«¡Soldados!¡Desde lo alto de esas pirámides, cuarenta siglos os contemplan!» La famosa arenga de Napoléon a sus tropas antes de la batalla en la que derrotó a los mamelucos estuvo a punto de quedarse en mero testimonio de un recuerdo desaparecido apenas cuatro décadas más tarde, cuando el valí (gobernador) otomano de Egipto sugirió emplear la piedra de esos monumentos como material en las obras del Canal de Suez. Lo impidió su ingeniero jefe recurriendo a un truco para evitar ser destituido por contradecirle. Linant Pachá fue ese hombre al que debemos la supervivencia de las pirámides de Giza… ¿o quizá no? Veámoslo.

Para ser exactos, su nombre era Louis Maurice Adolphe Linant de Bellefonds, nacido en Lorient (Francia) en 1798, hijo de un marino mercante que procuró darle una buena formación académica, especialmente en aquellas disciplinas que le podían venir bien para una vida como navegante, caso de las matemáticas o el arte (dibujo y pintura, importantes en los viajes de exploración, cada vez mas numerosos). La razón fue que Antoine-Marie, que tal era la gracia del progenitor, empezó a llevarse a su vástago consigo a bordo.

Así, antes de cumplir quince años ya acreditaba una notable experiencia en la mar y había estado en sitios tan lejanos como Terranova. Aunque al joven Linant no le entusiasmaba aquel oficio, pues lo que realmente le gustaba era la cartografía -trazar mapas, dibujar cartas náuticas…-, en 1815 aprobó los exámenes y se embarcó como guardiamarina en la fragata Cléopâtre, con la que recorrió el Mediterráneo oriental visitando Grecia, Siria, Palestina y Egipto.

Precisamente en el barco conoció a Auguste de Forbin, director de la expedición, un artista que con el tiempo alcanzaría la fama y llegaría a ser director del Museo del Louvre. Sin embargo, no fue éste el que determinó su futuro sino otro y por omisión: el pintor Léon Matthieu Cochereau, que falleció durante la singladura y Linant fue designado como sustituto. Ello le dio la oportunidad de plasmar con sus pinceles las ruinas arqueológicas de lugares como Atenas, Constantinopla, Éfeso, Acre o Jerusalén.

También tuvo la oportunidad de sumarse a una caravana de camellos que iba a Jaffa, así como navegar por el Nilo hasta El Cairo. En la capital egipcia terminaba la misión, de manera que la Cléopâtre debía regresar a Francia, pero Linant decidió aceptar la oferta que le hizo el valí de Egipto, Mehmet Alí, de trabajar para él, gracias a la carta de recomendación que a tal efecto le facilitó el citado Forbin. Así, en 1818 empezaba una nueva vida para aquel joven, trocando la inmensidad del océano por la de los desiertos, el agua por la arena.

Fruto de ello fueron una serie de exploraciones que se desarrollaron a lo largo de una docena de años. La primera, entre 1818 y 1819, le llevó más allá de la primera catarata, a la Baja Nubia. En 1820 se unió a la expedición que organizó el cónsul francés Bernardino Drovetti al oasis de Siwa, famoso porque allí estaba el oráculo de Amón que consultó Alejandro Magno para ver cómo le desvelaba su carácter divino y su derecho al trono egipcio. Ese rincón perdido en medio del desierto libio, redescubierto unas décadas antes por viajeros occidentales y visitado por el célebre Giovanni Battista Belzoni el año anterior, quedó plasmado por Linant en varios dibujos que ilustraron el libro Voyage à l’Oasis de Syouah, de E. Jomard, publicado en 1823.

Pocos meses después acompañó al italiano Alessandro Ricci al Sinaí, recorriendo su costa este hasta Maghara para hacer bocetos de los jeroglíficos. El plan era seguir hacia Petra pero aquella región se había rebelado contra el dominio otomano, así que no era segura, optando por retornar a El Cairo; eso sí, pasaron por Sarbout el-Khalem y dibujaron sus monumentos. No obstante, la idea de ver personalmente la maravillosa ciudad labrada en piedra quedó en la mente de Linant y recopiló información de los beduinos para volver a intentarlo en el futuro.

En 1821 hizo dos viajes. El primero a El Fayum y el segundo al Sudán, donde debía recopilar información geográfica y documentar su patrimonio monumental por encargo del egiptólogo y aventurero inglés William John Bankes. Trece meses duró la misión, que le permitió descubrir las ruinas de Messaourat y Naga poco antes de que llegara el naturalista y geólogo Frédéric Cailliaud, en misión para Mehmet Alí, y se convirtiera en el primer europeo en alcanzar la ciudad de Meroe, la antigua capital del Reino de Kush, que proporcionó las dinastías de faraones negros a Egipto y es famosa por sus agudas pirámides.

A continuación, Linant hizo un alto en aquel nomadeo exótico para ir a Londres, donde en 1824 contactó con la African Company, que años atrás había financiado un viaje al fallecido arabista suizo Jean Louis Burckhardt (descubridor de Petra y los templos de Abu Simbel) y estaba dispuesta a hacerlo también con él. Su objetivo pronto se convertiría en una obsesión decimonónica: descubrir las fuentes del Nilo. Linant se puso en marcha en 1827 y llegó hasta el Nilo Blanco pero la hostilidad de los pueblos locales, con los que libró una escaramuza, le obligó a retroceder y, finalmente, renunciar.

Volvió a intentarlo en 1831 con patrocinio de la Société de Géographie de París, aunque no obtuvo permiso del valí que, a cambio, le envió a buscar las minas de oro de Atbai. Entremedias, en 1828, entabló amistad con el arqueólogo Léon de Laborde, junto al que por fin pudo ver Petra en persona; el resultado fue un libro publicado diez años más tarde bajo el título Voyage en Asie Mineure (Viaje por Asia Menor). Para ello tuvo que atravesar otra vez el Sinaí, en esta ocasión por el istmo de Suez, donde su mente empezó a darle vueltas al viejo proyecto egipcio y romano de comunicar el Mediterráneo con el Mar Rojo, ahora que estaba demostrado que en realidad no había los nueve metros de diferencia que echaron atrás a los ingenieros de Napoleón.

Ya en 1822 había estudiado los restos del Canal de Trajano y explorado el terreno pero ahora que lo conocía mejor la cosa iba tomando forma, por eso al finalizar su contrato con la African Company decidió quedarse en la península estudiando todo lo que creía necesario en materia de ingeniería para proponerle a Mehmet Alí la construcción de un canal. Esa preparación dio un paso adelante en 1831, cuando el valí le nombró ingeniero jefe de Obras Públicas del alto Egipto. No era un cargo hueco porque el mandatario otomano estaba embarcado en una intensa política de industrialización del país, en un esfuerzo por modernizarlo.

Además de una importante reforma educativa y otra agraria, el gobierno adaptó la administración a los nuevos tiempos, introdujo cambios a la europea en el ejército y desarrolló una intensa campaña de trabajos en redes de transporte y comunicaciones, abriendo canales de irrigación y construyendo una serie de represas en el Nilo. Esto último sería lo que llevó a Mehmet Alí a la idea de desmontar las pirámides de Giza piedra por piedra y aprovechar los bloques ya cortados. Presuntamente.

Así se lo sugeriría a Linant, que en 1837 ya estaba al mando absoluto del Ministerio de Instrucción Pública y que había sido nombrado bey, que si antaño era el equivalente a un gobernador provincial para esa época se trataba sólo de un título honorífico comparable al de caballero o sir británico. Linant, que llevaba tiempo pensando en la mejor forma de conectar los mares mencionados y consultando a tal efecto con el cónsul francés y el ingeniero Ferdinand de Lesseps, se encontró entonces con aquella incómoda «sugerencia» del valí.

Las piedras de las pirámides ya llevaban siglos siendo expoliadas para su aprovechamiento en construcciones diversas, por eso quedaron privadas de su revestimiento de mármol. Pero la cosa no se detuvo ahí y se les quitaban los propios bloques pétreos para otros fines. La idea de que eso pasara a ser oficial y que quedaran desmanteladas era una tortura para Linant y por partida doble, ya que si se negaba a cumplir la orden del gobernador, éste probablemente le sustituiría por otro más dispuesto a obedecer. De nuevo presuntamente.

Por tanto, tiró de astucia. En vez de decir que no o manifestar que se trataba de una barbaridad, fingió aceptar y prometió presentar un análisis financiero sobre la cuestión… y se las arregló para que en el informe final quedara claro que saldría mucho más barato extraer la piedra de una cantera que de las pirámides. Mehmet Alí quedó convencido y aquel conjunto monumental, considerado una de las siete maravillas del mundo antiguo, se salvó. A la larga, Egipto salió ganando porque Giza es uno de los rincones inexcusables para cualquier turista que visite el país. Una vez más, presuntamente.

Y ahora ¿por qué tanta presunción? Pues porque la historia del desmantelamiento de las pirámides parece ser una leyenda de tintes colonialistas, más que otra cosa. Hay una parte cierta, que es la referida de utilizar sus piedras para la construcción, algo que pasó también en Europa con los monumentos romanos, por ejemplo. El propio Champollion advirtió al gobierno egipcio de la pérdida de trece templos en esas circunstancias, a menudo por iniciativa de los fellahin (campesinos) pero otra por orden de los gobernadores.

No obstante, fue el ingeniero y egiptólogo armenio Joseph Hekekyan el primero en incubar la idea de aprovechar las piedras de las pirámides, tal como reflejó en su diario. Y cuando el pensador francés Barthélemy Prosper Enfantin dio a conocer el presunto plan del valí el mundo se indignó sin tener en cuenta que a Enfantin le parecía una idea «poética» que el Hombre pudiera hacer lo que no pudo el tiempo: volver a darle uso a aquel material. El detalle está en que ningún artículo de la época menciona el papel salvador de Linant y él mismo es la única fuente al respecto.

Más aún, algunas noticias contemporáneas a los hechos atribuyen el ardid al cónsul francés, Jean-François Mimaut, un hombre interesado en la egiptología y con fama de preocuparse por ese patrimonio pero que cuando fue relevado y regresó a Francia lo hizo con una imponente colección de piezas sacadas del país sin informar a las autoridades. Algo que no sólo no se le reprochó en Europa sino que le hizo ganarse buena fama de salvador de la arqueología, aún cuando muchas de esas piezas fueron obtenidas a costa de grandes destrozos.

Por contra, se propagó la idea de que los egipcios, y por ende otros pueblos colonizados, no se preocupaban por sus monumentos. Podía ser verdad en algunos casos (los extremistas religiosos consideraban idólatra aquel pasado) pero no era general y, de hecho, Mehmet Alí promulgó en 1835 la ley de exportación de antigüedades para enojo de los arqueólogos y coleccionistas occidentales, que hasta entonces obraban a su antojo por tener más conocimientos (por no hablar de la destrucción de templos y tumbas por parte de las tropas napoleónicas). Las crónicas suelen presentar al valí como un otomano obtuso al que Linant tuvo que explicar que las pirámides se construyeron de abajo a arriba o que interpretaba como signos cabalísticos los números del informe de su ingeniero.

Mehmet Alí murió en 1848 pero Linant conservó el puesto, lo que le permitió presentar el plan de un Canal de los dos mares a la Compagnie Péninsulaire et Orientale en 1841 y tres años más tarde al mismo Lesseps. Entusiasmado con el proyecto, éste consiguió del nuevo valí, Mehmet Said, una concesión para que la Compagnie Universelle du Canal Maritime de Suez iniciara las obras. Linant alternó labores de ingeniero jefe con las de su cargo de ministro hasta 1869, en que se retiró. Se quedó a vivir en Egipto, escribió sus memorias y en 1873 recibió otra distinción, la de pachá.

Falleció en 1883 y su memoria se conserva hoy en muchos nombres de calles y lugares egipcios, aunque la fama sobre la creación del Canal de Suez la monopolizara Ferdinand de Lesseps. Él hizo otro tanto con la historia (¿verdad? ¿leyenda?) del salvamento de las pirámides.


Fuentes

Marcel Kurz y Pascuale Linant de Bellefonds, Travellers in Egypt | Richard A. Lobban, Jr, Historical Dictionary of Ancient and Medieval Nubia | Dolores Luna-Guinot, Diálogo de emperatrices | Zachary Karabell, Parting the Desert: The Creation of the Suez Canal | S. C. Burchell, The Suez Canal | Michael Press, The Colonialist Myth of the Frenchman Who “Saved” the Pyramids | Wikipedia


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