Historiográficamente, se considera el año 476 d.C. como el del final del Imperio Romano de Occidente, siendo su último emperador Rómulo Augústulo. No fue algo que ocurriera de pronto sino como resultado de un proceso evolutivo iniciado siglos atrás, a lo largo del cual Roma sufrió un debilitamiento progresivo por múltiples razones, unas exteriores y otras interiores, unas generales y otras específicas.

Y si bien las legiones no fueron ajenas a esos cambios, se esforzaron en defender aquella agónica luz de civilización hasta el último momento, protagonizando las que podemos considerar sus últimas batallas.

Desde la segunda mitad del siglo IV se había ido formando un nuevo sistema de relaciones que se basaba en la economía cerrada rural, en una villa casi independiente, muy distinta al antiguo latifundio esclavista y que constituía el primer paso hacia una nueva figura, la del feudo. Eso tuvo efectos en el colonato (la esclavitud tendió a desaparecer al costar más de lo que producía), cuyos integrantes, de clase media y baja, solían ejercer una gran movilidad para evitar los tributos y encontraron en esos miniestados una buena forma de esquivar a los recaudadores imperiales.

Rómulo Augústulo renuncia a la corona imperial en favor de Odoacro/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Para evitarlo, el estado dictó medidas que los vinculaban a la tierra, lo que repercutió en una transformación de las ciudades: pasaron a fortificarse en detrimento del comercio y la caída de éste arrastró el esclavismo porque, al no haber mercado para los productos, costaba más de lo que producía. A su vez, ello frenó la actividad monetaria en favor del pago en especie; esto último se extendió a los soldados, que, salvo los de cierto rango, pasaron a recibir parte del salario en bienes. De hecho, también ellos quedaron asimilados a una relación de servidumbre, sobre todo en las zonas fronterizas, originando unidades privadas (generalmente montadas, llamadas bucelarios).

El ejército tampoco pudo sustraerse a reformas, dando entrada en sus filas a los bárbaros, especialmente en el limes, lo que implicaba dos cosas: por un lado, se difuminaba la diferencia entre tropas fronterizas y población local; por otro, los encargados de defender el imperio de amenazas exteriores no veían a éstas como tales y, de hecho, a menudo los forasteros terminaban recibiendo licencia para instalarse en territorio imperial bajo la fórmula del foedus.

Así las cosas, los legionarios tardorromanos estaban sujetos a sus mandos por relaciones de servidumbre, lo que los acercaba más al mundo medieval que al clásico y limitaba tanto una defensa coordinada como los recursos disponibles.

Las principales invasiones bárbaras/Imagen: MapMaster en Wikimedia Commons

También habían experimentado cambios en su equipamiento, germanizándolo: se impusieron el casco segmentado sobre la gálea, la cota de malla sobre la coraza de placas, el escudo circular u ovalado sobre el de teja, la spatha sobre el gladius y la lanza larga sobre el pilum, esto último acorde con la recuperación de la formación en falange.

Fueron adaptaciones que, pese a lo que se cree, no redujeron ni su operatividad ni su eficacia y sólo al final ya el ejército empezó a verse desbordado, a menudo minado por la propia inestabilidad del imperio, envuelto en guerras internas, y la insuficiencia de fondos, resultado de lo descrito antes, que impedía disponer de los reemplazos adecuados.

Aún así, el ejército romano siguió fajándose hasta tener su canto del cisne en una serie de batallas que jalonaron esos últimos años. No se pueden reseñar todas, obviamente, así que veamos sucintamente las más destacadas del siglo V d.C.

Campos Cataláunicos (451 d.C.)

A Flavio Aecio suele llamársele el último romano y, desde luego, se le puede considerar el pilar sobre el que se sostuvo el Imperio Romano de Occidente en su etapa final. Era un genio militar que había empezado a destacar en el 427, con una campaña de dos años por la Galia que puso coto a la creciente importancia de francos y visigodos. Por entonces sólo tenía treinta y un años, pero sus victorias en Arelate (Arlés) y Narbona le supusieron ganar el cargo de magister militum, siguiendo después su imbatibilidad en otros lugares.

Su lista de enemigos derrotados incluye hunos, burgundios, francos, vándalos y visigodos. Pero también adversarios romanos; por ejemplo, el general Bonifacio, con quien se disputaba el favor de Gala Placidia, madre (y regente) del futuro Valentiniano III, terminando en guerra civil.

Los hunos en los Campos Cataláunicos (A. de Neuville)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

La ganó, claro, convirtiéndose en el hombre fuerte de Roma y mano derecha del emperador durante las siguientes dos décadas. Y en ese tiempo se adjudicó uno de sus triunfos más sonados: el que le enfrentó a los hunos en los Campos Cataláunicos (actual Chalons).

Al frente de una alianza con el visigodo Teodorico I y otros pueblos (francos, alanos y burgundios), sus tropas salieron al encuentro de las de Atila en la Galia, territorio del que éste pretendía apoderarse tras saquear varias de sus ciudades. Los hunos tampoco estaban solos, ya que les acompañaban fuerzas de reinos vasallos como los ostrogodos, los hérulos, etc. Fue, pues, un choque a gran escala que, aunque en realidad terminó en tablas, se suele considerar victoria romana porque supuso la retirada de los hunos… aunque con ello cambiarían de objetivo e invadirían Italia.

Aecio, por cierto, murió de éxito: a Valentiniano le pareció que se había vuelto demasiado poderoso y mandó asesinarlo tres años después; el emperador también fue fulminado doce meses más tarde, mientras su guardia, formada por leales a Aecio, no movía un dedo por impedirlo.

Orleans (463 d.C.)

Resulta curioso que los saqueos de Roma por los bárbaros en los años 405 y 455 se hicieran prácticamente sin necesidad de haberla derrotado previamente en batalla. En cualquier caso el nuevo emperador, Avito, decidió evitar nuevas sorpresas negociando con los visigodos, pues al fin y al cabo su rey, Teodorico II, le había ayudado a subir al trono.

Sin embargo, ni él ni su política de apaciguamiento fueron populares y terminó depuesto por el general Mayoriano, que ocupó su lugar hasta que él mismo acabó asesinado por Flavio Ricimero, el hombre fuerte de Roma, que puso en su lugar a Libio Severo (él no podía autoproclamarse por ser germano de origen).

Europa occidental en el siglo V d.C/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons Crédito: Varoon-Arya / Rowanwindwhistler / Wikimedia Commons

Ricimero, del que ya hablamos en otro artículo, se encontró con la oposición de un antiguo protegido de Mayoriano, el general Egidio, quien no reconoció a Severo y se proclamó independiente en el norte de la Galia -de la que era magister militum– apoyado por los francos, amenazando con marchar sobre Roma. Hábilmente, Ricimero se las arregló para que Teodorico II le saliera al paso abriéndole la posibilidad de extender el reino visigodo más allá del Loira. El choque se produjo en Orleans, ignorándose el tamaño de las fuerzas de los contendientes, el número de bajas registrado y cómo fue el desarrollo de la batalla. Pero los visigodos fueron derrotados y su jefe, Federico, hermano de Teodorico, perdió la vida.

Batalla naval de Cartago (468 d.C.)

Los vándalos abandonaron la Península Ibérica en el 429, cuando el emperador se la entregó a los visigodos como foederati (como antes a ellos) y se instalaron en las actuales Tánger y Ceuta, expandiéndose luego por el norte de Africa y estableciendo la capital de su nuevo reino en Cartago. En el 468, harto de sus razias, el emperador Mayoriano había llevado a cabo una operación de castigo contra ellos que se dirimió en la batalla de Cartagena, terminando con un desastre naval para la flota romana. Treinta y nueve años después, el emperador oriental León I decidió solucionar el problema con una invasión que, de paso, vengaría el saqueo de Roma que hizo el rey vándalo Genserico en el 455.

Para ello reunió una flota fabulosa, compuesta por algo más de un millar de naves en las que embarcó a diez mil soldados al mando de su cuñado, el dux Basilisco. Contaba con la colaboración del emperador occidental Artemio y del general Marcelino, que gobernaba la provincia de Iliria. Este último cumplió su misión de conquistar Cerdeña y Libia, uniendo luego sus fuerzas a las de Basilisco para avanzar sobre Cartago y enviar un ultimátum a Genserico.

El caudillo vándalo pidió tiempo para negociar las condiciones y así pudo tomar por sorpresa a los atacantes, enviándoles docenas de brulotes (barcos en llamas llenos de materiales combustibles) que provocaron una catástrofe en la flota invasora, haciéndole perder la mitad de sus efectivos.

Genserico durante el saqueo de Roma (Karl Briullov)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La victoria de Genserico provocó unas -para él- sorprendentes, sospechadas y bienvenidas consecuencias: fieles a su época, los derrotados líderes romanos se dedicaron a exterminarse entre sí; sólo se salvó Basilisco pero fue desterrado.

Soissons (486 d.C.)

La Galia volvió a ser escenario de una batalla en esa época, esta vez entre los antiguos aliados romanos y francos. El sucesor de Egidio, Afranio Siagrio, gobernaba como dux aquel territorio independizado con capital en Novidunum (actual Soissons) que se extendía entre los ríos Mosa y Loira, pero los francos salios (de la zona del Rin, actuales Países Bajos y Alemania), dirigidos por Clodoveo I, estaban en plena expansión hacia el oeste y no iban a detenerse, por lo que ya era el último retazo de poder de Roma (Rómulo Augústulo había sido depuesto por el caudillo hérulo Odoacro en el año 476).

Siagrio cautivo ante Clodoveo/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Clodoveo logró reunir a diversos pueblos francos y en un alarde de jactancia puso como punto de confluencia la ciudad de Soissons. Luego se demostró que no era petulancia sino realidad: Siagrio, vencido, tuvo que escapar a galope y pedir protección a los visigodos de Alarico II… que no olvidaban que su padre los había aplastado dos décadas antes.

Y si lo olvidaron, Clodoveo se encargó de advertirles que el Reino de Tolosa podría ser su siguiente objetivo, así que Siagrio y su corte fueron ejecutados. El Imperio Romano desapareció también de la Galia, naciendo a cambio el Reino Franco.

Monte Badon (490-517 d.C.)

Mons Badonicus era el nombre de un monte de localización indeterminada aunque situado en Britania. Allí, en una fecha inconcreta, se libró una batalla entre fuerzas britano-romanas e incursores anglosajones de los que apenas hay datos, salvo que procedían del norte.

De hecho, como es frecuente en esa época y lugar, todo es muy oscuro y sólo la obra De Excidio et Conquestu Britanniae (Sobre la ruina y conquista de Britania), del clérigo autóctono Gildas, arroja una pequeña luz sin concretar demasiado (si bien el ser coetáneo de los hechos le concede cierta credibilidad). Tampoco aquí sabemos cuántas fuerzas hubo en liza, pero sí que los defensores eran el último resto romano en la isla después de que Constantino III ordenara abandonarla a principios del siglo V.

Arturo cargando en Monte Badon (George Wooliscroft Rhead and Louis Rhead)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Según Gildas, el mando supremo del ejército recaía en Ambrosio Aureliano, un general aristócrata y cristiano al que a menudo se ha identificado como el personaje que originó la leyenda del rey Arturo y cuya historicidad está confirmada por otras fuentes, caso de la Historia Britonum.

Ignoramos si Aureliano lideró personalmente a las tropas en la batalla o delegó en algún subordinado; sí sabemos que los sajones meridionales de Aelle de Sussex (fundador del reino homónimo) se enfrentaron a varias cohortes atrincheradas en el monte Badon y a un contingente de caballería sármata.

Sorprendentemente, dada su inferioridad numérica, triunfaron los segundos, deteniendo las incursiones sajonas por un tiempo.



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