La RAE define la palabra sicario como «asesino asalariado» y, de hecho, hoy tendemos a aplicarla en ese sentido en diferentes contextos. Sin embargo el origen del término es el latín sicarius (en plural sicarii), una referencia a un tipo de daga o espada corta, la sica, que utilizaba un grupo de fanáticos judíos que en el siglo I d.C. atentaban contra los legionarios romanos y sus simpatizantes.

En realidad, la sica no era un arma hebrea sino centroeuropea, empleada desde la etapa final de la Edad del Bronce por los pueblos tracio, dacio e ilirio (los ejemplares conservados proceden de países como Serbia, Rumanía, Bosnia, Bulgaria o Albania), tal como muestran los relieves de la Columna Trajana, por ejemplo, en los que se ve a Decébalo dándose muerte con una. La sica se caracterizaba por su hoja curva, cuya longitud oscilaba dependiendo del tipo pero que solía rondar entre treinta y cuarenta centímetros, siendo así una versión pequeña de la falx dacia.

Esa morfología, diseñada para herir salvando los bordes del escudo del adversario, la convirtió en el arma típica de un tipo de gladiador, el thraex o tracio, que además usaba grebas, casco con enrejado facial y un escudo llamado parmula. Éste, inspirado en el parma reducido que usaban los velites de las legiones (y la caballería), resultaba tan pequeño que eran necesarias protecciones extra en el brazo y el hombro que manejaban la sica. El thraex solía enfrentarse al murmillo, que tenía un escudo muy grande, de ahí que se le dotara de la sica para poder superarlo.

Ahora bien, la daga ha pasado a la Historia vinculada, sobre todo, a los sicarii, a los que dio nombre. Para ser exactos, no se trataba del mismo arma, ya que la de los sicarios era más pequeña, de manera que pudiera esconderse entre los pliegues de la ropa, pero los romanos vieron cierto parecido entre su hoja curva y la de la sica y lea llamaron de igual manera. ¿Qué eran exactamente los sicarios? Básicamente, asesinos teñidos de fuerte nacionalismo contra la dominación de Roma y que llevaban a cabo atentados contra sus representantes o incluso contra compatriotas que no se comprometieran con la causa.

Solían aprovechar las multitudes -especialmente los días festivos- para acercarse a sus víctimas, sacar la daga y matarlas, para luego huir en medio de la confusión. Por eso, en la práctica, se extendía la aplicación de esa denominación a los criminales en general, tal como reflejó la Lex Cornelia de Sicariis et Veneficiis (Ley Cornelia sobre Apuñaladores y Envenenadores), una reglamentación promulgada por Sila durante su dictadura, mucho antes de que se diera el episodio del que vamos a hablar a continuación, el ocurrido en la Judea romana imperial.

Entre los años 66 y 73 d.C. estalló la Primera Guerra Judeo-Romana. La tensión entre los judíos y sus dominadores había empezado desde el primer momento de la conversión de Judea en provincia, y la designación del idumeo Herodes el Grande como rey no hizo sino agravarla, aunque, a la vez, el nombramiento sirvió para contenerla porque se trataba de un monarca tan odiado como temido. Pero a la muerte de Herodes los movimientos revolucionarios cristalizaron en el crisol zelote, un grupo nacionalista y teocrático que, frente a la actitud de otros como los saduceos o los fariseos, también antirromanos pero más sumisos, abogaba por la insurrección.

Es curioso señalar que uno de los doce apóstoles de Jesús de Nazaret, Simón, era apodado el Zelote, al menos en el Evangelio de Lucas y en los Hechos de los apóstoles. Cierto es que probablemente se trate de una traducción errónea, ya que ese movimiento aún tardaría tres décadas en surgir y algunos historiadores opinan que quizá el apodo de Simón pretendía expresarse literalmente (zelote significa celoso). Más curioso aún resulta que de otro apóstol, Judas Iscariote, se dijera que era un sicario. De nuevo hay más que dudas por la cronología y, en todo caso, aludiría a otra secta de naturaleza diferente, una especie de insumisos al censo mandado elaborar por el gobernador Publio Sulpicio Quirinio -el mismo por el que José y María acabaron en Belén- y que supuso una revuelta armada.

Avancemos otra vez al año 66. Las causas del levantamiento fueron varias, como siempre. A la abundancia de movimientos mesiánicos, como la Cuarta Filosofía, se sumaban la precaria situación de un campesinado arruinado y endeudado, una retahíla de impuestos que impedía salir de esa situación a los pocos que conservaban unas tierras medio estériles y la proliferación de un bandolerismo social con bandas de cientos de integrantes, muchos abocados a ello por la situación económica. Un polvorín, como lo describe el historiador Neil Faulkner.

Cuando las autoridades romanas trataron de mantenerse al margen de una violenta disputa entre griegos y judíos, y al saberse después que el procurador había desviado parte del tesoro del Templo a sus bolsillos, la población se alzó en armas exhortada por un incendiario discurso de Eleazar Ben Ananías, hijo del sumo sacerdote. El rey Herodes Agripa II, biznieto del Grande, tuvo que huir y las legiones del legado Cayo Cestio Galio, reunidas en Acre, marcharon sobre Jerusalén para sofocar la revuelta.

No fue tarea fácil y la Legio XII Fulminata cayó en una emboscada, por eso la represión posterior se realizó a sangre y fuego. El general Vespasiano tomó el mando de otras cuatro legiones y aplastó la resistencia, que se hizo fuerte en Jerusalén. Vespasiano tuvo que marchar a Roma para proclamarse emperador, dejando a su hijo Tito encargado de tomar la ciudad y poner fin a la guerra. Lo consiguió en el año 70 d.C., pero antes los romanos tuvieron que enfrentarse a un tipo de combatiente al que no estaban acostumbrados.

Eran los citados sicarii, un grupo organizado integrado en el sector más fanático, el zelote, y cuyos miembros no sólo se habían destacado desde el primer momento entre los principales incitadores a la rebelión sino que habían predicado con el ejemplo de la manera más sangrienta: asesinando, secuestrando, destruyendo… Lo que hoy en día se consideraría terrorismo, no tanto resistencia, porque sus acciones a menudo eran indiscriminadas y carentes de escrúpulos, con la finalidad de crear un estado de miedo. Por ejemplo, cuando atacaron la aldea de Ein Gedi (un oasis cercano al Mar Muerto) mataron a setecientas personas sin excluir mujeres ni niños.

Por supuesto, siempre hay que tener en cuenta la credibilidad de la fuente historiográfica. En este caso no debería haber mucho problema, pues la más importante es La guerra de los judíos que escribió Flavio Josefo, un fariseo que durante la contienda fue designado por el Sanedrín comandante en jefe de Galilea, defendiendo durante seis semanas la fortaleza de Josapata hasta que tuvo que rendirse. Salvó la vida porque a Vespasiano, que le había llamado a su presencia al percatarse de su formación intelectual, le profetizó que sería emperador.

Entonces fue liberado y, a partir de ahí, el que hasta entonces se llamaba Yosef ben Mattityah se romanizó trocando su nombre por el de sus captores (Tito Flavio Josefo) y uniéndose a las legiones como cronista y mediador. Después marcharía a la metrópoli, donde se instaló y trabajó el resto de su vida, falleciendo hacia el año 100. Pero ésa es otra historia y el caso es que los siete volúmenes de La guerra de los judíos constituyen la obra de referencia para conocer los hechos, procurando una imposible objetividad.

Josefo no tiene una visión positiva de zelotes ni de sicarios, comparándolos con simples bandidos y atribuyendo a los segundos una serie de tropelías en Jerusalén para instigar a la gente a levantarse contra Roma. Ya hemos visto que no andaban sobrados de escrúpulos, hasta el punto de que habían asesinado a Jonatán, sumo sacerdote, aunque una versión alternativa sugiere que pudo ser un plan urdido por el gobernador Antonio Felix para tener un pretexto con el que tomar represalias contra los judíos. Pero hubo más crímenes y, en efecto, los romanos aprovecharon para hacer redadas y condenar revoltosos.

En ese sentido, a menudo los sicarii secuestraban notables como rehenes para intercambiarlos por prisioneros suyos, como hicieron con el secretario de Eleazar, gobernador del recinto del Templo, para cuya liberación exigieron la de diez cautivos. Josefo explica que, pese a lo que pudiera parecer a priori, solían cumplir su palabra si el trato se llevaba a la práctica. También dice, en un confuso pasaje, que había que distinguir entre los sicarios y zelotes, aunque no explicita cuáles eran las diferencias.

Quizá se refería al mando bicéfalo que tenían, dos líderes llamados Menahem ben Yehuda y Eleazar ben Ya’ir. El primero es famoso por sus hábiles tácticas en campaña, que le permitieron derrotar y matar a casi un millar de legionarios de una guarnición romana cerca de Masadá, además de tomar la fortaleza Antonia (un bastión construido en pleno corazón de Jerusalén desde el que se dominaba la explanada del Templo y la ciudad en general) y realizar asaltos periódicos a convoyes. En cuanto a Eleazar ben Ya’ir, es conocido porque tras la caída de Jerusalén se refugió en la citada fortaleza de Masadá con un grupo de fieles de ambos sexos y resistió el asedio romano durante siete meses para, al final, suicidarse todos.

En realidad, hay otros testimonios sobre los sicarios. Uno del Talmud dice que al comenzar la guerra destruyeron los silos de Jerusalén con el objetivo de que el pueblo, ante el hambre que se avecinaría, no tuviera más remedio que luchar. Asimismo, impusieron la ley del terror en la ciudad junto a los zelotes y otras facciones exaltadas, ejecutando a todo aquel que manifestase discrepancia. Y es que formaban un movimiento minoritario y carecían de apoyo popular, pero se las arreglaron para detentar el mando hasta que las tropas de Tito los arrinconaron en el Templo, al que a continuación asaltaron sistemáticamente.

Zelotes y sicarios tuvieron que escapar como pudieron, aunque la mayoría cayó allí. Los que lo lograron, sin embargo, se enfrentaron a una realidad insoslayable: habían perdido la guerra y eso suele conllevar discordias internas. Una de ellas terminó en un altercado sangriento en el que los zelotes mataron a Menahem ben Yehuda, acusado de mesianismo y de aspirar a proclamarse rey; otros fueron los que se atrincheraron en Masadá junto a Eleazar ben Ya’ir. Los que sobrevivieron a tantos avatares se dispersaron por el extranjero.


Fuentes

Flavio Josefo, Las guerras de los judíos | E. Mary Smallwood, The Jews Under Roman Rule. From Pompey to Diocletian: a Study in Political Relations | Mark Andrew Brighton, The Sicarii in Josephus’s Judean War: Rhetorical Analysis and Historical Observations | Richard A. Horsley, Bandits, Prophets, and Messiahs: Popular Movements at the Time of Jesus | Neil Faulkner, Judea, un polvorín | Eduardo Pitillas Salañer, Sectas y mesianismo | Jonathan Price, Zealots and sicarii | Wikipedia


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