Aunque suene un poco a chiste, existe una curiosa relación entre Haití, Polonia y Napoleón. La localidad de Cazale, situada en la parte oeste del país caribeño, debe su nombre al apellido predominante entre los soldados polacos que fueron enviados por Bonaparte, cuando aún era cónsul, para someter la rebelión de los esclavos y que, al terminar la campaña, optaron por quedarse al no tener un país propio al que regresar (Rusia, Austria y Prusia se habían repartido Polonia años atrás).
Retrocedamos en el tiempo. Colón llegó en 1492 a una isla que, según testimoniaron Gonzalo Fernández de Oviedo y Bartolomé de las Casas, los nativos taínos denominaban Haití y que él rebautizó La Española porque allí fundó el primer asentamiento europeo en el Nuevo Mundo: el Fuerte Navidad, construido con las maderas de la naufragada nao Santa María.
El sitio fue destruido en un ataque pero al año siguiente llegaron casi millar y medio de colonos que en 1496 levantaron la ciudad de Santa Isabela, posteriormente trasladada y renombrada Santo Domingo.
El desinterés de la Corona por el lugar, una vez se agotaron las explotaciones de oro y azúcar pero, sobre todo, ante la importancia creciente de nuevos territorios (Cuba primero y Nueva España después), llevaron a que toda la población se concentrase en la capital para protegerse de los piratas que infestaban la región. Ello facilitó que las potencias rivales (Francia, Inglaterra y Holanda) también intentaran situar bases en la isla. De todas ellas la que prosperó, pese a empezar como simple factoría bucanera, fue la gala -eran los tiempos pujantes de Luis XIV-, que poco a poco se fue extendiendo hasta adueñarse de la mitad occidental insular.
Los franceses la bautizaron Saint-Domingue y por el Tratado de Rijswijk (1687), que ponía fin a la Guerra de los Nueve Años (Francia contra España, Inglaterra, las Provincias Unidas de los Países Bajos y el Sacro Imperio Romano), España les cedió oficialmente aquel territorio. En poco tiempo se convirtió en la colonia más poblada y próspera del Caribe -llegaría a proporcionar un tercio de los ingresos de la Corona- gracias a la plantaciones azucareras explotadas mediante el método esclavista. La población indígena había desaparecido prácticamente debido a la viruela y otras enfermedades, por lo que la mano de obra estaba formada por cerca de 300.000 esclavos negros importados de África.
Frente a ellos apenas había 12.000 personas libres entre europeos, criollos y mulatos estratificados en un sistema de castas, así que la situación era de riesgo evidente, máxime teniendo en cuenta que un copioso número de cimarrones (esclavos huidos) se había refugiado en las montañas de la parte española de la isla organizando esporádicas incursiones a las haciendas y pueblos pequeños.
Pese a las expediciones de castigo resultó imposible acabar con ellos, por lo que en 1785 se concedió una amnistía y se reconoció su independencia.
Ahora bien, la semilla estaba sembrada y el número de esclavos superaba ya el medio millón en 1789, cuando una conmoción sacudió la metrópoli: la Revolución Francesa. Sin embargo, aunque la Declaración de los Derechos del Hombre establecía la libertad e igualdad de todos, hubo controversia sobre si debía aplicarse a los esclavos y éstos apoyaron a los contrarrevolucionarios temiendo quedar en manos de los criollos y ver su régimen de vida endurecido sin amparo de la Corona. No obstante, quedaron al margen de la luchas enarbolando la bandera de ésta los libertos.
Las milicias libertas derrotaron y ejecutaron a las autoridades coloniales, a quienes se denegó refugio en la parte insular española, pero si bien al final acabaron vencidos en el campo de batalla, triunfaron en la práctica porque el gobierno decidió concederles plenos derechos. Parecía solucionada la cuestión pero en realidad sólo empezaba. Bajo la influencia de un houngan (chamán) llamado Dutty Boukman, los esclavos decidieron no esperar más y se alzaron en armas, arrasando una plantación tras otra e incrementando su número progresivamente.
Durante dos años la colonia se fue empapando en sangre y ardiendo sus plantaciones, en un caos agravado por la turbulenta situación en Francia (con el Rey guillotinado y los jacobinos desatando el Terror) y por la intervención en Saint-Domingue de tropas británicas y españolas. Para aliviar la presión, la Convención Nacional abolió la esclavitud en 1794. Los españoles se retiraron al año siguiente, tras su derrota en la Guerra de los Pirineos y la firma del Tratado de Basilea; los británicos hicieron otro tanto en 1797, quedando la colonia a disputar entre los negros del victorioso caudillo militar Toissant L’Ouverture y los mulatos del no menos brillante André Rigaud.
Lo cierto es que la realidad era más compleja porque había que sumar otros nombres destacados en liza como Henri Christophe, Jean-Jacques Dessalines o Alexandre Pétion, pero a la postre fue L’Ouverture quien impuso su liderazgo… hasta que en 1802 Napoleón envió una flota, al mando de su cuñado Charles-Victoire-Emmanuel Leclerc, para recuperar el control de la colonia, imponer orden, frenar a los ingleses en el Caribe y sobre todo restablecer la esclavitud (cuya abolición había provocado una catástrofe económica).
Eran 35 navíos de línea y 21 fragatas que trasladaron a un ejército de 33.000 hombres. En un primer momento se impusieron pero luego, diezmadas sus filas por las enfermedades tropicales -el propio Leclerc murió de vómito negro o fiebre amarilla- tuvieron que atrincherarse en las ciudades, donde fueron bloqueados por la Royal Navy, mientras el campo quedaba en manos del enemigo. A finales de 1803 la expedición certificó su fracaso e inició el regreso, dejando atrás nada menos que 29.000 bajas. En enero de 1804 se proclamaba la independencia de Haití.
Pues bien, entre las tropas que se mandaron a Saint-Domingue figuraba la Legión Polaca, 5.280 soldados de esa nacionalidad que se habían unido a la Francia revolucionaria esperando su ayuda para afrontar la Tercera Partición de Polonia que llevaron a cabo Rusia, Austria y Prusia en 1795. Dado que la Constitución francesa no permitía emplear tropas extranjeras en su territorio, las diversas legiones polacas que se formaron a partir de 1797 fueron empleadas por el Directorio en Italia, con célebres comandantes como Jan Henryk Dąbrowski, Karol Kniaziewicz y Józef Wybicki.
Dos años después sumaban la importante cifra de 10.000 efectivos, que vinieron muy bien dado que buena parte del ejército galo se lo había llevado Napoleón a su campaña de Egipto, pero pagaron su esfuerzo con un alto coste de vidas que deshizo las dos primeras legiones. Concluido el devenir de la llamada República Cisalpina, Bonaparte, que se había proclamado Primer Cónsul, cambió la ley para poder aprovechar aquella fuerza donde le conviniera. Así, entre 1799 y 1800 formó una tercera legión con los restos de las anteriores y la incorporó al Ejército del Rin, denominándola Legión del Rin (o Legión del Danubio).
El Tratado de Luneville, firmado el 9 de febrero de 1801, trajo la paz pero también cierta desilusión de los polacos porque tenían que dedicarse a tareas policiales y además el problema de su país no se explicitaba en el acuerdo; algunos mandos incluso renunciaron decepcionados. Pero, para compensar el descontento, a finales de ese año Napoleón reorganizó las legiones en dos semibrigadas y las asignó al cuerpo expedicionario que Leclerc iba a dirigir en Saint-Domingue. Las acompañaban contingentes alemanes y suizos, fundamentalmente, porque Bonaparte prefería dejar a los soldados franceses en el continente.
Como vimos, la campaña fue un desastre y supuso la muerte de cuatro millares de polacos entre combates y fiebres. De los supervivientes, unos 700 (sólo 330 según otras versiones) pudieron volver a Europa, donde continuaron su vida guerrera contra la Cuarta Coalición y en 1807, tras la creación del Gran Ducado de Varsovia como único resto de lo que había sido Polonia, constituyeron la base de la llamada Legión del Vístula, que combatió en la Grande Armeé hasta 1815. Aparte, grupos menores de docenas de individuos se diseminaron por las islas caribeñas o pasaron a los recién nacidos Estados Unidos.
Lo que nos interesa aquí es que alrededor de 400 polacos se quedaron en Saint-Domingue. No lo hicieron por unirse a los rebeldes, como dice el tópico, ya que el número de desertores apenas alcanzó los 150 en una época en que la deserción era frecuente, sino porque habiendo terminado la guerra no tenían una patria a la que volver, viendo que Francia no estaba por la labor de intervenir en Polonia.
Por otra parte, sí es cierto que simpatizaban con los haitianos, que también ansiaban su independencia, y colaboraron con ellos para lograrla en 1804.
Consecuentemente, aquellos polacos se convirtieron en colonos, naturalizándose hasta el punto de que Dessalines, primer presidente haitiano, los describió como «los negros blancos de Europa». Resulta irónico que, poco después, este mandatario imitase a Bonaparte autoproclamándose emperador. Buena parte de ellos se estableció en el mencionado pueblo de Cazale, del que se dice que recibe ese nombre a resultas de combinar la palabra criolla kay (hogar) con el apellido que muchos llevaban, Zalewski.
Cazale se encuentra a unos 72 kilómetros al norte de la capital, Puerto Príncipe, y a sus habitantes se los conoce popularmente como poloné, polacos. Muchos presentan rasgos mestizos, con rasgos negroides pero piel y pelo claros, extendiéndose por otras villas del entorno como La Vallée-de-Jacmel, Fond-des-Blancs, La Baleine, Port-Salut y Saint-Jean-du-Sud.
Protagonizaron un segundo episodio conflictivo en 1969, cuando sufrieron la represión del dictador François Duvalier, quien envió a sus siniestros tonton macoutes a asesinar indiscriminadamente en Cazale por ser éste un lugar de efervescencia comunista entre los estudiantes.
Para contrarrestar la tragedia, en 1983 no debieron caber en sí de gozo cuando el papa polaco Juan Pablo II visitó la localidad y destacó el papel que sus compatriotas jugaron en la independencia de Haití.
Fuentes
Being poloné in Haití (Sebastian Rypson)/Lost white tribes. the end of privilege on Sri Lanka, jamaica, Brazil, Haiti, Namibia and Guadeloupe (Riccardo Orizio)/Haiti. A shattered nation (Elizabeth Abbott)/Poland’s Caribbean tragedy. A study of Polish Legions in the Haitian War of Independence, 1802-1803 (Jan Pachoński y Reuel K. Wilson)/La Revolución Haitiana (1791–1804) Una contribución para superar el olvido y el abandono (Henry Boisrolin)/Wikipedia
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