Sandokán los exterminó en su reino e Indiana Jones se enfrentó a su versión más siniestra; Phileas Fogg atravesó sus dominios en plena vuelta al mundo y los Beatles fueron perseguidos por ellos en Help! Los thugs fueron un curioso caso de asociación para el crimen en un país como la India, donde la inmensidad territorial y las diferencias humanas, tanto sociales como económicas y religiosas, constituían un buen caldo de cultivo para ello. La literatura primero y el cine después se ocuparon de envolver la realidad en un halo de misterio morboso, agrandando la leyenda.

Thug es una palabra de procedencia sánscrita que los ingleses incorporaron a su idioma, con la misma acepción original de «matón», cuando ejercieron el dominio colonial del subcontinente indio y se encontraron con la existencia de aquella banda de ladrones y asesinos que trascendían esa simple condición debido a la parafernalia con que envolvían sus crímenes, las dimensiones cuantitativas que éstos alcanzaban y su perfección casi profesional. Sin duda, como se suele decir, seis siglos de experiencia les avalaban.

Y es que los thugs (o thaggi, en hindi) existían desde al menos el año 1356, cuando aparecen reseñados en Tarikh-i-Firuz Shahi (Historia de Firuz Shah), la biografía que escribió Ziauddin Barani sobre el sultán homónimo musulmán de Delhi, de la dinastía Tughlaq. No obstante, la fecha en la que sus actividades empezaron a ser tal como las conocemos sería a partir de 1760, cuando se difundió el temor a un grupo de salteadores de caminos que fingían ayudar a los viajeros para luego asesinarlos y llevarse sus pertenencias.

Los thugs mismos consideraban descender de las siete tribus o familias musulmanas que tuvieron que huir de Delhi a raíz del cisma originado tras dar muerte a un médico que había curado a un elefante y era miembro de otra de las ochenta y cuatro familias que había en total (en otra versión el doctor era el esclavo preferido del emperador mogol Akbar). En esa tradición se mezclan cuestiones religiosas (los musulmanes se convirtieron en kanjars o conversos al hinduismo) con sociales (los que se fueron serían de casta privilegiada). Sin embargo, los thugs o parte de ellos rendían culto a Kali, la diosa hindú de la destrucción, considerada consorte de Shiva y madre universal, que no tenía ninguna relación con el Islam.

El emperador Akbar/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Por tanto, sólo es una leyenda más que sumar a las muchas en torno a la cuestión, que incluyen también una descendencia de trabajadores al servicio de los mogoles o de los soldados de ese imperio que se quedaron sin empleo tras la conquista británica. En realidad hay pocas certezas porque muchos de los datos disponibles proceden de interrogatorios practicados a los thugs y sus testimonios son tan contradictorios que revelan que ni ellos mismos tenían idea sobre su pasado.

El caso es que, fuera cual fuera la causa de su surgimiento, los thugs fueron creciendo y ampliando su número de integrantes tanto con hindúes como con musulmanes, que encontraban en el robo un método perfectamente legítimo para vivir y se organizaban en bandas itinerantes -no permanentes sino ocasionales- de decenas de miembros que compartían una parafernalia ritual para intensificar los vínculos entre ellos. Así, se hizo famoso su método de matar por estrangulación; al principio se hacía con un catcut (cuerda, lo que hizo que, especialmente en el sur de la India, también se les llamara phansigar, es decir, los que usan una soga) y después se sustituyó por un pañuelo, a menudo amarillo o crema, que podía ser el rumāl (turbante) o un fajín de vestir, que no despertaba sospechas.

Pero había más. No era raro que un thug formara una familia y la actividad del padre fuera continuada por sus hijos. Para el relevo generacional, otra costumbre frecuente consistía en respetar la vida de los niños que, debidamente educados, eran incorporados a la secta. El beneficio de esto no estaba sólo en crecer cuantitativamente sino también disponer de un elemento, el niño, que a priori disipaba cualquier desconfianza por parte de las víctimas potenciales. El entrenamiento de los jóvenes, incluyendo los que eran vástagos de un thug, corría a cargo de un gurú especializado en esa tarea.

Superado ese período de formación, el nuevo miembro pasaba a ser de pleno y tendría derecho a una pensión cuando se retirase en la vejez (aunque seguiría colaborando como informante). Como se ve, la secta contaba con una minuciosa organización tipo confederal en la que cada grupo tenía su propio líder, al que se llamaba jemadar (un rango militar indio equivalente a capitán) y tendió a ser hereditario, con su correspondiente jerarquía de mandos. Esto, unido a lo anterior, al carácter clandestino que rodeaba todo lo referente a los thugs y al hecho de que pagaban sobornos a las autoridades -que por eso no ponían mucho empeño en perseguirlos-, hace que a veces se les equipare con la Mafia.

Hasta tenían una jerga interna, denominada ramasi, y un sistema simbológico que les permitía reconocerse aún cuando procedieran de rincones lejanos del país. Porque la secta se difundió por todo el centro de la India y es lógico: la pobreza incitaba a muchos a ingresar en ella como si de un oficio más se tratase, así que no resulta extraña la asunción de robar y matar desde un punto de vista meramente profesional. Además, al fin y al cabo, después de seis siglos de actividad quedaba probada la rentabilidad del negocio.

Una rentabilidad enorme, si se tiene en cuenta la inmensa población del subcontinente y las riquezas que había, pese a estar pésimamente distribuidas. De hecho, la cifra de víctimas debió ser colosal si se suma todo ese tiempo. Los historiadores no tienen claro cuántas pudo haber, pues unos calculan solo a partir del dominio británico mientras que otros se atreven también a especular con las de la época anterior; pero si los primeros hablan de cincuenta mil en el último siglo y medio, los otros sugieren que medio millón y hay quien supera la marca subiendo a uno o dos millones de personas.

Y puestos a cuantificar es inevitable citar la figura de Buhram Jemedar, más conocido como Thug Behram, un cabecilla thug nacido en 1765 que lideró una banda de veinticinco a cincuenta hombres en la zona central de la India y al que se tiene por uno de los mayores asesinos de la Historia, pues se le relaciona con aproximadamente un millar de muertes -de las que centenar y cuarto las habría cometido con sus propias manos- desde el inicio de sus andanzas hasta 1840, año en que fue detenido, juzgado y ahorcado.

A manera de anécdota, cabe añadir que Behram aportó una siniestra novedad a la técnica criminal de los thugs, ya que además de usar el rumāl para estrangular también lo empleaba como arma contundente, bien esgrimida con la mano, bien lanzándola a la nuez de la víctima, gracias a que había cosido un macizo medallón a un extremo; los fans de Sherlock Holmes recordarán que el personaje tiene uno igual (y, por cierto, el protagonista de uno de sus relatos, El hombre del labio torcido, está desfigurado por las torturas de los thugs).

El caso de Behram sirve para hacerse una idea sobre cómo actuaban los thug. Normalmente se incorporaban a las caravanas, no todos a la vez para evitar despertar suspicacia, ganándose la confianza de sus integrantes y acabar con ellos cuando llegaran a un punto convenido. El ataque podía hacerse de un solo golpe o, si la caravana era numerosa, poco a poco, con los thugs interpretando el papel de unos amenazados más para llevar al conjunto a donde querían. Curiosamente, los tabúes de su cultura les impedían matar mujeres, enfermos, discapacitados, santones y sijs; la prohibición alcanzaba ciertas profesiones como la de macout (conductor de elefantes), tendero o pastor.

Fuera de estas excepciones, el destino de los demás era terminar saqueado y estrangulado durante la noche o algún descanso (si se trataba de viajeros solitarios lo tenían aún más crudo porque caerían sobre él varios atacantes). Al parecer, esa forma de matar procedía de las ejecuciones de tiempos del Imperio Mogol, lo que podría refrendar la teoría mencionada antes de que el comienzo de los thugs estuvo en la disolución del ejército mogol, cuando los británicos conquistaron la India y miles de soldados locales se quedaron sin empleo. Eso sí, la tremenda efectividad de los thug en su trabajo se debía en parte a que antes adormecían a sus víctimas con datura, una planta venenosa que les garantizaba no encontrar demasiada resistencia.

Las grandes distancias y la ocultación de los cadáveres enterrándolos o arrojándolos a pozos impedían a los familiares de los fallecidos percatarse de su ausencia hasta semanas después. Nadie sobrevivía porque para evitarlo era costumbre rematarlos a puñaladas, en una orgía de muerte que casaba bastante bien con el carácter de Kali. De hecho, los thugs aludían a la batalla librada por esta diosa contra el demonio Raktabija como la base ideológica de sus actividades, matando como ofrenda a la que consideraban su madre para apaciguarla y salvar así a la Humanidad de su cólera.

Ahora bien, en torno a un tercio de los thug eran musulmanes, lo que en principio no casaba con esa concepción. Por eso esa minoría llevó a cabo un peculiar sincretismo religioso, identificando a Kali con un espíritu subordinado a Alá o incluso con Fátima, la hija de Mahoma. Evidentemente, lo más probable es que todo esto no fuera más que un simple envoltorio religioso que fue formándose en el entorno thug a lo largo de los siglos para justificar su modo de vida. Además, se habla de los thug genéricamente pero no hay que olvidar que formaban células independientes y cada una adoptaba unas costumbres características, según su lugar de actuación.

Los oficiales de la Compañía de las Indias Orientales (una empresa que tenía el monopolio de la explotación de la India con plenos poderes, contando con su propio gobierno, administración y ejército) identificaron varios de esos grupos durante las campañas emprendidas para desarticularlos: Jamuldahee, Lodheea, Telinganie, Pungoo, Motheea, Korkureea, Multaneea, Bangureea, Gugura, Dhoulanee… Cada uno operaba en una región y sus miembros solían asociarse a un oficio concreto, como tejedores, caravaneros, etc. Paradójicamente, no era raro que se despreciasen entre sí.

La diosa Kali en acción/Imagen: Sujit Kumar en Wikimedia Commons

Para los británicos, los thug eran asesinos rituales e idólatras. Desde su perspectiva cristiana y colonial, era necesario erradicarlos y volcaron su descripción más negativa en las sanguinarias ceremonias en honor de Kali, por eso no faltan investigadores contemporáneos que opinan que los thug han sido sobredimensionados cuando no directamente inventados en su mayor parte por la incompresión hacia las prácticas religiosas indias y el temor a una sublevación. Otros aceptan el revisionismo pero con matices: existieron y eran criminales pero no por su fe, que resultaba similar a la del resto de indios, sino como medio de vida.

Muchos de los tópicos o errores, como creer que los sacerdotes incitaban a los crímenes a cambio de un porcentaje o que los musulmanes invocaban a Bavhani (un avatar de Parvati, diosa matadora de demonios), provenían del informe realizado por William Henry Sleeman, el administrador militar nombrado por Lord William Bentoick, gobernador general de la India en los años treinta del siglo XIX, cuando la Compañía de las Indias Orientales aún se encargaba de regir el país (perdería el privilegio en beneficio del gobierno británico en 1858, a causa del Motín de los Cipayos).

Por su cargo, Sleeman fue el encargado de dirigir las operaciones contra los thug cuando las autoridades alcanzaron a comprender la dimensión del problema, pues hasta entonces únicamente se les perseguía como delincuentes individuales. Los thug habían aprovechado los primeros años de vacío de poder, durante la conquista británica, para incrementar su actividad delictiva y ese militar entendió que había toda una organización subterránea de alcance nacional detrás. La captura de un jefe thug llamado Feringhea fue decisiva para percatarse de ello, pues tras ser interrogado cantó de pleno revelando todos los secretos y llevando a los británicos hasta una fosa común donde había un centenar de cadáveres.

La investigación subsiguiente confirmó el testimonio y Sleeman fue comisionado para combatir a thugs y dacoits (otro tipo de bandidos que operaban en las áreas boscosas del norte e incluso en Birmania pero que no tenían el asesinato como modus operandi). Sleeman recopiló información de múltiples fuentes, la cruzó en una hábil labor de inteligencia y obtuvo brillantes resultados, logrando la detención de muchos sospechosos que, a su vez, facilitaron nuevos datos sobre el funcionamiento interno de sus grupos.

A algunos los contrató como espías a cambio de inmunidad y poco a poco los thugs fueron cayendo, debilitados además por la implantación de la administración colonial británica. Se celebraron miles de juicios y millar y medio de acusados terminaron condenados a cadena perpetua o, irónicamente, colgando de una soga. Así, para el último cuarto del siglo XIX el problema estaba resuelto y pasaba a ser jugoso argumento de novelas y películas.


Fuentes

Thug. The true story of Indias murderous cult (Mike Dash)/Traveler: Colonial Imaginings and the Thugs of India (Martine van Woerkens)/Thuggee: Banditry and the British in Early Nineteenth-Century India (Kim A. Wagner)/Indian Traffic: Identities in Question in Colonial and Postcolonial India (Parama Roy)/Wikipedia


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