¿Cuándo logró volar el Hombre por primera vez? La pregunta se puede matizar porque habría que especificar si se refiere a vuelo libre o a motor; es curioso que en ambos casos la respuesta sea una pareja de hermanos, los Montgolfier o los Wright respectivamente. Pero para llegar hasta ellos fue necesaria una larga lista de pioneros y uno de los que figurarían por méritos propios fue Abbás Ibn Firnás, que además era andalusí, rondeño para más señas.
Supongo que todo el mundo conoce la historia de Ícaro: el hijo que Dédalo tuvo con Náucrate, una esclava del rey Minos de Creta, de la que se enamoró mientras construía para el monarca un laberinto donde recluir al vástago de éste, el famoso Minotauro.
Al acabar las obras, Minos decretó su retención en la isla para que no divulgaran la salida del laberinto pero Dédalo construyó unas alas para cada uno pegando plumas de ave con cera y ambos escaparon volando, aunque Ícaro terminó muriendo en el mar porque al alcanzar demasiada altitud el sol derritió la cera de las suyas.
Este mito es, sobre todo, una fábula moralizante sobre el peligro de aspirar a igualar a los dioses, un poco a la manera del de la Torre de Babel. Pero también refleja el ancestral anhelo humano por conquistar el cielo, un medio para el que el ser humano no ha sido dotado por la Naturaleza y que, por tanto, como decía Isaac Asimov, constituye la culminación de su desarrollo.
Buena prueba de ese empeño obsesivo, a pesar de resultar aparentemente imposible, es que tenemos noticias de varios intentos en lugares tan alejados entre sí como la Antigua Grecia, China, la Península Ibérica o Turquía (donde ya vimos en otro artículo el caso de Lagâri Hasan Çelebi, que usó un cohete y unas alas para sobrevolar el Cuerno de Oro ¡en 1633!).
Es el caso de Arquitas de Tarento, un sabio que vivió a caballo entre los siglos IV y V a.C., contemporáneo de Platón pues, quien fabricó lo que bautizó como perisfera, un ingenio con forma de ave que, según dicen, pudo volar dos centenares de metros impulsándose con un chorro de aire del que ignoramos cómo se generaba. Un siglo mas tarde se atribuye al militar chino Zhuhe Liang la invención de la llamada Linterna de Kong Ming, un globo de papel de seda similar a los actuales farolillos volantes, que se usaba para asustar al enemigo.
Los chinos también idearon la cometa por esa época, que es la que aporta el matiz diferencial porque, según cuentan algunos confusos testimonios, siglos después, en el VI d.C., algunos modelos se diseñaron para permitir planear a seres humanos: el emperador Gao Yang obligaba a prisioneros a lanzarse desde una torre y parece ser que al menos uno, Yuan Huangtou, hijo del anterior mandatario, consiguió sobrevivir a uno de esos intentos (aunque después fue ejecutado). Si la historia es cierta, constituyó la primera tentativa de conquistar el aire en persona.
Ahora bien una cosa era volar a la fuerza y otra hacerlo por iniciativa propia, como parte de una investigación, y ahí tenemos que avanzar un poco en la Historia hasta la Edad Media y mirar bastante más cerca, geográficamente hablando. Concretamente al Emirato de Córdoba, en el Al Ándalus del siglo IX d.C., donde aparece la extraordinaria figura de Abu l-Qāsim Abbās ibn Firnās; más conocido por su nombre simplificado de Abbás Ibn Firnás, fue quien evocó a Ícaro en toda su extensión, desde la forma de intentar volar hasta su resultado final (si bien tuvo más suerte que él como veremos).
Ibn Firnás nació en Izn-Rand Onda (la actual localidad española de Ronda, provincia de Málaga) entre los años 809 y 810 d.C., descendiente de una de las familias bereberes que probablemente habían llegado a la Península Ibérica el siglo anterior aprovechando el derrumbe del reino visigodo; de hecho, la etimología de su apellido es Afernas, bastante común en la Argelia de hoy en día. Como era habitual en los eruditos de su tiempo, dominaba varias disciplinas, desde la astronomía a la medicina, pasando por la química, la alquimia o la astrología (estas dos consideradas ciencias por entonces); también destacó en otras que debía conocer todo hombre de cultura de la época, como la filosofía, la música y la poesía.
La otra faceta de su saber que nos interesa aquí es la ingeniería, que le permitió realizar algunos inventos curiosos: al-Maqata-Maqata (una clepsidra anafórica que daba las horas diurnas y nocturnas), un sistema para tallar cuarzo (lo que evitaba tener que enviarlo a Egipto, donde se tallaba habitualmente), una compleja esfera armilar, lo que llamó piedras de lectura (lentes correctoras), un método de fabricación de vidrio incoloro (aplicado en los hornos cordobeses), un planetario con efectos visuales y sonoros que estaba en su propia vivienda… Asimismo, descifró el tratado de métrica árabe compilado por el filólogo Jalil ibn Ahmad.
También fue quien introdujo en la Península Ibérica las Zīj al-Sindhind o Grandes tablas astronómicas del Sindhind, un manual astronómico escrito en sánscrito porque procedía de la India y que fue importado hacia el año 770 d.C. por el califa de Bagdad Al-Mansur, quien ordenó su traducción al árabe al famoso traductor Muhammad al-Fazari. Con esa obra se podían calcular los movimientos de todos los cuerpos celestes conocidos en la época (sol, luna, planetas), además de aportar abundante información para establecer el calendario, por lo que su llegada a Europa tendría una gran importancia para los científicos occidentales posteriores.
Esta polifacética actividad convertía a Ibn Firnás en un auténtico precursor de Leonardo da Vinci (se le apodó Hakim Al Andalus, el Sabio de Al Andalus) y le abrió las puertas de la corte de Abderramán II, donde enseñó poesía a ritmo de laúd. En esos momentos, el Emirato de Córdoba era una referencia cultural y tecnológica al suplir el pergamino por papel, traer novedosos cultivos (arroz, azúcar, limón, sandía…), documentar el uso de la aguja magnética por primera vez y emplear un nuevo sistema de numeración que desplazó al romano y es el que se usa ahora. En este contexto se enmarcaría la advertencia dictada por el alfaquí sevillano Ibn Abdun:
«No deben venderse a judíos ni a cristianos libros de ciencia, salvo los que tratan de su ley porque después traducen los libros científicos y se los atribuyen a los suyos y a sus obispos, siendo así que se trata de obras musulmanas».
Por eso no es de extrañar que uno de los aeropuertos de la capital de Irak haya sido bautizado con el nombre de Abbás Ibn Firnás, como también un cráter de la Luna, uno de los puentes que cruzan el río Guadalquivir a su paso por Córdoba y el Centro Astronómico y Meteorológico de Ronda. Igualmente, su efigie aparece en tiradas de sellos de varios países (España incluida). Más aún, el mundo cristiano mostró su admiración hacia su sapiencia latinizando su grafía como Armen Firman.
Hoy hay quien opina que eran dos personas distintas y que Firman fue el inspirador de Ibn Firnás en su infancia para la idea de volar, al haber realizado una prueba de vuelo que luego imitaría el andalusí. Las fechas, sin embargo, no coinciden; habría ocurrido en el 852 d.C. y para entonces Ibn Firnás no sólo no era un niño sino que superaba la cuarentena de años de edad, por lo que sería considerado bastante mayor. Por otra parte, la principal fuente sobre su vida es el historiador argelino del siglo XVII Ahmed Mohammed al-Maqqari, que no menciona a Firman a pesar de que asegura haber consultado «muchas de las primeras fuentes ya perdidas».
Dice al-Maqqari:
«Entre otros muchas experimentos extraños que hizo, uno fue el intento de volar. Para ese propósito se cubrió de plumas y unido su cuerpo a un par de alas subió a una torre y se lanzó al aire, según el testimonio de varios cronistas de confianza que presenciaron el evento, volando una distancia considerable como si fuera un pájaro, pero al posarse de nuevo en el lugar de donde había partido le dolía mucho la espalda por no saber que los pájaros usan la cola para bajar y él olvidó poner una».
Es decir, Ibn Firnás confeccionó unas alas de madera a las que recubrió con una tela de seda, añadiendo plumas de aves rapaces (una especie de ala delta que debía tener un aspecto parecido a las que dibujaría Leonardo siglos después). A continuación subió a lo alto del desaparecido palacio de la Arruzafa (presuntamente situado en una ladera del monte Yabal al-Arusy, cerca de donde luego se construiría Medina Azahara) y ante una gran multitud invitada por él a tal efecto, saltó al abismo, consiguiendo mantenerse en el aire lo bastante como para haber pasado a la Historia.
Todo un éxito si es cierto que voló durante diez minutos, como suele leerse. Él, sin embargo, no quedó muy satisfecho porque en el momento de tomar tierra la maniobra resultó más violenta de lo previsto y, aparte de ese dolor de espalda, se rompió las dos piernas. Como dice el texto, más tarde comprendió que debía haber incorporado una cola como la de los pájaros a su ingenio para tener sustentación y reducir velocidad.
Quizá no lo hizo porque pesaba su experimento anterior, el vivido en el 852, a la edad de cuarenta y dos años, y que es el que presuntamente habría contemplado hacer a Armen Firman, aunque ya hemos visto que Firman seguramente era él mismo: saltó desde un minarete de la mezquita cordobesa usando una lona grande clavada sobre un bastidor de madera a modo de paracaídas. Sufrió algunas magulladuras al caer pero sin mayor importancia, con lo que se puede considerar aquélla la primera experiencia paracaidista con éxito documentada de la Historia.
El vuelo posterior fue en el 875, cuando ya tenía sesenta y dos años. Vivió doce más, falleciendo por tanto a una edad muy avanzada; fue en el 887, en Córdoba. Otros inventores seguirían sus pasos siendo el primero, según algunos autores, el benedictino inglés Elmer de Malmesbury, que en la primera década del segundo milenio habría logrado recorrer unos doscientos metros con un artilugio similar al del andalusí. Otro monje británico, Roger Bacon, retomó los estudios de Arquímedes sobre la relación entre sólidos y fluidos para teorizar sobre una máquina que pudiera sustentarse en el aire como lo hacen los barcos en el agua.
El cruel verso que le dedicó a Ibn Firnás un rapsoda cordobés menor que le conoció personalmente, Mu’min ibn Said, no refleja la trascendencia de aquella aventura, cuyo recuerdo ha perdurado hasta hoy; Ibn Said era enemigo suyo en la corte y por eso el tono es de burla. Paradójicamente, contribuyó a inmortalizarlo porque constituye la única fuente conservada sobre el vuelo de Ibn Firnás, aparte de la citada antes.
«¡Quiso aventajar al grifo en su vuelo,
y sólo llevaba en su cuerpo
las plumas de un buitre viejo!».
Fuentes
Lynn Townsend White, Medieval Religion and Technology: Collected Essays | John Gill, Andalucia: A Cultural History | Científicos de Al-Ándalus: Abbás Ibn Firnás | Naeem Ali, Abbas Ibn Firnas: The World’s First Pilot | Wikipedia
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