La impostura suma en la Historia una serie de episodios tan asombrosos como fascinantes y, a veces, hasta divertidos. Son multitud la cantidad de individuos que, enarbolando la desfachatez por bandera, se han abierto hueco a codazos en los libros por su descaro al asumir personalidades ajenas y vivir a costa de ello. Pero una cosa es inventarse personajes, como la princesa Caraboo o el catálogo que manejaba Stanley Clifford Weyman, y otra suplantar identidades reales. Reales en las dos acepciones de la palabra, como pasó con los llamados pseudo-nerones en la Antigua Roma.
En realidad, tampoco se trató de un caso único. Si echamos un vistazo hacia atrás, encontramos la polémica originada en el segundo cuarto del siglo pasado por una desequilibrada mental llamada Anna Anderson, que afirmaba ser la gran duquesa Anastasia, última superviviente de la familia del zar Nicolás II. La siempre misteriosa Rusia ya había alumbrado otro ejemplo en 1773, cuando un cosaco se hizo pasar por el zar Pedro III para incitar a una rebelión contra Catalina la Grande.
España tuvo sus propios casos, ambos en el siglo XVI, con el Pastelero de Madrigal y el Encubierto de Valencia, que se presentaron como el rey Sebastián I de Portugal y el nieto de los Reyes Católicos respectivamente. Y retrocediendo un par de centurias más encontramos a Pablo Paleólogo Tagaris, que decía ser Patriarca de Jerusalén y más tarde esgrimió una inexistente pertenencia a la dinastía Saboya para lograr que le nombraran Patriarca de Constantinopla.
Ahora bien, farsantes los ha habido siempre y el rastro nos lleva hasta la Antigüedad, donde el citado episodio de los pseudo-nerones constituyó un hito primigenio y de récord; primero, porque la suplantación era de todo un emperador romano; y segundo, porque no hubo uno sino tres embaucadores, nada menos. Como se puede deducir por el nombre genérico, el damnificado fue Nerón, aunque el daño lo recibió en su memoria porque ya estaba muerto. De hecho, fueron las confusas circunstancias de su óbito las que originaron todo.
Nerón Claudio César Augusto Germánico era hijo del cónsul Cneo Domicio Enobarbo, pero quedó huérfano a los tres años y su madre, Agripina (hermana de Calígula), se casó entonces con el emperador Claudio, del que era sobrina, consiguiendo que adoptase a Nerón y le convirtiera en sucesor del trono imperial en detrimento del legítimo heredero, Británico.
Accedió al cargo a los dieciséis años de edad y aunque al principio gobernó bajo el influjo materno, luego se sacudió éste, especialmente tras contraer matrimonio con Popea Sabina, que fue quien pasó a manejarle.
Nerón terminó ejecutando a Agripina, haciendo realidad dos augurios: el primero lo había realizado su padre biológico, al decir que no podía salir nada bueno de su matrimonio; el segundo fue cosa de la propia Agripina, a quien los augures habían profetizado que Nerón sería rey pero mataría a su madre, a lo que ella contestó «¡Occidat, dum imperet!» (¡Que me mate con tal de que reine!). Dos ejemplos del caprichoso mandato neroniano, del que, como pasa con el de Calígula, es difícil determinar cuánto hay de verdad y cuánto de leyenda negra.
En efecto, Nerón pasa por ser el autor del incendio de Roma -pudo serlo pero involuntariamente, no para componer odas al son de su lira-, al igual que se le atribuye mandar asesinar a su madre y a Británico, matar a Popea a patadas estando embarazada, perseguir a los cristianos… En realidad, la mayoría de las fuentes historiográficas son de autores que no eran precisamente simpatizantes suyos o de su política, como Suetonio, Tácito y Dión Casio, no pareciendo que la cuestión vaya a resolverse hoy de forma concluyente.
En cualquier caso, a caballo entre los años 67 y 68 d.C. se produjo una insurrección en la Galia Lugdunense encabezada por su gobernador, Cayo Julio Vindex. El movimiento fue sofocado y Vindex se suicidó, pero antes había pedido ayuda a Servio Sulpicio Galba, gobernador de la Tarraconense, al que el Senado apoyó para derrocar a Nerón, sobornando para ello a la Guardia Pretoriana. Nerón tuvo que escapar de Roma y, estando a punto de ser alcanzado, prefirió quitarse la vida. Su muerte fue celebrada por las clases altas -no tanto por el pueblo, al que había dado satisfacción con multitud de iniciativas en lo que se ha dado en llamar Revolución Neroniana- que procedierona aplicar la consiguiente damnatio memoriae.
Ello, junto con la información confusa respecto al cadáver, que no se le concediera un funeral digno de su alcurnia, que no fuera enterrado en el Mausoleo de Augusto con los demás emperadores de su dinastía sino en una tumba privada que los Enobarbo tenían en el monte Pincio, el complicado panorama político que se dibujó a continuación (con cuatro emperadores en un solo año: Galba, Otón, Vitelio y Vespasiano) y el juego de represión-contrarrepresión que ese tipo de situaciones llevaba acarreado; todo eso, decimos, llevó a poner de actualidad una leyenda que se conoció como Nero redivivus.
Consistía en la creencia popular de que Nerón regresaría para reclamar su trono, ya que no habría muerto sino huido a Partia, donde organizó un ejército. El rumor empezó a difundirse a finales del siglo I y se basaba en dos pilares. Por un lado, la carta astral que le hicieron al emperador al nacer, según la cual se le profetizaba que perdería su patrimonio pero lo recuperaría tras una estancia en Oriente; una de las versiones que circularon incluso detallaba el lugar de su resurgimiento, Jerusalén.
Por otro lado estaban los oráculos sibilinos, una colección de libros narrados por Sibila (una famosa pitonisa de la Antigüedad) que cronológicamente se extendían desde el siglo II a.C. hasta el V d.C. y, según se cree, estaban compilados por judíos y cristianos con el fin de atacar el paganismo romano.
De hecho, con el tiempo, la leyenda de Nero redivivus se asimiló a la llegada del Anticristo en ambientes cristianos, identificándose al fenecido emperador con la Bestia que narra el Apocalipsis al hacer coincidir el famoso número 666 con las letras del nombre de Nerón.
Pero antes ya se había extendido y asentado el mito debido a la aparición de los pseudo-nerones, que parecían confirmarlo. Suetonio y San Agustín son las fuentes principales para saber de esos impostores, que fueron tres. El primero surgió en Acaya (Grecia) muy poco después de fallecer el emperador, en el mismo 68 d.C., y la noticia corrió como un reguero de pólvora porque, al fin y al cabo, Nerón había visitado la región dos años antes con motivo de los Juegos Panhelénicos (se le hizo el honor de permitirle participar, pese a no ser griego).
Según Tácito, la proverbial credulidad de los naturales del país hizo que se dejasen engatusar con facilidad por quien describió como un esclavo o al menos liberto, quizá procedente del Ponto o acaso de la propia Italia, que consiguió reunir un grupo de adeptos entre desertores del ejército.
Con ellos se embarcó hacia Roma, pero una tormenta los arrojó contra Citnos (una isla de las Cícladas) y allí se unieron a los piratas que solían fondear en el lugar. Por lo visto, intentaron reclutar más hombres entre los legionarios que regresaban a Italia.
Enterado, Galba nombró a Lucio Nonio Calpurnio Asprenas gobernador de Galacia y Panfilia (dos regiones de Asia Menor) con la misión explícita de poner fin a aquel molesto problema. Así lo hizo; tras derrotar al impostor en combate, mandó que fuera decapitado y exhibió la cabeza por la costa del Egeo para luego enviarla a Roma como prueba material de que había cumplido el encargo. Sólo que, como habría ocasión de comprobar más adelante, al Nerón redivivo le volverían a crecer cabezas; irónicamente, ello se ajustaba a los versículos del Apocalipsis:
«Vi una de sus cabezas como herida de muerte, pero su herida mortal fue sanada».
Y es que durante el reinado de Tito (que se inició un par de décadas después) apareció otro Nerón. Éste llevando su suplantación hasta el extremo, pues al parecer se presentaba en público tañendo una lira y entonando versos. Es más, según dicen, se parecía físicamente al original y por eso logró convencer a un importante número de seguidores a los que no les importaba que su nombre auténtico fuera Terencio Máximo, un romano residente en Oriente Medio.
Hábilmente Terencio ofreció una alianza a los partos, consciente de que su rey, Artabano II, estaba resentido con Roma pese a haberse criado allí (como rehén) porque Tiberio no sólo no había apoyado sus aspiraciones al trono de Armenia sino que ayudó a la nobleza local a derrocarle en favor de Tirídates III. Aunque éste murió poco después y Artabano recuperó el poder, tuvo que firmar un tratado con Roma reconociendo su autoridad. Tener como amigo a Nerón, aunque fuera un Nerón prófugo, podía ser una baza que jugar de cara al futuro, sólo que…
…Sólo que no se trataba del verdadero Nerón, claro. Y cuando el monarca se enteró de su auténtica identidad, indignado por la burla, mandó prenderlo y ejecutarlo. Lo cuenta Dión Casio en su Historia romana, aunque la narración resulta un tanto confusa porque la cronología no corresponde con la que se maneja hoy (Artabano II reinó desde el año 10 hasta el 38, en que falleció).
No obstante, los partos tendrían oportunidad de apoyar a un tercer impostor unas décadas más tarde, durante el período de Domiciano. Tan serio fue su acuerdo que estuvo a punto de desembocar en una guerra contra el Imperio Romano. No fue así y Suetonio explica que fue ajusticiado, aunque capturarlo antes costó lo suficiente como para que el encargado de la tarea, Cayo Vetuleno Civica Cereal, gobernador de Mesia (una provincia danubiana donde operaba el pseudo-Nerón), también perdiera la vida por orden del emperador, acusado de inepto.
En realidad no se sabe si es que Civica trataba de andar con pies de plomo para impedir que las batidas contra el farsante soliviantaran a los dacios (de hecho, entre los años 86 y 89 d.C., Domiciano tendría que librar una guerra contra su jefe, Decébalo, que resultó muy dura para las legiones romanas) o si estuvo involucrado en alguna de las frecuentes conspiraciones que empezaban a menudear en el imperio. El caso es que aquel fue el último Nerón redivivo del que tenemos constancia documental.
Fuentes
Suetonio, Vidas de los doce césares | Tácito, Anales | Dión Casio, Epítomes de la Historia Romana | Javier López, La figura de la bestia entre historia y profecía. Investigación teológico-bíblica del Apocalipsis 13, 1-18 | Lindsey Davies, The Third Nero | Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma | José Manuel Roldán Hervás, Historia de Roma | Wikipedia
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