No sólo los seres humanos pasan a la Historia. También lo han hecho no pocos animales, a menudo vinculados a las proezas de sus amos pero otras veces por sí mismos. Algunos los hemos visto aquí, caso de el loro Álex, el perro Balto o el caballo Kluger-Hans, pero a todos nos suenan otros como Bucéfalo, Laika, Incitatus, Dolly, Péritas, Babieca…
Predominan los équidos y los cánidos, lógicamente, y aunque también podría figurar alguna rareza como el pulpo Paul, resulta curioso que no falten elefantes en la lista. De todos ellos probablemente el más singular fuera Abul-Abbas.
Ya hablamos en estas páginas de otros paquidermos, unos de forma genérica -los empleados en la guerra o en festivales- y otros identificados por haber protagonizado algún episodio histórico, como Hannón, cuyo cuerpo fue enterrado en el Vaticano, o el expósito que se trajo a España desde Filipinas y hoy se exhibe disecado en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Hoy vamos a descubrir otro que anotó en su currículum el haber sido el primero en pisar la zona septentrional de Europa, Prehistoria aparte se entiende.

Todos conocemos la gesta de Aníbal cruzando los Pirineos y los Alpes con treinta y siete proboscidios de combate, la mayoría de los cuales, por cierto, no resistieron la aventura y fallecieron por el camino, llegando a la península itálica sólo uno, el célebre Sirus (que murió poco después). Pero, montañas aparte, eso fue en el ámbito mediterráneo. Abul-Abbas llegó al norte e incluso participó en una campaña bélica contra Dinamarca. Eso sí, como la mayoría de sus congéneres, el clima de esas latitudes no le sentó bien y terminó resultando fatal.
Si hacemos caso a algunos autores, se diferenciaba de Sirus en que se trataba de un elefante asiático. En tal caso, seguramente de la subespecie Elephas indicus, que es la más extendida por la parte continental de Asia (hay otras dos pero exclusivas de Sri Lanka y Sumatra). Es decir, la misma que la del traído a España en 1773, de tamaño menor que sus primos africanos (incluyendo a Sirus, que como indica su nombre procedía de Siria y era distinto a los demás cartagineses, ya que éstos solían conseguirse en el entorno del Sahara y ser de la subespecie Loxodonta cyclotis, elefante africano de bosque).

Ahora bien, no hay certezas al respecto y otros investigadores opinan que lo más lógico es que fuera un elefante africano. Se fundamentarían para ello en la proximidad geográfica pero obviando que esa especie, Loxodonta africana, tiene un carácter demasiado fuerte para tenerlo en cautividad y por eso quizá sería más apropiada la mencionada subespecie de bosque. En suma, se ignora la procedencia exacta de Abul-Abbas y sólo sabemos que su entrada en los anales empezó en Bagdad, capital del Califato Abasí, en el año 798 d.C.
El califa Harún al-Rashid, el más importante de los abásidas, había iniciado relaciones diplomáticas con la corte de Carlomagno, quien había enviado una embajada encarnada por tres emisarios llamados Lantfrid, Sigimund e Isaac. Harún al-Rashid quiso corresponder y, aparte de mandar también un embajador (al que se sumó otro por orden de Ibrahim I Ibn Al Aghlab, emir de Ifriqiya, la antigua provincia romana de África -lo que hoy es Túnez más parte de Libia y Argelia-), decidió incluir un regalo.
Regalo bastante insólito, pues si ya resultaba tremendamente original un elefante en plena Edad Media, éste encima era albino y llevaba el nombre del fundador de la dinastía. En realidad no es seguro que se tratase de un animal de color blanco, ya que no hay pruebas documentales que lo atestigüen ni se conservan restos mortales para practicar los correspondientes análisis; no obstante, así ha sido representado en arte y literatura tradicionalmente y lo cierto es que esa rareza física le da un toque especial a la historia.

Dado que Lantfrid y Sigimund habían fallecido, el encargado de cumplir el deseo del califa fue Isaac, judío franco pero establecido en el norte de África, quien hasta entonces hacía labores de intérprete y ahora se ocupó de guiar al animal y a su mahout (cuidador) hasta la costa mediterránea. Los mensajeros habían avisado previamente a Carlomagno, quien ordenó a su representante en Liguria que dispusiera barcos para el transporte del elefante y otros ricos obsequios, entre los que figuraban especias, telas, un reloj de agua mecánico, los restos de los mártires San Cipriano y San Pantaleón… Antes, el camino hasta el mar se hizo a pie atravesando Egipto.
Luego embarcaron en Cartago -la ciudad había sido destruida tras su derrota ante Roma pero los musulmanes rehabilitaron parcialmente su puerto-, cruzaron el mar hasta Porto Venere (una comuna cercana a Génova), pasaron el invierno en Vercelli (un ducado lombardo conquistado por los francos y convertido en condado de su reino) y en la primavera del 802 d.C. reanudaron la marcha hacia Aquisgrán, antiguo balneario romano donde Carlomagno invernaba y que se convirtió en su capital de facto.
Desconocemos qué itinerario siguió aquella estrambótica comitiva; sólo la escueta frase que figura en los Annales regni Francorum o Laurissenses maiores (una crónica carolingia que glosa desde la muerte de Carlos Martel hasta el reinado de Luis el Piadoso): «Isaac Iudeus de Africa cum elefanto» (es decir, «Isaac el judío regresó de África con el elefante»). La lógica dice que, rememorando la gesta de Aníbal a la inversa, tuvieron que atravesar los Alpes y después de atravesar Europa central, probablemente asombrando a su paso por cada ciudad y pueblo, alcanzaron su destino en julio.
Dos años más tarde Godofredo I de Dinamarca atacó la villa de Reric, actual Lübeck, con el objetivo de asegurar su posición en el comercio de esa zona. A continuación estableció la frontera con el Reino Franco en Hedeby, que quedó integrada dentro del perímetro del Danevirke, una larga muralla de tierra y madera levantada en el 808 y que separaba Jutlandia en dos mitades, la septentrional danesa y la meridional franca, ante el temor al expansionismo de Carlomagno.

Las negociaciones diplomáticas no dieron resultado y en el 810 Godofredo decidió adelantarse a su enemigo lanzando una flota a conquistar Frisia, región que los francos habían ocupado un siglo antes amparados en la lucha contra el paganismo pero que Dinamarca reclamaba como suya. Carlomagno se hartó y convocó a su ejército para frenar a los daneses. En tres días, las tropas debían converger sobre Lipperham, punto de reunión cuya ubicación desconocemos hoy pero que algunos sitúan cerca de Wesel, donde el afluente Lippe vierte sus aguas al Rin.
Aquí es donde volvemos a encontrar referencias a Abul-Abbas, ya que, al parecer, el emperador consideró buena idea que les acompañase en la campaña. No está claro si pretendía hacerlo entrar en liza, lo que sería un episodio de titular memorable tipo «Un elefante contra los vikingos». Como explicamos antes, los elefantes habían constituido un arma de guerra en la Antigüedad. Indios y chinos y otros pueblos orientales los usaban ya en grandes cantidades más de un milenio antes de Cristo, Alejandro incorporó a sus filas los que usaban los persas y tenemos noticia de los empleados por Pirro y Aníbal.
En Occidente dejaron de usarse para el combate en el 46 a.C, tras la Batalla de Tapso. En ella, Julio César hizo frente a los proboscidios de Quinto Cecilio Metelo Escipión y su aliado Juba I, rey de Numidia, dando hachas a sus legionarios para que les cortaran las patas. Eso combinado con una lluvia de flechas y piedras, provocó que entraran en pánico y se volvieran contra sus propias líneas. La actuación de los suyos fue tan heroica que, tras capturar más de medio centenar de animales con sus torres y arneses, César les concedió llevar un elefante en su estandarte.

El caso es que los soldados francos tuvieron que cruzar el cauce fluvial y el paquidermo debió mojarse como los demás para pasar a la otra ribera, algo que no le sentó nada bien a su salud. Una salud que, dicen, ya estaba maltrecha porque el elefante rondaría los cuarenta años de edad, padeciendo un reumatismo cuyos síntomas empezaron a manifestarse en la marcha desde Aquisgrán. El clima frío y lluvioso no era el más apropiado para un animal adaptado al calor y el enfriamiento resultante del baño en el Rin le dio el golpe de gracia al provocarle una neumonía.
Incapacitado para seguir adelante, se optó por devolverlo pero sólo fue capaz de llegar hasta Münster. Allí se derrumbó en el suelo y murió. ¿Qué fue de los restos de Abul-Abbas? No se sabe. A mediados del siglo XVIII, se hallaron en el entorno de Wesel varios huesos de gran tamaño que se adjudicaron al elefante, pero al no conservarse ignoramos si, en efecto, eran suyos o de algún animal prehistórico. Pero su influencia fue mayor de lo que parece al determinar la iconografía artística.
Y es que la imagen clásica de los elefantes de guerra, con altas torres almenadas sobre sus lomos para acomodar varios arqueros, es producto de la imaginación que despertaba el fasto de la corte carolingia y no corresponde, dicen los expertos, con la realidad histórica, en la que los guerreros irían sobre una sencilla canastilla o incluso a pelo.
Fuentes
Anales del Imperio Carolingio (800-843) (edición de Javier del Hoyo y Bienvenido Gazapo)/Breve historia de Carlomagno y el Sacro Imperio Romano Germánico (Juan Carlos Rivera Quintana)/Annales regni Francorum (traducción al inglés de Bernhard Walter Sholz y Barbara Rogers)/Animals in the military. From Hannibal’s elephants to the dolphins of the U.S Navy (John M. Kistler)/Two lives of Charlomagne (Einhard y Notker el Tartamudo)/Historia del Emperador Carlo Magno (traducción de Nicolás del Piamonte)/An emperor and his elephant – Charlemagne and Abul Abaz (The Wunderkammer en Once Upon a Time…)/Wikipedia
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