Algarradas, balistas, catapultas, onagros, trabuquetes… Todas estas armas lanzadoras de proyectiles se utilizaron en la Antigüedad y continuaron vigentes después, en la Edad Media -algunas fueron creadas específicamente en ese período-, hasta que la difusión de la pólvora y la aparición de la artillería las dejó obsoletas. Tenían entre sí dos características en común: primero, se empleaban en los asedios; segundo, se trataba de máquinas de torsión, al menos las citadas. Pero había una tercera, realmente curiosa: el uso de cabello humano en su fabricación.
El sistema de torsión no fue sino un avance del de tensión, más simple y por tanto más antiguo. La diferencia estaba en que este último se limitaba a tensar un brazo lanzador por arrastre mientras que el otro lo hacía girando la correa de transmisión paralelamente a su eje. El origen de los ingenios de sitio es difícil de establecer. Las fuentes chinas se remiten al período de los Estados Guerreros, entre los siglos V y III a.C, refiriendo sistemas que funcionaban por el principio de palanca.
En ese sentido, la cronología sería similar a la occidental, que se sitúa en la Grecia del siglo IV a.C, aproximadamente, con el gastrafetes como representante primigenio: no se ha conservado ningún ejemplar pero según la descripción dejada por Herón de Alejandría en su obra Belopoeica, era una especie de ballesta (grande, con un arco de unos 4 metros) que habría ideado el matemático e inventor Ctesibio y podía lanzar piedras de 18 kilos a más de 200 metros de distancia.
El primer artefacto de torsión habría aparecido a finales de ese tercer siglo, pues un inventario de la Calcoteca de Atenas (uno de los edificios de la Acrópolis, que servía de armería) reseña la presencia de máquinas de torsión y elementos auxiliares como pernos, proyectiles o cabello. ¿Por qué cabello? Porque era uno de los componentes de la correa, al proporcionar resistencia a la elasticidad de los tendones animales que también se empleaban para fabricar dicha correa. Lo veremos más adelante.
Se dice que Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro Magno, empleó máquinas de torsión en sus campañas, si bien es una especulación probable, más que una certeza. En cualquier caso, por esas fechas se extendió su uso por todo el Mediterráneo, perfeccionándose la técnica de fabricación. Los romanos no dispusieron de armas así hasta bien avanzada la República; Tito Livio cuenta que Escipión el Africano incautó en Nueva Cartago (la actual Cartagena española) 120 catapultas grandes, 281 pequeñas, 75 balistas y numerosos escorpiones, quedando patente su profusión en las Guerras Púnicas.
De hecho, también los romanos habían alcanzado un alto nivel en maquinaria de asedio a partir de los modelos helenos, rediseñándolos para ser desmontables y facilitar su transporte, factor este último que dio lugar al nacimiento del carrobalista (una balista instalada sobre un carro, tal como se puede ver en la Columna Trajana) y al onagro (una pequeña catapulta de un solo brazo y dotada de ruedas): cada legión incorporaba una decena de las primeras y 55 de los segundos (uno por cohorte), dando lugar a la creación de especialistas en su manejo denominados ballistarii.
Vegecio, Amiano Marcelino, Procopio, Diodoro Sículo, Flavio Josefo y la obra anónima De rebus bellicis, entre otros muchos, dan testimonio de más ingenios de torsión que se fueron sumando ya en época imperial, sin que la llegada del Medievo supusiera una ruptura. Fuentes árabes, francas y sajonas mencionan balistas pero es difícil establecer con seguridad si se trataba exactamente de eso o de otras armas, dada la tendencia que había a utilizar la terminología con poco rigor; se supone que coexistieron artefactos de torsión con otros de tensión.
Ni siquiera el tratado que Mardi ibn Ali al-Tarsusi escribió para Saladino en el siglo XII y que está considerado el más completo sobre el tema, referencia más que trebuchets (trebuquetes o fundíbulos; la primera noticia sobre ellos, por cierto). Otras referencias medievales hablan también de manganas (también llamadas mangoneles, catapultas capaces de lanzar proyectiles a 400 metros aunque sin la precisión que alcanzarían luego los trebuquetes), pero lo habitual era mencionar esas máquinas de forma genérica, lo que impide saber de qué modelos se trataba con exactitud.
Algunos estudiosos del siglo XIX opinaban que en la Edad Media hubo un retroceso tecnológico en ese campo debido a la dificultad de encontrar tendones y piezas metálicas (por ejemplo, las arandelas de protección por las que pasaba la madeja para no deshilacharse por el roce con la madera), por lo que se habría vuelto a los ingenios de tensión y contrapeso; apoyaría esa tesis la ausencia de registro arqueológico. Sin embargo, avanzada esa centuria surgieron voces discrepantes que lo niegan considerando que la falta de pruebas materiales no basta, dadas las documentales que, además, contaban con ilustraciones mostrando su aspecto. El debate sigue vigente.
Efectivamente, al tratarse de artilugios de madera, material perecedero, apenas se han conservado ejemplares de máquinas de torsión más allá de algunas partes sueltas, precisamente las que eran de metal. No obstante, alguno hay y el primer caso importante se halló en 1912 en Ampurias, apareciendo otros en la segunda mitad del siglo XX en Gornea (Turquía), Orşova (Rumanía), Cremona (Italia), Volubilis (Marruecos), Hatra (Irak), etc. Lo que sí hay a millares son proyectiles, puesto que solían ser de piedra, con pesos diversos entre 4,5 y 39 kilos.
Queda claro que la estructura de los ingenios era de madera, reforzada en puntos clave por abrazaderas metálicas. Pero además estaba la madeja, que era el elemento diferenciador del sistema de torsión respecto al de tensión. Consistía en una serie de hebras enrolladas en espiral alrededor de los bastidores, quedando tensa. Cuando había que cargar el arma se hacía girar esa madeja mediante unas manivelas a sendos lados, tensándola aún más y haciendo bajar el brazo lanzador, cuya base está sujeta entre dichas hebras. Al disparar se lograba una fuerza superior a la del sistema de tensión, que se basaba en un principio más simple: el del arco.
Decíamos antes que esa madeja se hacía a veces con tendones animales, sobre todo de caballo, y a veces con cabello humano, fundamentalmente femenino por la obvia razón de que era más largo. Ahí dependía de los gustos, pues si el griego Herón de Alejandría y el romano Vegecio coincidían en preferir el tendón, Vitruvio se decantaba por el pelo, a menudo crin equina pero en ocasiones humana si las circunstancias eran desesperadas.
Se consideraba que los mejores tendones eran los de las patas de caballo o ciervo y los de cuello de buey. Según algunos investigadores, se trataba de un material muy elástico, algo que se preservaba untando aceite de oliva o grasa; pero a la vez presentaba una gran resistencia, mucho mayor que la de una viga de madera, por ejemplo, y sin verse afectado por las altas temperaturas mediterráneas. Se calcula que la vida media de un tendón estaba entre 8 y 10 años.
Las madejas de pelo humano se conocen relacionadas con Roma, donde en los primeros tiempos las mujeres donaban su cabellera en situaciones extremas (luego lo hicieron también las cartaginesas), algo que simbolizaba su sacrificio porque llevar el pelo corto se consideraba signo de dejadez e indecencia (había que llevarlo largo pero recogido), tal como describen algunas fuentes clásicas como Virgilio. Asimismo, al igual que en el caso anterior, se untaban para protegerlas y podían combinarse con tendones para dar cohesión al conjunto.
Fuentes
De re militari (Vegecio)/Los diez libros de arquitectura (Marco Vitruvio)/The wars of Justinian (Prokopios)/Artillería y poliorcética en el mundo grecorromano (Rubén Sáez Abad)/Greek and Roman Artillery 399 BC–AD 363 (Duncan B. Campbell)(Greek and Roman artillery. Historical development (Eric William Marsden)/Proyectiles de catapulta romana procedentes de la fortificación de La Espina del Gállego (Cantabria). Estudio y tratamiento de conservación (Carmelo Fernández Ibáñez)/Wikipedia
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