A casi todos los aficionados a la antigua Roma les suena el nombre de Sertorio. Fue un político y militar romano especialmente vinculado a la historia de España porque en esta tierra libró la llamada Guerra Sertoriana, en realidad un conflicto civil en el que apoyó al bando de su tío, el cónsul Cayo Mario, frente a su adversario Sila. Pero Plutarco se extiende más allá de esa contienda y reseña un curioso episodio en el que Sertorio, durante su estancia en Hispania, desea visitar unas misteriosas islas llamadas Bienaventuradas.
Las Bienaventuradas o Afortunadas formaban parte de la mitología griega, probablemente importadas de otras culturas, quizá de Egipto (los Campos de Yaru), quizá de la costa de Asia Menor a través de Creta. Como sabemos, dicha mitología fue asimilada con leves cambios por los romanos.
Se cree que el archipiélago ejercía un papel similar al de los Campos Elíseos, los cuales no serían sino una evolución conceptual: un lugar excelso a donde irían las sombras (o sea, las almas) de los virtuosos, al contrario que las de los otros (inmorales, corruptos, etc), que acabarían sufriendo tormento eterno en el Tártaro.

Dos sitios contrapuestos formalmente (verdes y soleadas praderas más allá de los ríos Aqueronte y Leteo frente al abismo oscuro del inframundo, más profundo aún que el Hades) que se situaban muy lejos de las rutas marítimas helénicas para acentuar su carácter enigmático y sagrado (en el mundo antiguo, la isla se concebía como un lugar puro) y que el cristianismo heredó con su Paraíso y su Infierno, destinos de las almas humanas según sus méritos. En realidad es algo presente también en otras tradiciones como la céltica (tierra de los Hiperbóreos), la irania (reino de Yima) o la hindú (el «mundo interminable, sin muerte» que cita el RG-Veda); todas ellas de significativo origen indoeuropeo.
En la leyenda griega, esas sombras o almas habían de reencarnarse tres veces previamente y demostrar la misma virtud en cada una de tales etapas. Por supuesto, algunos de los grandes héroes y personajes griegos se habían ganado el derecho al descanso eterno allí, caso de Aquiles o Diomedes, no quedando exentas las mujeres como demuestra que también estuvieran Medea o Penélope. Algunas versiones adjudican su gobierno a Macaria, hija de Heracles y Deyanira, sacrificada por su padre tras ofrecerse voluntaria para cumplir un oráculo. Otra versión resulta más divina: sus padres serían Hades y Perséfone, y habría contraído matrimonio con el mismísimo Tánatos (dios de la muerte).

Tenemos, pues, unas Islas Bienaventuradas que los autores clásicos glosaron en sus obras: desde Homero en La Odisea -bajo el nombre de Elíseo- hasta Hesíodo, que en su libro Los trabajos y los días atribuye su creación a Zeus, pasando por Píndaro, que las describe laudatoria -y órficamente- en sus Odas olímpicas; como muestra, un botón.
¡Oh, cuan bella es la isla / de los santos recreo! / La bañan perfumadas / las brisas del Océano; / brillan doradas flores, / ya sobre el verde suelo, / ya en los copudos árboles, / o ya del agua en medio.
Pero la descripción no sería tan interesante como la localización geográfica. Dejando a un lado la referencia de Heródoto a un lugar llamado Islas Bienaventuradas, situado en una ciudad egipcia llamada Oasis y que no tendría relación directa con la mitología, encontramos que Plinio el Viejo, en su Historia Naturalis, recoge una serie de referencias que apuntan a una ubicación al final de la Mauritania, frente al monte Atlas, a un par de jornadas de navegación de tierra.
Es decir, la costa occidental de África. De hecho, cita el periplo del marino cartaginés Hannón y la expedición de Juba II a las Purpuriae (un pequeño archipiélago frente a la costa marroquí, a la altura de Essaouira).

Estrabón habla de localización en Marousia, el confín de Occidente. Otros, como Diodoro de Sicilia o Pomponio Mela, se decantan por territorios ibéricos. Lo curioso es que posteriormente, en la Edad Media y más concretamente entre los siglos IX y XIV, se recogió y mantuvo ese legado de la isla como lugar esotérico junto con los bosques. Los autores musulmanes creían firmemente en la existencia de un archipiélago remoto e incluso San Isidoro se hace eco de él, relacionándolo con las Canarias; no en vano se suele conocer a éstas como Islas Afortunadas.

Los romanos llamaban a las Bienaventuradas Fortunatae Insulae y si bien Plinio las diferencia de las Canarias, otros como Ptolomeo las identifican con ellas o al menos algunas, generalmente las actuales Gran Canaria y Tenerife. En cualquier caso, sí parecía haber cierto acuerdo en que se encontraban en el entorno de la Macaronesia, ese conjunto de archipiélagos atlánticos que se reparten entre las Azores al norte y Cabo Verde al sur, y que además de las citadas incluye las Madeira y las Salvajes. En otras palabras, pedazos de tierra medio perdidos en la inmensidad del misterioso y temido Atlántico, más allá de las Columnas de Hércules.
Retomemos ahora el hilo inicial. Quinto Sertorio nació en el año 133 a.C. en el seno de una familia de la clase ecuestre, un estatus social por encima del pueblo llano pero por debajo de la aristocracia patricia, que ya había empezado a emprender reivindicaciones políticas. Se fogueó militarmente combatiendo a los cimbrios a las órdenes de Cneo Malio Máximo (otro inconformista miembro de la baja nobleza) y a los teutones junto a su tío Cayo Mario. Luego fue nombrado cuestor en la Galia y alcanzó el cargo de legado.
Fue entonces cuando estalló la guerra entre Mario y Sila, acudiendo en ayuda del primero a combatir en Hispania, donde gestionó hábilmente la alianza de varios pueblos íberos y celtíberos: lusitanos, ilergetes, berones… Mediante tácticas de guerrilla, combatió al procónsul Quinto Cecilio Metelo Pío y después a Cneo Pompeyo Magno, enviado por Sila para reforzar al anterior, lo que obligó a Sertorio a replegarse hacia el norte y atrincherarse en Sagunto. Finalmente fue asesinado en el año 72 a.C. por agentes pompeyanos, lo que provocó la disgregación de los suyos y la inmolación de los incondicionales en Calagurris. Pero antes de todo esto…

Antes, en el año 82 a.C., Sertorio se encontraba en Gades (actual Cádiz), desde donde se disponía a viajar a Mauritania para contactar con la facción partidaria de Mario y de paso reclutar tropas de caballería. En la ciudad bética, conoció a unos marineros que le contaron un relato en que habrían navegado en dirección oeste, océano adentro, hasta las Islas Bienaventuradas. Lógicamente, la narración despertó en él un vivo interés que Plutarco explica en sus Vidas paralelas (para ser exactos, Sertorio y Pompeyo).
Según aquellos marinos, se trataba de dos islas muy cercanas entre sí a la par que alejadas del continente (África, se entiende), a unas 1.250 millas. Su suelo era rico y fértil para la agricultura gracias a que lo regaban lluvias moderadas entre intervalos largos, favoreciendo un clima benigno la mayor parte del año. Debido a ello y a que los vientos del norte y este se disipaban antes de llegar a las islas mientras que los del sur y oeste resultaban suaves y refrescantes propagando el rocío, la tierra producía frutos de manera natural, sin necesidad de cultivarla.
Toda una tentación, sin duda. Sobre todo si se ambicionaba escapar de este mundanal ruido y vivir en paz. Por eso, sigue Plutarco, Sertorio planeó navegar hasta ese paraíso insular y ocuparlo empleando los barcos de los piratas cilicios que había contratado para combatir a Sila, según reseñan algunas fuentes bastante improbablemente. En cualquier caso, no pudo hacer realidad ese propósito porque los cilicios lo veían todo demasiado etéreo y prefirieron su actividad convencional, marchando a Mauritania para apoyar a los enemigos de Ascalis, vasallo de Roma y por tanto aliado del enemigo.
Acabemos esta curiosa ensoñación sertoriana con el texto original de Plutarco:
Allí se encontró con unos marineros que habían regresado recientemente de las Islas Atlánticas. Éstas son dos, están separadas totalmente por un estrecho brazo, distan diez mil estadios de Libia y se llaman islas de los Bienaventurados. Como tienen lluvias moderadas y raras, las más veces vientos suaves y húmedos, no sólo proporcionan una región buena y fértil para arar y plantar, sino que dan cosechas espontáneas, suficientes por su cantidad y calidad para alimentar sin esfuerzos ni trabajo a un pueblo ocioso. Un aire sano por la mezcla de estaciones y la moderación en sus cambios domina las islas. En efecto, los vientos del norte y del este que soplan desde aquí, desde tierra firme, al llegar atravesando una gran extensión a un lugar abierto, se dispersan y moderan. En cambio, los vientos de alta mar, de noroeste y oeste, traen del agua unas veces lluvias continuas pero débiles y dispersas, otras veces, las más, refrescan con un tiempo sereno y húmedo y se condensan suavemente. De esta suerte ha llegado hasta los bárbaros una fe firme en que allí está la llanura del Elíseo y la morada de los bienaventurados que narró Homero.
Cuando Sertorio oyó esto, tuvo un extraordinario deseo de habitar en estas islas y vivir en paz, retirado del poder y de guerras incesantes. Al enterarse los cilicios, nada necesitados de paz y ocio sino de riqueza y botín, zarparon hacia Libia con la intención de restaurar en el reino de Mauritania a Ascalis, hijo de Ifta.
Fuentes
Vidas paralelas-Sertorio y Pompeyo (Plutarco)/La muerte y la utopía de las Islas de los Bienaventurados en el imaginario griego (Julio O. López Saco)/Memorias de historia Antigua. El mito de las Islas Afortunadas en la Antigüedad (Narciso Santos Yanguas)/La Odisea (Homero)/Odas: Olímpicas, Píticas, Nemeas, Ístmicas (Píndaro)/Historia Natural (Plinio el Viejo)/Las «Islas Afortunadas» en Plinio (Juan Álvarez)/Las islas del fin del mundo. Representación de las Afortunadas en los mapas del Occidente medieval (Kevin R. Wittmann)/Tras las huellas de Sertorio en Hispania. Arqueología de la Primera guerra civil Romana (82-72 a.C.) (María Luisa Pérez Gutiérrez)
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