Quizá hayan oído hablar de Frank Goddio. Es un arqueólogo subacuático, nacido en Marruecos pero de nacionalidad francesa, que hace un par de décadas descubrió la localización bajo el mar de la ciudad egipcia de Heracleion y además ha dirigido algunas excavaciones importantes en el entorno de Alejandría. Pero, sobre todo, se ha hecho famoso por su trabajo en pecios, de los que ha rescatado el buque napoleónico Orient, dos indianmen, varios juncos y el que nos interesa aquí, el galeón español San Diego.
Goddio utilizó el estudio que el historiador Patrick Lizé, especializado en arqueología submarina y temas navales, había realizado sobre la batalla que en el año 1600 mantuvo el San Diego en las inmediaciones de la Bahía de Manila contra cuatro barcos holandeses, el Eendracht, el Hendrik Frederik, el Aro y el más grande, el Mauritius, que trataban de apoderarse de Manila. Era un trabajo minucioso que Lizé llevó a cabo en el Archivo General de Indias, además de otros en los Países Bajos, encontrando bastante documentación sobre aquel episodio.
Entre la información que recopiló figuraba el inventario de a bordo (armas, provisiones…) del San Diego, así como las memorias sobre los hechos escritas por dos sacerdotes de la capital filipina y algo verdaderamente interesante, el testimonio de veintidós supervivientes del galeón, que terminó yéndose a pique con la mayoría de su tripulación. Todo ello incitó a Goddio a buscar la localización exacta del naufragio, contando para ello con la financiación de la Foundation Elf, y la colaboración del Museo Nacional de Filipinas y el Museo Nacional de Artes Artísticas de París. Fletó un catamarán al que puso el nombre de Kaimiloa y empezó a explorar la zona donde se suponía que estarían los restos del San Diego.
Tuvo éxito. El 21 de abril de 1991 encontró el pecio a unos 900 metros al noroeste de Fortune Island, una pequeña área insular de 27 hectáreas perteneciente a la provincia de Batangas, en la parte exterior de la Bahía de Manila, que hoy es de propiedad privada y acoge un resort de vacaciones. El navío estaba a 52 metros de profundidad, en un entorno marino donde también descansan los restos de otros naufragios, algunos tan recientes como los ferrys hundidos en 1995 y 1998 por un incendio y un tifón respectivamente.
La nave se hallaba en aceptable estado porque, con el paso de los años, la arena del fondo fue cubriéndola, formando una capa protectora natural. De hecho, aparentaba ser un simple promontorio y únicamente un detalle pudo llamar la atención de los buceadores y desvelar el secreto que se ocultaba: un cañón que asomaba con la inscripción Philippe II. Eso desveló que las medidas de aquella colina, 25 metros de longitud por 8 de ancho y 3 de alto, coincidían sospechosamente con las de un barco del siglo XVII.
Y de eso se trataba, en efecto. El San Diego era un galeón de unos 35 metros de eslora, 4 cubiertas y un arqueo de 700 toneladas construido en 1590 en el astillero de Cebú. Originariamente se llamaba San Antonio y estaba dedicado a la navegación comercial, pero a finales de octubre de 1600 fue llevado al puerto de Cavite por orden del vicegobernador general de Filipinas, Antonio de Morga Sánchez Garay, para reformarlo y convertirlo en buque de guerra ¿La razón? Desde el Virreinato del Perú habían llegado noticias de que una escuadra holandesa se dirigía hacia el archipiélago con el plan de arrebatárselo a la Corona española, que en 1600 encarnaba Felipe III.
En esos momentos la República de las Provincias Unidas, que había logrado su independencia de facto en 1588 (oficialmente España no la reconoció hasta 1648 por la Paz de Westfalia, aunque la firma de la Tregua de los Doce Años en 1609 la reconocía de forma implícita), entraba en su llamada Edad de Oro, un período de florecimiento comercial y militar que la transformó en una potencia. Y, como tal, se lanzó a una expansión mundial tratando de conseguir colonias en América y Asia. En ese sentido, las Filipinas eran un bocado más que apetecible por el rico comercio que mantenían con China y Japón.
El fruto de esa actividad económica española en el Pacífico e Índico se plasmaba en las mercancías que enviaba a España el conocido como Galeón de Manila, que utilizando el tornaviaje (una ruta transoceánica, que aprovechaba vientos y corriente favorables, descubierta por Andrés de Urdaneta), enlazaba la capital filipina con el puerto de Acapulco y desde allí atravesaba por tierra el Virreinato de Nueva España hasta Veracruz; entonces se embarcaba la carga en otro buque para cruzar el Atlántico. El San Antonio era uno de esos galeones que hacían el primer tramo, especializado en el intercambio de plata mexicana por artesanía china.
Como decíamos, tuvo que abandonar ese cometido para incorporarse a la defensa con que se debía hacer frente a los holandeses. Mientras se fortificaban Manila y los alrededores, Antonio de Morga tuvo que conformarse con reunir una flota de sólo dos barcos, el San Diego y el patache San Bartolomé, aunque apoyados por otro pequeño barco de 50 toneladas, el San Jacinto, un par de galeras que se estaban terminando a toda prisa en los astilleros y varias embarcaciones con tropas auxiliares indígenas. Zarparon el 12 de diciembre de 1600 en busca del enemigo, que sabían que estaba cerca porque había estado aprovisionándose en Luzón fingiendo ser francés.
No necesitaron ir muy lejos; lo encontraron la mañana del 14, a unos 50 kilómetros al suroeste, en medio de unas condiciones meteorológicas difíciles. Se trataba de la urca Mauritius, el buque insignia holandés, y el Eendracht, si bien los hombres de éste, demasiado pequeño para una batalla naval, se trasladaron al anterior antes de ordenarle huir. En principio, el Mauritius también parecía presa fácil para un galeón que lo duplicaba en tamaño, estaba armado con 14 cañones y llevaba a bordo cuatro centenares de hombres, más que toda la flota adversaria junta. Lamentablemente para el San Diego, ese enorme equipamiento fue contraproducente: no tenía lastre suficiente para asegurar su estabilidad y el peso, combinado con el oleaje y el fuerte viento, constituía una insospechada amenaza.
Además, las piezas de artillería que llevaba procedían de la fortaleza de Manila, por lo que su tamaño era superior al normal y había sido necesario agrandar las portas, encontrándose que no podían abrirse en aquellas condiciones porque entraba demasiada agua. Morga, que pese a su inexperiencia en el mar capitaneaba personalmente la nave, optó entonces por aprovechar su ventaja de tamaño para embestir al Mauritius. Tuvo éxito y lo abordó, asaltándolo sus tropas sin que las picas que presentaron sus defensores sirvieran para nada.
Sin embargo, en medio de la victoria llegó la tragedia. No se sabe si fue por el choque o por una andanada de los holandeses en su desesperado intento de rechazar a los españoles (o quizá del San Bartolomé, que disparaba desde el otro costado), pero se descubrió que había una vía de agua en la línea de flotación. El almirante holandés Olivier van Noort, postrado en cubierta, se percató de que los otros tenían problemas y, según contó él mismo, recurrió a un viejo truco: mandó prender fuego a su propia nave, obligando a sus soldados, que se habían atrincherado bajo cubierta, a salir a luchar.
De paso, las llamas amenazarían también al San Diego. Como van Noort preveía, Morga decidió no arriesgarse a apagarlo ni a continuar la captura de la urca, ordenando reembarcar rápidamente a sus hombres y cortar las amarras que lo unían al rival. Pero el peso en el galeón ya era excesivo con tanta agua dentro; apenas se había separado doscientos metros cuando se hundió «como una piedra», según los holandeses. El vicegobernador pudo salvarse junto a un centenar de los suyos pero los otros trescientos se ahogaron o murieron, mientras intentaban salir a nado, con el cráneo aplastado a golpes de remo por gentileza de los holandeses.
El coste humano y material fue enorme, aunquep tuvo éxito porque la pérdida del Mauritius hizo que van Noort, que resultó herido pero también sobrevivió, renunciase a atacar Filipinas y pusiera fin a su efímera expedición asumiendo sus pérdidas (según era costumbre, él mismo la había financiado, ya que el mando lo debió obtener por ser amigo de Mauricio de Nassau), pero dejando una descripción fantasiosa del enfrentamiento frente a la más creíble de Morga titulada Sucesos de las Islas Filipinas. A cambio, el San Diego pasó cuatro siglos en el fondo del mar hasta que lo encontró Frank Goddio (que consultó esos relatos) y procedió a rescatar objetos del pecio, procurando no estropear lo que queda del casco.
Una de las cosas más sorprendentes que aparecieron fueron unas piezas metálicas circulares que resultaron ser tsubas, es decir, guardamanos de katanas y otras armas blancas orientales. Pertenecían a los mercenarios japoneses contratados por Morga para engrosar sus tropas auxiliares filipinas, pues dada la insuficiencia de efectivos con que controlar los miles de islas que forman el archipiélago, en aquella época era usual pagar a guerreros nipones para que protegieran las poblaciones de las incursiones de piratas.
La oferta a estos guerreros japoneses se justificaba también porque eran cristianos; tuvieron que escapar de su propio país so pena de acabar ejecutados desde que se emitió un primer edicto ad hoc en 1587, ratificado una década después con un segundo decreto del taikō Toyotomi Hideyoshi (aunque el período más duro fue a partir de 1614, bajo el mandato del shogun Tokugawa Ieyasu, cuando los mártires se contaron por miles). Fueron tantos los japoneses que trabajaban para España que llegaron a formar su propio barrio extramuros de Manila y solían verse fondeados numerosos juncos en el puerto.
Retomando el rescate del San Diego, se recuperaron 34.407 piezas en total, entre cañones de varios calibres, pedreros, anclas, monedas de plata mexicana, porcelana china (que incluía piezas de la dinastía Ming) y de otras naciones asiáticas en muy buen estado, artículos de vestir, joyas, mosquetes, armaduras y morriones, instrumental de navegación, huesos y dientes de animales que se llevaban a bordo, restos de semillas y alimentos, material de mantenimiento de la nave e incluso el sello del vicegobernador, entre otras muchas cosas. Los técnicos de los museos citados antes se encargaron de inventariar y asegurar la conservación de los objetos.
Tres cuartas partes de toda la colección se entregaron al Museo Naval de Madrid, quedándose el resto en el Museo Nacional de Filipinas. Sin contar lo que se haya perdido definitivamente, es probable que haya más material allá abajo esperando volver a la superficie. No serán los esqueletos de los españoles muertos, que reposarán para siempre en ese mundo de silencio.
Fuentes
The Manila-Acapulco Galleons: the Treasure Ships of the Pacific (Shirley Fish)/Account of the battle between the San Diego and the Mauritius (VOC Shipwrecks)/San Diego. Un trésor sous la mer (Dominique Carré, Jean-Paul Desroches, Frank Goddio y Albert Giordan)/Sucesos de las Islas Filipinas (Antonio de Morga)/Wikipedia