¿Cuántas veces han oído hablar de la maldición de Tutankamón? ¿De la inscripción que Howard Carter habría encontrado en la puerta de su tumba advirtiendo de que La muerte vendrá sobre alas ligeras al que estorbe la paz del faraón o La muerte golpeará con su miedo a aquel que turbe el reposo del faraón? En realidad, Carter no reseñó nada al respecto en su diario y fue la muerte de Lord Carnarvon, su mecenas, la que desató la leyenda sobre la venganza del faraón niño. ¿Que quién era Lord Carnavon? Vamos a verlo.
Se llamaba George Edward Stanhope Molyneux Herbert y había nacido en Hampshire (Inglaterra) en 1866. Obviamente, era de familia noble, hijo de un político conservador llamado Henry Herbert, conde de Carnarvon, razón por la cual el recién nacido recibió inmediatamente el título de Lord Porchester. Dejó su residencia, el fastuoso Castillo de Highclere (inmortalizado en la serie televisiva Downtown Abbey), para estudiar en los prestigiosos colegios de Eton y Trinity, en Cambridge, sucediendo a su padre como titular del condado en 1890.
Cinco años después se casó con Almina Victoria Maria Alexandra Wombwell, hija ilegítima del banquero Alfred de Rothschild, en la misma capilla de St. Margaret que solía acoger las nupcias de ilustres personalidades, caso de Catalina de Aragón o Winston Churchill, y también algún enterramiento de renombre, como los del marino Walter Raleigh y el poeta John Milton. No ha de extrañar que alguien de su alcurnia aceptase aquella unión porque, sentimientos al margen, entroncar con la familia Rothschild le vino bien para pagar las cuantiosas deudas que dejó su progenitor, gracias al medio millón de libras que sumó la dote.
Solucionado el tema económico, Carnarvon invirtió parte de su fortuna en caballos de carreras purasangre, agrandándola. Eso le permitió llevar una vida despreocupada y chic típica de la clase acomodada de entonces, que incluía dos aficiones que determinarían su futuro. Una, la de ser lo que se llamaba un sportsman; otra, el interés por la egiptología, rama arqueológica que vivía un período de esplendor desde la expedición de Napoleón a Egipto un siglo antes. Curiosamente, ambas cosas se combinarían para hacer entrar en la Historia a aquel aristócrata que, de lo contrario, no tendría más interés que para los fans de la hípica.
Y es que el deporte de moda en las dos primeras décadas del siglo XX era el automovilismo. Todos los ricos que podían permitírselo se compraban un coche y se lanzaban a toda velocidad por aquellas precarias redes viarias, diseñadas para carruajes, no para vehículos a motor, terminando a veces trágicamente. Carnarvon pudo ser uno de los primeros que perdieron la vida pero tuvo suerte.
Al menos parcialmente porque, en 1901, el accidente que sufrió al esquivar una carreta de bueyes durante una visita a Alemania (a donde se había trasladado porque el límite de velocidad era más alto que las seis millas por hora permitidas en su tierra), fue tan grave que le produjo importantes lesiones.
Cuando recibió el alta hospitalaria las secuelas resultaban patentes. La muñeca rota, la conmoción cerebral y las heridas en la boca quedaron atrás, al igual que una pérdida temporal de la visión, pero a cambio estaba medio inválido a causa de las quemaduras sufridas en las piernas y sus pulmones quedaron dañados para siempre, dificultándole la respiración. Por eso los médicos le recomendaron dejar el clima húmedo de Inglaterra y buscar un lugar más cálido y seco para residir.
Ahí apareció Egipto, su otra gran pasión, a donde empezó a desplazarse cada año para pasar el invierno, aprovechando para adquirir antigüedades con las que fue formando una colección particular. Carecía de formación al respecto, así que se dejaba aconsejar por Sir William Garstin, consejero del Ministerio de Obras Públicas, que incluso le consiguió una licencia para excavar. Sólo necesitaba un hombre sobre el terreno, alguien que tuviera los conocimientos que a él le faltaban y, sobre todo, que no estuviera mermado físicamente, por lo que pidió ayuda a Gaston Maspero, un egiptólogo francés que dirigía el Servicio de Antigüedades Egipcias. El nombre que éste le propuso fue Howard Carter.
Carter tampoco tenía estudios universitarios pero había trabajado como ayudante de los famosos arqueólogos Flinders Petrie y Edouard Naville, a cuyo lado no sólo aprendió todo lo necesario sino que alcanzó tal nivel que llegó a ser nombrado inspector de Antigüedades en El Cairo. En ese momento estaba sin trabajo después de un altercado con unos saqueadores franceses, así que aceptó encantado el mecenazgo de Carnarvon; estarían dieciséis años juntos.
Empezaron en 1907 excavando en Deir el-Bahari y en 1914 pasaron al Valle de los Reyes pero la Primera Guerra Mundial les obligó a parar hasta 1917, en que volvieron a la actividad y siguieron hasta 1922. Para entonces la falta de resultados y el convencimiento de que el valle ya no daba más de sí, habían decepcionado tanto al tullido aristócrata que decidió poner fin a su afición arqueológica; aquél sería su último año. Y cuando éste se acercaba a su fin, el 4 de noviembre, recibió un telegrama de Carter en su casa de Londres anunciándole que había hecho un «maravilloso descubrimiento», una «magnífica tumba con los sellos intactos».
El mes anterior Carter le había pedido una prórroga asumiendo él mismo los gastos, convencido de que había algo. Efectivamente, el 22 de octubre halló unos escalones que llevaban a una entrada tapiada. La derribó a golpes de pico para acceder a un estrecho pasillo cubierto de escombros, señal de que antes pasaron saqueadores por allí, pero la intuición le decía que quizá no consiguieron su objetivo. Siguiendo el protocolo habitual, mandó cegar la entrada, notificó el descubrimiento a las autoridades y avisó a su patrocinador.
Éste se presentó acompañado de su hija Evelyn y quiso visitar la tumba, bautizada como KV-62, antes de su apertura oficial. Así, despejaron nuevos escalones de la entrada y se emocionaron al ver el escarabeo de Tutankamón, un faraón del que apenas se sabía nada. La euforia se desplomó al encontrar nuevos signos del paso de saqueadores y cartuchos con los nombres de otros reyes, indicativo de que quizá aquello no fuera una tumba sino un simple depósito de ofrendas funerarias.
Pero al día siguiente descubrieron otra puerta; tenía el sello roto pero por el hueco practicado resultaba imposible que hubiera pasado un ladrón. Y como se leía de nuevo el nombre de Tutankamón, recuperaron el optmismo. Carter amplió ese hueco con un martillo y se asomó al otro lado con una vela. La escena ha sido glosada miles de veces:
-¿Ve usted algo que merezca la pena? -preguntó un ansioso Carnarvon-
-Sí, cosas maravillosas -respondió el otro con pasmo-
Entonces se asomó el mecenas con una linterna eléctrica y quedó extasiado. Una visita al Museo Arqueológico de El Cairo no basta para entender la emoción que debieron sentir los dos socios: cofres, estatuas, un diván, un trono, cuatro carros de guerra, cientos de cofrecillos, vasos de alabastro… y dos puertas más, selladas e invioladas, una de las cuales tuvieron que atravesar arrastrándose por un boquete, Carnarvon y Evelyn incluidos, aunque eso sería más adelante; el caso es que daba paso a la cámara funeraria, donde un imponente armario guardaba los tres sarcófagos, uno dentro de otro, en el último de los cuales descansaba la momia de Tutankamón con su preciosa máscara de oro.
La noticia dio la vuelta al mundo y se atribuyó el sensacional hallazgo a Carnarvon, no tanto por financiar la campaña como porque fue él quien escribió una carta al British Museum informando y lo hizo en primera persona de singular. Además, Carter se convirtió en diana para los dardos de muchos arqueólogos que le acusaban de no tener título. Carnarvon no tenía paciencia para el ritmo lento que requieren las excavaciones arqueológicas y regresó a Inglaterra mientras se terminaba de trabajar en la tumba: desescombro, fotografía, catalogación, tratamientos de preservación…
Carter y Carnarvon tuvieron una seria discusión en febrero de 1923 cuando el primero impuso su criterio de entregar el tesoro a las autoridades egipcias, pues el segundo esperaba quedarse con una parte; más por prestigio que por dinero, ya que la amortización de los gastos estaba garantizada (en 1939 el gobierno egipcio expropiaría la tumba y su contenido pagando una indemnización a los Carnarvon). Finalmente se reconciliaron y reanudaron los trabajos, que habían interrumpido por eso. Pero estaba a punto de terminar su fecunda asociación y empezar la leyenda. Y la culpa fue de un mosquito.
Tras una de aquellas discusiones, Carnarvon había dejado la casa de Carter, de quien era invitado, para instalarse en el Hotel Winter Palace de Luxor. La mañana del 19 de marzo se despertó con cuarenta grados de fiebre que atribuyó a una infección causada por una picadura de mosquito que se cortó al afeitarse. Desoyendo los consejos médicos de reposar, no beber alcohol y tomar la medicación prescrita ad hoc, a lo largo de la semana fue empeorando hasta que tuvieron que trasladarlo a El Cairo, donde murió en una habitación del Hotel Continental-Savoy el 5 de abril.
El fallecimiento abrió la puerta a la historia de la maldición de Tutankamón, todo un filón para la prensa sensacionalista, que empezó a relacionar con ello presuntas muertes de gente que había trabajado en la excavación: desde algunos operarios egipcios a curiosos que habían visitado la tumba, pasando por el ayudante de Carter y el propio hermano de Carnarvon. Lo cierto es que esos óbitos -ocho de un total de cincuenta y ocho personas implicadas- no llegaron todos juntos sino que se prolongaron a lo largo de varios años, lo que resulta bastante natural. El mismo Carter fue «matado» por un periódico norteamericano que se equivocó con alguien que tenía el mismo nombre.
El asunto fue creciendo de tamaño y adquiriendo detalles cada vez más fantasiosos nunca demostrados: se dijo que, en su último suspiro, Carnarvon había gritado que un cuervo (asimilado a la diosa Nejbet) le clavaba las garras en la cara, que en ese momento falleció también su perra en Londres, que se fue la luz en todo El Cairo, que su canario fue devorado por una cobra y que en la momia del faraón se encontró una herida exactamente en el mismo punto del cuello donde estaba el presunto grano. Asimismo, muchos videntes y espiritistas, que estaban de moda en esos años, hicieron su agosto asegurando que lo habían predicho. Hasta Sir Arthur Conan Doyle, totalmente crédulo en esos temas por el deseo de contactar con su hijo muerto prematuramente, se hizo eco.
Ya en la época se intentó desmentir la existencia de la maldición y el argumento más evidente era que el principal responsable de violar el descanso eterno de Tutankamón, Howard Carter, no sólo no se vio afectado sino que se convirtió en una figura mundial de la arqueología y vivió hasta 1939. Podríamos añadir a los miles y miles de turistas que han visitado el sitio desde entonces.
Fueron y son varias las explicaciones dadas al final de Lord Carnarvon. Se barajaron hipótesis como la de la septicemia y las micotoxinas (hongos que habría en la tumba) pero actualmente se cree que la muerte de Lord Carnarvon no tuvo nada que ver con aquel pequeño hipogeo del Valle de los Reyes.
Un estudio de la revista médica The Lancet sugiere que fue un fallo multiorgánico debido a una neumonía, originada a su vez por una erisipela (infección por estreptococos que afecta a la piel y a los vasos linfáticos), a la que sería especialmente sensible por su debilitado sistema inmunológico.
Lady Almina, su viuda, repatrió los restos mortales a Inglaterra y les dio sepultura en una colina de su finca de Hamphshire llamada Beacon Hill, en un sencillo enterramiento consistente en una lápida sobre la hierba rodeada por una valla. Se cuenta que al término de los fastos fúnebres, una médium se acercó a su hijo, Henry Hebert, y le advirtió de que nunca se acercase al sepulcro de su padre para que no le pasase la maldición… y que el joven nuevo conde le hizo caso.
Fuentes
Howard Carter y A.C. Mace, The Tomb of Tut-Ankh-Amen: Discovered by the Late Earl of Carnarvon and Howard Carter | G. Elliot Smith,Tutankhamen & The Discovery of His Tomb | Brian Fagan, Lord and Pharaoh: Carnarvon and the Search for Tutankhamun | Ann M. Cox, The death of Lord Carnarvon | Wikipedia
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