La sal está junto al Hombre casi desde el principio de los tiempos. Su utilidad como condimento y conservante, se amplía a otros usos que se le aplicaban históricamente, tanto terapéuticos como rituales, por lo que no es de extrañar que en muchos rincones del mundo donde no abundaba sirviera -como el África interior- también de moneda. Ahora bien, de todas las aplicaciones extra que ha tenido probablemente la más curiosa fuera aquella en la que se derramaba en el suelo de los lugares malditos con el fin de purificarlos o denigrarlos para siempre; lo que se llamaba salar la tierra.

La sal se obtiene ya desde la Prehistoria, bien por exacavación de yacimientos, bien por evaporación del agua marina en las salinas, así que la de salar el suelo es una costumbre que se remonta a muchos milenios atrás. La encontramos ya en la Antigüedad del Próximo Oriente, donde era habitual su asociación con la desolación y la purga de sitios mal considerados. Se conservan referencias documentales hititas y asirias que hablan de la sal como elemento purificador de ciudades destruidas, aunque no está claro el porqué de ese elemento precisamente.

De hecho, a menudo no era sal en sí -o sea, cristales de cloruro sódico- lo que se utilizaba sino otros minerales o incluso vegetales asociados a ella. Es el caso del kudimmu, con el que el rey prehitita Anitta cubrió Hattusa, o el sahlu, usado por Asurbanipal en Elam. Ambas son denominaciones para plantas indeterminadas, las malas hierbas que ahora llamamos maleza genéricamente y que suelen crecer en lugares abandonados o devastados. Porque, como parece obvio, resulta prácticamente imposible que se cubriera toda la superficie con sal, no sólo por la dificultad de reunir tamaña cantidad sino también porque era un elemento demasiado valioso como para desperdiciarlo así. Luego lo vemos con más detalle.

Salina de manantial del Valle Salado de Añana (España)/Imagen: Fundación Valle Salado en Wikimedia Commons

En cualquier caso, desconocemos en qué consistía exactamente el salar la tierra; más allá del enunciado, no sabemos cómo era el proceso, aunque los historiadores y arqueólogos creen que seguramente se trataba de algo más simbólico que real. La sal puede ser tóxica para los cultivos, de ahí su elección en esos casos, pero jamás se han encontrado pruebas de que su aplicación se llevara a cabo al pie de la letra en grandes extensiones de terreno. Es posible, y así lo apuntan algunos estudiosos, que formara parte del Herem, el exterminio sagrado que practicaban los hebreos siguiendo el modelo de otras culturas mesopotámicas (la assakum de Mari, por ejemplo, o la guerra ritual moabita).

El Herem estaba revestido de religiosidad pero subyacentemente no era sino una forma de dominar y controlar a los pueblos del entorno, superiores numéricamente e idólatras (se suponían descendientes de Cam, el hijo díscolo de Noé), de manera que las cíclicas expediciones punitivas contra ellos los mantenían a raya y separados para evitar la contaminación espiritual. Las masacres relatadas en el Deuteronomio dan fe del asunto pero en realidad no se trataba de una exclusiva de Israel; la krypteía espartana (razias que los jóvenes guerreros realizaban contra los ilotas cada vez que se nombraban nuevos éforos) y las guerras floridas mesoamericanas (contiendas acordadas para proveerse de prisioneros destinados al sacrificio) probablemente tenían un sentido similar, a decir de los expertos.

Decíamos que, en ese contexto de tensión, la sal aparece mencionada en varias fuentes antiguas y hacíamos referencia a La Biblia, donde salar campos y urbes aparece a menudo. Uno de los textos que componen el Antiguo Testamento, el Libro de los Jueces, que también forma parte del Tanaj hebreo y cuenta la historia sagrada entre la muerte de Josué y el nacimiento de Samuel (o sea, cuando el pueblo judío abandonó su nomadismo), narra cómo el juez Abimelec, hijo de Gedeón, eliminó a todos sus hermanos para proclamarse rey y eso llevó a la ciudad cananea de Siquem a rebelarse; el monarca aplastó la insurrección, arrasó la urbe y la mandó cubrir con sal.

Panorámica del Mar Muerto con sal en sus orillas/Imagen: Konrad Summers en Wikimedia Commons

No es casual la importancia de la sal en ese período histórico y esa latitud geográfica. Allí está el Mar Muerto, un enorme lago salado de 76 kilómetros de largo por 16 de ancho con un nivel de salinidad del 30%. De una larga línea de acantilados, la de Jebel Usdum, extraían sal los hebreos por evaporación y el producto llegó a tener tal importancia que el Libro Segundo de las Crónicas enuncia: «¿Acaso habéis olvidado que el Señor, Dios de Israel, dio a David el reino sobre todo Israel a perpetuidad y que fue refrendado con él y sus descendientes mediante un pacto de sal?» Un pacto de sal era la forma elegante de decir inviolable, de ahí que se usara para sellar acuerdos simbólicamente, a manera de un apretón de manos.

Cabe recordar asimismo que a los recién nacidos se les frotaba sal por la piel y que, en el Génesis, Dios castiga la desobediencia de la mujer de Lot transformando a ésta en una estatua de sal. Pero es en el Levítico y en Ezequiel donde el cloruro sódico aparece directamente asociado a ceremonias religiosas: «Y sazonarás con sal toda ofrenda que presentes, y no harás que falte jamás de tu ofrenda la sal del pacto de tu Dios; en toda ofrenda tuya ofrecerás sal».

Ahora bien, como las monedas, la sal tenía dos caras y si una servía para lo positivo, la otra estaba destinada a lo negativo. Libros como los Salmos, Job, Jeremías y Jueces se refieren a la práctica de salar la tierra de las ciudades vencidas para manifestar su carácter maldito, reprobar a su población y purificarlas ante Dios. Si una ciudad rompía el pacto de amistad sellado con sal, era justo que fuera ese producto el que también limpiara su infamia. Y no sólo hallamos referencias en el Antiguo Testamento; en el Nuevo, el evangelista Marcos cita el uso de la sal para aplicar a reos, por ejemplo.

Aparte de estos episodios bíblicos, fueron muchas las ciudades del Oriente Próximo las que sufrieron esa pena cuando caían en manos de sus enemigos. Por ejemplo Susa, que fue capital del Imperio Persa tras su conquista por Ciro el Grande y que acabó salada tras apoderarse de ella el asirio Asurbarnipal en el año 647 a.C, quien dejó escrito en una tablilla: «Yo destruí el zigurat de Susa. Aplasté los brillantes cuernos de cobre. Reduje a los templos de Elam a la nada; sus dioses y diosas, yo los lancé al viento. Las tumbas de sus reyes, antiguos y recientes, los devasté, expuse al sol, y me llevé sus huesos a la tierra de Asur. Yo devasté las provincias de Elam y, en sus tierras, sembré sal».

Asurbanipal en una cacería (dibujo basado en un relieve)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

También se pueden citar Hattusa, capital del imperio hitita; Irridu, enclave mesopotámico que terminó bajo dominio mitánico hasta que de nuevo los asirios la tomaron, arrasaron y salaron; Arinna, otra ciudad hitita de ubicación incierta; Taite, capital del reino de Mitanni que tampoco ha podido ser localizada geográficamente. Como se puede apreciar, los asirios tenían una especial predilección por la costumbre de salar la tierra de aquellos lugares que se negaban a rendirse a sus ejércitos, sin contar las atrocidades que solían practicar a sus defensores capturados.

Los romanos, siempre tan prácticos en materia bélica y de devastación, habrían adoptado ese hábito, igual que hicieron con la crucifixión. No obstante, hay que tener cuidado con las citas porque a menudo son posteriores y basadas en leyendas, más que en la realidad. Así, la historia de que Tito mandó cubrir de sal Jersualén tras concluir con éxito su asedio procede de un poema épico inglés fechado en el siglo XIV y es ilustrativo que Flavio Josefo, la principal fuente que tenemos para conocer ese período, no menciona tal cosa.

Ahora bien, el caso más célebre quizá haya sido el de Escipión el Africano con Cartago. Después de la Segunda Guerra Púnica, aquella en la que fue derrotado Aníbal Barca, todavía hubo una tercera medio siglo más tarde originada por el impago de las indemnizaciones a Roma y la declaración de guerra a Numidia, cuyo rey, Masinisa, realizaba continuas incursiones en territorio cartaginés arruinando su economía. Los romanos pusieron unas condiciones a Cartago deliberadamente leoninas de manera que no tuvieran más remedio que rechazarlas, dándoles así la excusa para destruir totalmente la ciudad, esclavizar a todos sus habitantes y declarar el sitio como sacer, es decir, maldito o execrable, procediendo a salarlo.

En fin, la tradición de salar la tierra perduró porque su carácter metafórico es indudablemente fuerte y, lógicamente, teniendo en cuenta la vinculación que tenía con La Biblia y la presencia en otros momentos históricos más o menos importantes, fue recogida en el Medievo. Especialmente en las repúblicas italianas: aunque no hay pruebas, se dice que ciudades como Padua fueron saladas por Atila (se comparaba su presunta brutalidad con la de los asirios), Milán por el emperador Federico Barbarroja en el contexto de las guerras entre güelfos y gibelinos, y Semifonte por los florentinos por su apoyo a Siena. Incluso el papa Bonifacio VIII ordenó salar Palestrina en 1299 por su enemistad con los Colonna, evocando lo hecho con Cartago.

Sciarra Colonna abofetea al papa Bonifacio VIII/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

De la Edad Media pasó a la Moderna. Desde siempre y en todo el mundo, las condenas por traición y lesa majestad solían ser atroces, con desmembramiento del reo previo a su muerte y posterior reparto de sus trozos para su exhibición a la puerta de las ciudades; pero en España y Portugal era frecuente también demoler la casa del culpable y echar sal en el solar. Hay un caso bastante célebre, el de José Mascarenhas, Duque de Aveiro, cuya participación en el atentado contra el rey José I en 1759 le llevó al cadalso junto a su familia (lo que se conoce como Proceso de los Távora, aunque se indultó a mujeres y niños). Un monumento de piedra da fe de los hechos.

También portugués es otro famoso episodio ocurrido en el Brasil colonial de 1789, cuando Joaquim José da Silva Xavier, alias Tiradentes (a quien dedicamos un artículo), lideró una revuelta contra la Corona que se reprimió implacabalemente, culminando con la ejecución de sus implicados. A él, de baja cuna, le condenaron a horca y descuartizamiento, y su vivienda fue «arrasada e salgada» según una paroxística sentencia firmada, literalmente, con sangre.

Saltemos ahora hasta 1986. Un historiador australiano llamado Ronald Thomas Ridley publica en la revista científica Classical Philology un rompedor artículo en el que rebate la existencia real de la costumbre de salar la tierra en la Antigüedad, al menos tal como era aceptada hasta entonces. Dos años más tarde, otros tres investigadores refrendaron su tesis (curiosamente, uno de ellos había sido criticado antes por Ridley por no haber sido suficientemente analítico sobre el tema) y rastrearon el origen del mito hasta una fecha tan tardía como 1905.

En esencia, lo que decían es que salar la tierra no era sino una extensión de un acto simbólico de la Antigüedad en el que se pasaba un arado al fundar una ciudad o destruirla, algo de lo que sí hay testimonios seguros. El propio papa Bonifacio VIII que mencionábamos antes dejó escrito que antes de mandar echar sal sobre las ruinas de Palestrina la sometió al arado «siguiendo el ejemplo de la antigua Cartago en África». Es decir, habría sido un pontífice del siglo XIII el que crease un mito que perduró en el tiempo, acaso por confundir o mezclar la capital púnica con Siquem.

Publio cornelio Escipión el africano/Foto: Miguel Hermoso Cuesta en Wikimedia Commons

Sin embargo, fue a mediados del siglo XIX cuando verdaderamente se asentó y difundió, tomando como referencia, una vez más, la citada destrucción de Siquem. Fue en The New American Cyclopaedia, cuyo cuarto volumen, publicado en 1858, reseñaba la conquista de Cartago por Escipión Emiliano diciendo textualmente: «Tomó la ciudad por asalto y la destruyó, derribándola al suelo, pasando la reja de arado sobre el sitio y sembrando sal en los surcos, el emblema de la esterilidad y la aniquilación».

No han faltado cálculos sobre cuánta sal sería necesaria para eso. El periodista Cecil Adams se lo planteó en 2007 en su columna científica The Straight Dope, publicada en el diario The Chicago Reader, y el resultado fue que eran necesarias 31 millones de toneladas por cada acre para volverlo infértil; al cambio, unos 7 kilos por metro cuadrado. Si, según algunas estimaciones, Cartago tenía un perímetro de 37 kilómetros, resulta que su superficie sería de 109 kilómetros cuadrados, por lo que harían falta 763.210 toneladas de sal. Y como los barcos romanos de la época tenían un arqueo de entre 70 y 150 toneladas, se hubieran requerido de 5.000 a 10.000 naves para la misión. Evidentemente, otros arqueólogos consideran exageradas esas medidas propuestas para Cartago pero, incluso así, la mitad de embarcaciones siguen siendo demasiadas.

Lo más curioso de la tesis de Ridley es que, a lo mejor, la sal no pretendía tener un significado negativo. La imagen del Mar Muerto, en cuyas aguas no hay vida, puede haber pesado demasiado. A menudo, las fuentes escritas hablan de sembrarla en vez de verterla en una capa y el testimonio de Bonifacio VIII también va en esa línea: «Ac salem in ea etiam fecimus & mandavimus seminari» (Y también echamos sal en ella, y ordenamos que fuera sembrada). ¿Por qué? Porque una dosis bien ajustada no sólo no mata la tierra sino que la fertiliza, dependiendo siempre del grado de salinidad natural del suelo.

Es algo que ya se sabía en el mundo clásico, como dice el filósofo griego Teofrasto en varias de sus obras, detallando que algunos agricultores datileros, por ejemplo, añadían sal a sus campos para mejorar el crecimiento de las palmeras; o que los babilonios usaban sal en vez de estiércol para fertilizar los labrantíos. Plinio el Viejo es otro que reseña algo parecido en su Historia natural, ampliando además el gusto por la sal a los animales domésticos. Y no olvidemos la indiscutiblemente benéfica expresión la sal de la tierra, acuñada en el evangelio de San Mateo.

En suma, quizá salar un espacio arrasado no tenía tanto el sentido de eliminar toda posibilidad de vida en él como, por contra, regenerarlo debidamente purificado. Otro misterio de la Historia que probablemente quedará en el aire. O en tierra.


Fuentes

Ancient Near Eastern History and Culture ( William H. Stiebing Jr)/Life in the Ancient Near East, 3100-332 B.C.E. (Daniel C. Snell)/Breve historia de las Guerras Púnicas (Javier Martínez-Pinna y Diego Peña Domínguez)/Sentença proferida contra os réus do levante e conjuração de Minas Gerais (Wikisource)/Sagrada Biblia /Salting the earth (Peter Gainsford en Kiwi Hellenist)/Wikipedia


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