigo, encontrándose con él y tomando posiciones a lo largo de varios días sin que ninguno de los dos contendientes se decidiera a tomar la iniciativa. Finalmente, el bando imperial se dividió en tres cuerpos dispuestos en dos líneas frente a los otros, que lo hicieron en cuatro pero en una única línea.

Maqueta de la Bolonia medieval expuesta en el Museo Civico Medievale di Bologna/Imagen: I. Sailko en Wikimedia Commons

Así estaban las cosas cuando el general güelfo, Filippo Ugoni, recibió otros dos millares de soldados de refuerzo y se lanzó al ataque al amanecer del 26 de mayo, enviando sucesivas oleadas que los gibelinos resistieron pero debilitándose progresivamente hasta que, al declinar la jornada, Enzio fue derribado de su caballo; entonces las maltrechas líneas imperiales se rompieron y resultaron masacradas durante la caótica retirada. Cuatrocientos caballeros fueron hechos prisioneros y paseados por las calles de Bolonia, incluyendo el propio vástago del emperador, que pese a sus intentos de fuga y las ofertas negociadoras de su padre nunca recobraría la libertad.

La Batalla de Fossalta no sirvió para nada ni militar ni políticamente. Sin embargo, habida cuenta que la mayor parte de los signorie de la región habían perecido o caído presos, se presentaba una situación insólita hasta entonces, con cierto vacío de poder que devolvía a las instituciones comunales sus competencias en el gobierno de las ciudades, hasta el momento supeditadas de manera más o menos ilegítima a la autoridad de aquellos señores. Ricos aristócratas, a menudo de origen feudal, de los que los más importantes recibían del emperador el título de duque -a veces lo compraban- y controlaban a voluntad las decisiones políticas de los gobiernos, convertidos en títeres ante su riqueza y poder.

Los signorie tendieron a crear dinastías que pasaban el poder de padres a hijos y en zona imperial figuraban apellidos como los milaneses Sforza y Visconti, los mantuanos Gonzaga o los florentinos Médici, por citar los más renombrados, mientras en el lado pontificio destacan los urbineses Della Rovere o los boloñeses Bentivoglio. Y, de pronto, muchos de ellos habían desaparecido o visto cortadas sus alas, dando lugar a una reflexión de naturaleza ética por parte de intelectuales sobre su posición y la de la acallada servidumbre.

Por eso a finales de agosto, apenas tres meses después de la batalla, sonó la campana del Palacio del Podestá (el edificio que hacía funciones de ayuntamiento) para convocar a los ciudadanos de Bolonia a la Plaza Mayor. Una vez reunida la gente, hizo acto de presencia Bonaccorso da Soresina, que era el podestá (el primer magistrado), acompañado del capitano del popolo (el magistrado que hacía de mediador entre el gobierno burgués de la comuna que representaba el podestá y la autoridad nobiliaria), y ante el asombro de la multitud, anunciaron la liberación de cerca de seis mil siervos que pertenecían a los cuatrocientos señores ausentes.

La propia comuna asumiría el coste, pagando diez liras de plata por cada individuo (ocho en caso de niños) al precio de mercado. El número personal de siervos liberados fue de cinco mil ochocientos cincuenta y cinco, lo que supuso para la ciudad el desembolso de cincuenta mil catorce liras. Una operación sin precedentes que fue bautizada como Paradisum voluptatis, en referencia a la frase «Paradisum voluptatis plantavit dominus Deus omnipotens a principio, in quo posuit hominem, quem formaverat, et ipsius corpus ornavit veste candenti, sibi donans perfectissimam et perpetuam libertatem» (Al principio, el Señor plantó un paraíso de delicias, en el que colocó al hombre que había formado, y adornó su propio cuerpo con una túnica brillante, dándole perfecta y perpetua libertad).

El prestigioso jurista y notario Rolandino de Passaggeri, líder de los güelfos boloñeses, también habló a la gente con un emotivo discurso con el que explicaba la iniciativa:

«Adán tuvo un pecado de orgullo y debilidad y debido a esto fue expulsado del Paraíso. Antes de morir, Adán quería que Set le pidiera al Querubín el perdón divino. El querubín tomó la semilla de la manzana del árbol fatal y la colocó bajo la lengua del hombre moribundo. De esa semilla nació un gran árbol que se secó después de mil y mil años y se cortó de raíz. Un día, algunos hombres vinieron y vieron dos baúles y con ellos hicieron una cruz … la Cruz de Cristo. Así que el árbol del Paraíso, el principio de culpa y esclavitud, se convierte en el árbol de la redención y la libertad».

Aspecto actual de la Piazza Liber Paradisum, con el moderno edificio municipal que ocupa el lugar del Palazzo Bonnacorso/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Rolandino fue uno de los cuatro notarios que redactaron el documento con que el Paradisum voluptatis quedó escriturado. Ese texto, que incluía los nombres y datos de todos los siervos liberados, se denomina Liber Paradisus por las razones señaladas y está considerado el primer decreto de abolición de la esclavitud, aunque en sentido estricto no afectaba a esclavos exactamente sino a siervos de la gleba. El Liber Paradisus se conserva en el Archivio di Stato di Bologna e Sezione di Imola, sito en la Piazza Celestini 4, y ha dado nombre a la plaza donde se proclamó aquella redención masiva.

Ahora bien, como las cosas no suelen ser sencillas, y en Historia menos aún, parece ser que ese bello episodio no era tan altruista como podría parecer a priori. Primero porque cada vez estaba más claro que los trabajadores libres rendían más. Segundo, porque las viejas leyes que eximían de impuestos a los libertos habían sido suprimidas y ello significaba que la mayor parte de aquellos seis mil individuos tendrían que pagar tributos, de ahí que a la vez que se les concedía la libertad se les prohibía abandonar sus respectivas diócesis y permanecer dentro del territorio de la Comuna de Bolonia.

Algunos, eso sí, se juntaron para fundar nuevos pueblos, con nombres alusivos a su origen; es el caso de Castelfranco Emilia, que etimológicamente deriva de castillo, franco (libre) y Emilia (una región donde estaban Piacenza, Parma, Reggio Emilia, Modena y Ferrara, y que hoy se ha fusionado con la Romaña). Fueron pioneros sin saberlo.


Fuentes

Historia de Roma (Serguéi Ivanovich Kovaliov)/La transición del esclavismo al feudalismo (VVAA)/The towns of Italy in the later Middle Ages (Trevor Dean)/A companion to medieval and renaissance Bologna (VVAA)/Wikipedia


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