Ann Elizabeth Fowler Hodges, una mujer casada de treinta y cuatro años de edad, dormía en el sofá del salón de su casa de Oak Grove (Alabama, EEUU) el 30 de noviembre de 1954 sin imaginar la que se le venía encima. Literalmente, pues de pronto, a las 12:46 (hora local) y en medio de un súbito estruendo, que la hizo despertar violentamente, sintió un agudo dolor en su cadera izquierda. El responsable de tan desagradable experiencia era un meteorito que acababa de caer sobre la vecina localidad de Sylacauga, siendo por ello bautizado con su nombre.
En el techo de la vivienda, Ann pudo atisbar el cielo por un enorme agujero; a su lado, en el suelo, una piedra negra de unos 30 centímetros de diámetro y 3,86 kilogramos de peso se perfilaba como la responsable de aquel desastre. No era más que un fragmento del meteorito en cuestión, que se había desintegrado al entrar en la atmósfera y fue a precipitarse precisamente sobre la casa de los Hodges, atravesando el tejado del edificio, construido en madera, y siguiendo luego su vertiginosa caída a través de los estantes de una alacena hasta chocar contra un gran mueble-radio (en esa época tenían un tamaño considerable) y rebotar hacia el cuerpo de la mujer.
Aunque le produjo una grave lesión y un hematoma de considerables dimensiones, podía caminar y se recuperó con el debido tratamiento. Al menos en el plano físico porque al parecer necesitó también atención psicológica. La razón no fue tanto el susto como la confusión inicial (en pleno macartismo y con el temor casi paranoico a un ataque soviético propio de la Guerra Fría) y la expectación que levantó el suceso, haciendo que docenas de periodistas se agolpasen en el porche intentando llevarse un buen reportaje y provocándole un ataque de ansiedad que requirió hospitalización.
Al fin y al cabo, se trataba del primer ser humano que resultaba herido por un cuerpo celeste. No es que no hubiera casos anteriores, pues hay unos cuantos documentados, pero en éstos los daños vinieron más de la onda expansiva que de los objetos en sí. El primero del que hay noticia ocurrió nada menos que en 1677: un fraile milanés falleció al impactar contra él un meteorito, cuenta un manuscrito conservado en la localidad italiana de Tortona, aunque no se sabe el grado de veracidad del episodio dado que no hay información científica propiamente dicha al respecto.
En cambio, sí está comprobado que un niño ugandés de 13 años resultó alcanzado por un pequeño fragmento del Meteorito Mbale el 14 de agosto de 1992, aunque antes había atravesado la copa de un árbol y eso, junto a su minúsculo tamaño (sólo 6 gramos), amortiguó tanto su fuerza que se trató de un suceso sin mayor trascendencia para la integridad física del joven. También recordamos cómo la onda expansiva del meteoro de los Urales de febrero de 2013 lesionó a más de millar y medio de personas, aparte de no dejar un cristal sano en los alrededores.
Si bien hay noticias de muchos más casos, afectando tanto a hombres como a animales, lo cierto es que no se demostraron científicamente y por tanto no se suelen tomar en consideración, de ahí que el de Ann siga considerándose único. En realidad, la probabilidad de ser alcanzado por un meteorito es muy remota y aunque los cálculos que hacen los expertos sobre ello varían bastante en función de los factores que tengan en cuenta, las cifras son verdaderamente abismales: el astrónomo Alan Harris dice que el riesgo de muerte es de uno entre 700.000; en otras estimaciones la proporción se hace, valga la ironía, astronómica.
Un meteorito es un cuerpo menor que normalmente, al entrar en nuestro planeta, va dejando una estela luminosa hasta que a una altitud aproximada de un centenar de kilómetros termina desintegrándose en múltiples fragmentos; en el caso del de Sylacauga, hubo testigos de varios estados que vieron la bola de fuego y oyeron la explosión. Pese a las apariencias, no se trata de un fenómeno infrecuente porque hay más de 32.000 meteoritos documentados, con lo que resulta fácil deducir que la cantidad de ellos caídos a la Tierra a lo largo de la Historia es inimaginable.
Volviendo a Sylacauga, el jefe de policía confiscó el objeto y se lo entregó a la Fuerza Aérea, que había desplazado un helicóptero desde la Base Maxwell hasta el lugar con ese fin para comprobar que, en efecto, no se tratase de un artefacto soviético. Quizá la cosa debería haber acabado ahí pero en EEUU la posibilidad de hacer dinero a partir de casi cualquier cosa siempre es una realidad, así que se presentaron dos reclamaciones sobre la propiedad del meteorito. Una era de los Hodges, a los que apoyaba la opinión pública. La otra, de Bertie Guy, la dueña del inmueble (ellos vivían de alquiler), que consideraba que era suyo por haber caído en su propiedad y además su venta serviría para pagar las reparaciones en el edificio.

La Fuerza Aérea cedió ante la presión popular y entregó el meteorito al matrimonio. Pero su casera no se conformó e interpuso una demanda judicial. Al final alcanzaron un acuerdo al margen de los tribunales: Guy retiraba la demanda y ellos le pagaban 500 dólares, convencidos de que podían sacar mucho más poniéndolo en venta; de hecho, rechazaron una oferta del Smithsonian Institute por considerarla insuficiente y alguna otra que alcanzó 5.000 dólares. La avaricia, como dice el refrán, rompería el saco.
Y es que, para entonces, el episodio del meteorito de Sylacauga ya había perdido actualidad y el interés de la gente se diluyó, de manera que no llegó ninguna propuesta tan buena como esperaban para recuperar la inversión. Máxime teniendo en cuenta que no tenían una pieza única: al día siguiente del suceso un granjero local llamado Julius McKinney había encontrado otro fragmento más pequeño (1,68 kilos) que sí pudo vender al Smithsonian Institute por una cantidad que le permitió comprar un coche y una casa.
Y parece ser que un tercer fragmento cayó en las inmediaciones de Childersburg, una pequeña localidad cercana a Oak Grove cuyos habitantes la consideran «la ciudad más antigua de América» porque allí vivían indígenas kymulga (pertenecientes a la Cultura Missisipiana, que se desarrolló entre años 800 y 1550) y que fue visitada en el siglo XVI por Hernando de Soto. Se ha calculado que el meteorito original que se desintegró sobre el cielo de Alabama en 1954 tendría medio metro de diámetro y procedía del asteroide 1685 Toro, descubierto en 1948.
Pero la historia de aquel aerolito (nombre que se da a los meteoritos rocosos frente a los sideritos metálicos y los litosideritos mixtos) no terminó ahí. Tuvo un curioso epílogo en el que Ann, harta de estar en el candelero mediático por la disputa judicial que mantenía con Bertie Guy sobre la propiedad del meteorito, que le estaba afectando emocionalmente (hasta el punto de necesitar cuidados psicológicos, como dijimos), convenció a su esposo para donarlo al Museo de Historia Natural de la Universidad de Alabama en 1956.
Lamentablemente, eso únicamente supuso una tranquilidad temporal. Ann sufriría una nueva crisis nerviosa y entre unas cosas y otras, diez años después terminó por separarse de Eugene. Falleció en 1972, joven, con sólo 52 años, debido a un fallo renal. Ella siempre estuvo convencida que la causa de todas sus desdichas fue aquella piedra procedente del espacio que, irónicamente, la ciencia pasó a bautizar como Hodges.
Fuentes
UA Museum to Observe 50th Anniversary of Hodges Meteorite (The University of Alabama)/The Sylacauga, Talladega County, Alabama, Aerolite: A recent meteoritic fall that injured a human being (George W. Swindel y Walter B. Jones en Meteoritics, The Journal of the Meteoritical Society and the Institute of Meteoritics of the University of New Mexico)/It happened in Alabama (Jackie Sheckler Finch)/Forgotten tales of Alabama (Kelly Kazek)/Wikipedia
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