Es posible que muchos lectores hayan visto la película 21 gramos (Alejandro González Iñárritu), en la que Sean Penn, Naomi Watts y Benicio Del Toro, entre otros, interpretan una serie de historias cruzadas en torno a un accidente automovilístico. Guillermo Arriaga, el guionista, tomó el título de un episodio histórico que ya había contado en 1931 el escritor francés André Maurois en su novela Le peseur d’âmes (El pesador de almas): el experimento realizado a principios del siglo XX por el doctor Duncan MacDougall, con el que pretendía demostrar su teoría de que el peso que las personas pierden al fallecer se debe al alma que se libera del cuerpo.

Duncan MacDougall ejercía la medicina en Haverhill, Massachusets. Nacido en 1886, su etapa anterior como galeno no tiene mayor trascendencia. Es a partir de 1901 cuando entra en la Historia al plantear la hipótesis de que la leve pérdida de peso que experimentan los cadáveres al poco del óbito podría deberse a la marcha del alma, lo que implicaría que ésta no sólo existiría sino que tendría masa y por tanto, podría medirse.

Tan inaudito planteamiento no hubiera tenido mayor trascendencia de no ser porque MacDougall se propuso demostrarlo científicamente, siguiendo la línea de experimentos grotescos propia del momento (algunos los vimos aquí).

Para ello seleccionó a seis pacientes de residencias de ancianos que estaban a punto de morir. Tenían edades, orígenes y enfermedades diferentes, estando cuatro enfermos de tuberculosis, otro de diabetes en estado avanzado y el restante de una afección no especificada. Cuando uno entraba ya en fase agónica lo trasladaba a una cama especial, especialmente diseñada para calcular el peso del paciente con todo lo demás, desde su ropa a las sábanas y mantas. Su precisión era industrial, con un mínimo margen de error de 0,28 gramos.

El primer sujeto en morir fue perdiendo peso a un ritmo de una onza por hora (28,7 gramos), hasta que dejó de respirar y la cantidad se disparó de pronto a 0,75 onzas (21,2 gramos). El segundo perdió 0,50 onzas (14,17 gramos) pero después de auscultarle volvieron a pesarlo y el registro aumentó a onza y media (43,5 gramos). El tercero perdió media onza, que un poco más tarde pasó a ser una completa (28,7 gramos).

El cuarto fue descartado del estudio porque en el momento fatídico la cama-báscula no estaba debidamente ajustada. Al fallecer, el quinto bajó tres octavos de onza que luego recuperó para volver a perderlos poco a poco minutos después. Finalmente, el sexto también tuvo que excluirse de la investigación porque perdió la vida antes de que se pudiera ajustar la cama.

Paralelamente a la investigación con los ancianos, MacDougall llevó a cabo otra con quince perros. Se supone que los animales no tienen alma o, al menos, no de la misma categoría que el Hombre, por lo que podía ser interesante comprobar los resultados. Se dice que no encontró suficientes canes enfermos, por lo que él mismo se vio obligado a sacrificarlos con algún fármaco. En cualquier caso, consignó que los cuerpos de los perros no experimentaron una pérdida de peso apreciable.

Las conclusiones del estudio no se publicaron hasta seis años después. Fue en abril de 1907, en las prestigiosas revistas Journal of the American Society for Psychical Research y American Medicine, bajo el pomposo título The Soul: Hypothesis Concerning Soul Substance Together with Experimental Evidence of the Existance of Such Substance (El alma: hipótesis relativa a la sustancia del alma junto a una evidencia experimental de la existencia de dicha sustancia). Pero el mes anterior The New York Times ya había tenido acceso al texto, publicando un artículo titulado Soul has weight, physician thinks (El alma tiene peso, opina un médico).

Inmediatamente, la comunidad científica rechazó de plano el trabajo de MacDougall por considerarlo defectuoso en fondo y forma. Criticaron su sistema de pesaje, al que consideraban insuficientemente exacto para un objetivo de esas características, así como el escaso número de sujetos empleados, que se quedaba muy lejos del mínimo idóneo; respecto a esto último, el propio MacDougall reconoció que debería repetirse la investigación con un número de pacientes adecuado. También se le reprochó utilizar los datos de forma selectiva, como elegir los 21 gramos del primer paciente como resultado efectivo sin tener en cuenta los demás.

El reputado médico Augustus P. Clarke advirtió que en el momento del óbito se produce un aumento repentino de la temperatura corporal debido a que los pulmones dejan de introducir aire, lo que provoca una sudoración póstuma; esos 21 gramos que faltaban podían obedecer a ese agua perdida.

Asimismo, explicó que los perros carecen de glándulas sudoríparas, por lo que al morir no perderían peso por ellas, como los humanos. MacDougall le replicó que aparte de parar los pulmones también lo hacía el corazón y, por tanto, no se produciría tal calentamiento al no haber circulación sanguínea. Se inició así un interesante debate entre ambos galenos en las páginas de American Medicine que se prolongó durante varios meses.

Hoy en día, claro, la hipótesis de los 21 gramos del alma está descartada por el mundo académico. Se considera que en 1901 no había tecnología para declarar con exactitud el momento de la muerte, que las conclusiones se dedujeron del análisis de un único paciente obviando los demás, que el número de sujetos de la muestra era demasiado pequeño para considerarla significativa y que el método empleado para pesar los cuerpos carecía de la precisión adecuada. Es decir, las mismas objeciones que ya se habían hecho en 1908.

En cuanto a MacDougall, no se dio por vencido e insistió en su idea de cuantificar el alma, sólo que cambiando el punto de vista. Así, en 1911 se le ocurrió intentar obtener fotografías de almas en el momento de dejar el cuerpo y aseguró haber plasmado «una luz parecida a la del éter interestelar». Puede sonar un tanto estrambótico pero en esa segunda década del siglo XX en la que se habían puesta de moda la teosofía, la parapsicología, el ocultismo, el espiritismo y otras pseudociencias, se creía que la fotografía era capaz de captar lo que el ojo humano no podía ver.

De hecho, unos pocos años más tarde, en 1918, se produjo el famoso caso de las Hadas de Cottingley, en la que unas niñas mostraron unas fotos suyas jugando con esos personajillos mitológicos. El célebre escritor Sir Arthur Conan Doyle traicionó el espíritu de su principal personaje, Sherlock Holmes, dando por bueno aquel montaje (por si queda alguna duda, las niñas, ya ancianas, confesaron en 1981 que de tal se trataba), aunque en su descargo cabe decir que estaba un tanto desquiciado con la posibilidad de ponerse en contacto con su hijo, muerto prematuramente.

Más aún, por si no bastase la fotografía, MacDougall probó también con los rayos X, que William Röntgen había descubierto no hacía mucho, en 1895. Empleando un aparato radiológico, el pertinaz galeno revisó minuciosamente los cuerpos de varias personas a punto de fallecer y aseguró a The New York Times que había logrado ver el alma en doce casos. Por lo demás, no volvió a repetir el experimento del peso y sólo pudo averiguar la verdad el 15 de octubre de 1920; de primera mano, pues fue la fecha en que murió.


Fuentes

Duncan Macdougall, The Soul. Hypothesis Concerning Soul Substance Together with Experimental Evidence of The Existence of Such Substance | Len Fisher, Weighing the Soul: Scientific Discovery from the Brilliant to the Bizarre | Michael T. Santini, Venus: Don’T Go There: What Science and Religion Reveal About Life After Death | Ben Thomas, The Man Who Tried to Weigh the Soul | Wikipedia


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