Que el continente africano fuera un lugar desconocido en su mayor parte hasta la segunda mitad del siglo XIX no quiere decir que no acumulara numerosas exploraciones para tratar de desentrañar sus misterios. Y no sólo se realizaron en la Edad Contemporánea porque el rosario de ellas se remonta hasta la Antigüedad. Por ejemplo, aquí hemos hablado de casos como la expedición enviada por Nerón a Etiopía y de las cinco, también romanas, que atravesaron el Sahel hasta las regiones del Senegal, el Níger y el Chad. Pero incluso antes hubo intentos y uno de los más famosos es el periplo egipcio-fenicio que tenía la misión de circunnavegar África.

Lo cuenta Heródoto -y sólo él porque no hay otras fuentes documentales- en Melpómene, el cuarto capítulo de su obra Los nueve libros de la Historia. Empieza en su epígrafe 41 reseñando las coordenadas de ese continente, al que por entonces se conocía como Libia y en el que no incluía propiamente a Egipto. Dice el famoso historiador griego:

«Tal es Asia y su extensión, Libia está en la otra costa, pues desde Egipto ya sigue Libia. En Egipto esta costa es estrecha, pues desde este mar hasta el mar Eritreo hay cien mil brazas, que vienen a ser mil estadios: a partir de ese estrecho es ancha por extremo Libia».

Y sigue en el epígrafe 42 refiriéndose a su enorme extensión:

«Por eso me maravillo de los que limitaron y dividieron a Libia, Asia y Europa; pues no es corta la diferencia entre ellas: porque, en largo, Europa se extiende frente a las dos juntas, pero en cuanto al ancho es para mí manifiesto que ni merece comparárseles. La Libia, en efecto, se presenta rodeada por mar, menos en el trecho por donde linda con Asia, siendo Necos, rey de Egipto, el primero de cuantos nosotros sepamos que lo demostró».

Aquí entramos en materia. El Necos que menciona era Necao II, faraón de la dinastía XXVI, hijo de Psamético I, que gobernó Egipto entre los años 610 y 595 a.C. El período de Necao se caracterizó por su victoria militar contra el Reino de Judá, al que consiguió mantener como estado vasallo, y por sus enfrentamientos con los babilonios, ante los que primero resultó derrotado en la Batalla de Carquemís pero luego logró rechazar su intento de invasión, asegurándose el control de la estratégica franja sirio-palestina.

Esto último significaba que Fenicia quedaba también bajo su órbita y, dado que allí se había desarrollado un arte de la navegación y la construcción naval sin paralelo en la Ecúmene (o sea, el mundo conocido), Necao decidió recurrir a los fenicios para llevar a cabo un ambicioso plan: circunnavegar África en busca de un paso que le permitiera pasar de oriente a occidente. No se trataba de un simple capricho; el faraón pretendía conectar ambos mundos para mejorar las relaciones comerciales.

De hecho, no era la primera empresa que acometía al respecto. Poco antes había encargado la continuación de la excavación de un canal que comunicase el Mediterráneo con el Mar Rojo para facilitar el transporte marítimo, siguiendo la idea de algunos antecesores que lo habían dejado inconcluso. Bajo Ramsés II, por ejemplo, se hicieron un centenar de kilómetros que quedaron sin terminar al descubrirse errores de cálculo. Necao retomó las obras enlazando el lago Timsah con los Lagos Amargos pero también se detuvo cuando se le advirtió que ese canal podía facilitar una invasión exterior.

Posteriormente, el persa Darío I y el romano Trajano terminarían los trabajos conectando el canal con Suez, aunque el califa Al-Mansur ordenaría cegarlo por las mismas razones estratégicas que se esgrimieron ante el faraón. Pero ésa es otra historia. Ahora hay que volver atrás porque Necao no se dio por vencido y pensó que si aquella vía artificial no era recomendable, quizá hubiera otra natural lo suficientemente alejada como para no temer desde el punto de vista militar pero, a la vez, cercana, para resultar útil desde el económico.

Dejemos que sea de nuevo Heródoto quien lo cuente:

«(…) Luego que [Necos] dejó de abrir el canal que iba desde el Nilo hasta el Golfo Arábigo, despachó en unas naves a ciertos fenicios con orden de que a la vuelta navegasen a través de las columnas de Heracles rumbo al mar Mediterráneo, y así llegasen a Egipto. Partieron, pues, los fenicios del mar Eritreo e iban navegando por el mar del Sur; cuando venía el otoño, hacían tierra, sembraban en cualquier punto de Libia en que se hallaran navegando y aguardaban la siega. Recogida la cosecha, se hacían a la mar; de suerte que, pasados dos años, al tercero doblaron las columnas de Heracles y llegaron a Egipto».

Como se puede apreciar, aquella singladura siguió la dirección opuesta a las que siglos después harían los portugueses: en vez de descender por el Océano Atlántico y doblar el Cabo de Buena Esperanza proa al este, debieron zarpar de Egipto en verano, atravesar el Mar Rojo (el Golfo Arábigo que dice Heródoto) aprovechando el viento norte y dejar atrás el Cuerno de África. Toda esa zona no les resultaba desconocida a los egipcios (que serían quienes dirigieran la operación aunque la tripulación fuera fenicia) porque comerciaban con el país de Punt (probablemente situado en la actual Etiopía) y Saba (lo que hoy es Yemen).

Navegarían hacia el sur paralelamente al litoral oriental africano, beneficiándose del monzón del noreste (que empezaba a soplar en otoño), y al pasar el ecuador entrarían en el Océano Índico aprovechando la Corriente de las Agujas (un flujo marino cálido y fuerte, que baña la franja sudoriental africana). Esa corriente les facilitó atravesar rápidamente el Canal de Mozambique para torcer ya en dirección oeste. Así doblarían el cabo, enfilando el Atlántico y tomando los vientos alisios del sureste.

Antes, el lugar donde fondearon y sembraron (seguramente trigo) debió ser la Bahía de Santa Elena, en la actual Sudáfrica. Para entonces ya llevarían un año de viaje, por lo que sería verano otra vez. De hecho, la verdadera razón para hacer un alto no era tanto cosechar como carenar los barcos. Una vez que recolectaron, hacia noviembre, reemprendieron la marcha, que aún les depararía otros dos años más hasta llegar a su destino. La Corriente de Benguela, que discurre paralela a la costa en dirección septentrional, les ayudó a subir por el Atlántico junto con el impulso de los citados alisios.

Puede que se sorprendieran al ver que el litoral se adentraba en el mar hacia el oeste formando el Golfo de Guinea pero no era un obstáculo insalvable porque otra corriente, la que precisamente denominamos de Guinea, les ayudaba a cabotear. Pero luego, en primavera, cambia de dirección y además, al retomar el rumbo norte, se encontrarían los vientos alisios del noreste -que no soplan a favor- y otra corriente contraria, la de Canarias. Ahí surgen dudas sobre la viabilidad de aquella aventura, ya que todo eso, creen algunos expertos, les impediría avanzar más allá del Cabo Bojador (en el Sáhara Occidental).

Eso no quiere decir que todo terminara ahí porque acaso continuasen por tierra, siguiendo las rutas comerciales que los fenicios habían abierto desde sus colonias norteafricanas (Cartago, Tánger, Mogador, Lixus, etc) y, al llegar a éstas, reembarcarse hacia Egipto. O, si insistimos en creer al pie de la letra el relato, pudieron recurrir a los remos para alcanzar, posiblemente, la Bahía de Arguin, en Mauritania, donde hicieron otra parada para reparar las naves y sembrar una vez más.

En ese lugar quizá entablaron contacto con los bereberes y se enteraron de la existencia de oro en la región de Bambuque (entre Senegal y Malí), noticia que probablemente incitó a fundar luego la factoría de Kerne y sería uno de los acicates de la expedición cartaginesa de Hannu. En mayo cosecharían y se harían a la mar, subiendo por la costa marroquí y aprovechando el rosario de colonias citado. Como hemos visto, Heródoto dice que atravesaron las Columnas de Hércules, es decir el Estrecho de Gibraltar, en cuyo entorno también había ciudades fenicias como Gadir (Cádiz) o Malaca (Málaga).

Navegar por el Mediterráneo hasta Egipto debió ser un juego de niños comparado con la odisea anterior. En fin, sea como fuere, por mar o por tierra, la expedición habría logrado volver al punto de partida al término de la estación estival, completando así la vuelta a África en tres años. Heródoto termina su relato diciendo:

«Y contaban lo que para mí no es creíble, aunque para otro quizá sí: que navegando alrededor de Libia habían tenido el sol a la derecha».

Se refiere, obviamente, al tramo atlántico de navegación, en el que verían el sol de mediodía al norte, detalle que paradójicamente da credibilidad a este episodio pese a que el historiador griego se mostraba escéptico porque desconocía la esfericidad de la Tierra. Pero precisamente por eso. Aún faltaban dos siglos para que naciera Eratóstenes, que fue el primero que calculó la circunferencia terrestre y además, por entonces, se pensaba que el tamaño de África era mucho menor del real (véase el mapa 1); fueron los navegantes portugueses los que demostraron que el extremo meridional del continente quedaba por debajo del Trópico de Capricornio dándole la razón a Ptolomeo, que afirmaba que las dimensiones del continente eran enormes.

Claro que, a la vez, se la quitaron; para Ptolomeo, la circunnavegación no sólo era imposible por aquel tamaño sino porque no estaba claro que hubiera un Mar Austral en la parte meridional de África (mapa 2) y, por tanto, al igual que Estrabón, Plinio y Polibio, opinaba que el relato de Heródoto era falso… hasta que Bartolomé Díaz demostró que Atlántico e Índico se conectaban y, consecuentemente, sí se podía rodear aquella tierra, aunque él lo hizo a la inversa.


Fuentes

Heródoto de Halicarnaso, Los nueve libros de la Historia | Nelson Pierrotti, La exploración de África en los textos egipcios. De Sahure a Neco II | George Rawlinson, Phoenicia: History of a Civilization | Mark Denny, The Science of Navigation: From Dead Reckoning to GPS | Lincoln Paine, The Sea and Civilization: A Maritime History of the World | Wikipedia


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