Siempre creí que eso de que los loros hablaban era una leyenda que sobrevivía gracias a los tebeos, el cine y la televisión, y que el loro custodiado como testigo del crimen de Laura Palmer en Tween Peaks no era sino una broma más de su director, el inclasificable David Lynch. Pero resulta que en 2017 un tribunal de EEUU declaró culpable del asesinato de su marido a una mujer basándose en que el loro que tenían como mascota repetía las presuntas últimas palabras de la víctima: «¡No dispares, no dispares!».
Para entonces, yo mismo había podido comprobar que la habilidad oratoria de esas aves era mucho más real de lo que pensaba cuando un día descubrí que las estentóreas filípicas que soltaba mi nuevo vecino por la ventana no salían de su boca sino del loro que tenía en una jaula de su ventana. Así que esos animales hablan verdaderamente y se les entiende bastante mejor que a muchos humanos. La cuestión es si son conscientes de lo que dicen o se limitan a imitar sonidos, si poseen inteligencia suficiente como para articular palabras en un lenguaje, aunque sea muy básico, o sólo reaccionan fisiológicamente al entorno. Y ahí entra en juego la historia de Alex.
Alex era un loro gris africano (Psittacus erithacus), especie denominada así por proceder de ese continente y que está caracterizada por tener el plumaje del color que le da nombre y un característico pico negro. Como suele pasar con las aves exóticas, está en peligro de extinción por la reducción a marchas aceleradas de su hábitat natural y la captura de ejemplares para venderlos como mascotas debido a que son muy inteligentes y poseen una apreciable memoria que les facilita reproducir los sonidos que oyen.
En este caso no consta el origen de Alex y sólo se sabe que había nacido en 1976, así que probablemente no procedía de África sino que era estadounidense. Lo importante es que su entrada en la historia se produjo cuando tenía trece meses y fue adquirido en una tienda por la psicóloga y etóloga neoyorquina Irene Maxine Pepperberg. Fue ella la que le puso ese nombre como acrónimo del Avian Learning EXperiment (Experimento de Estudio Aviar), el trabajo de investigación que estaba realizando.
Su especialidad era la cognición animal y se encontraba enfrascada en ello para la Universidad de Purdue, en West Lafayette, Indiana (luego estaría en otras universidades como Harvard o Brandeis, en su largo currículum). Eligió el pájaro al azar, por hallarse en Chicago en ese momento (era un comercio de esa ciudad), no porque tuviera unas cualidades especiales. De hecho, presentaba algunas limitaciones porque de pequeño le habían cortado las alas para evitar que escapase y, consecuentemente, no había aprendido a volar.
La idea era enseñar a Alex para averiguar hasta dónde podía llegar y demostrar que el pequeño cerebro de las aves no implicaba necesariamente una inteligencia escasa. Hasta entonces, la ciencia consideraba que sólo un cerebro como el de los primates permitía acometer cuestiones relacionadas con el lenguaje y su comprensión, atribuyendo a la capacidad de hablar de loros, guacamayos, cuervos y papagayos el ser una mera imitación cacofónica que les permitía interactuar entre sí.
Por tanto, Irene aplicó una técnica didáctica a base de tres roles, el de ella, el del entrenador y el del alumno, en la que éste asistía a la interactuación entre los dos primeros: ella decía algo y él tenía que responder imitándola, recibiendo un premio cuando vocalizaba correctamente. Repitiendo una y otra vez, el loro terminaba por sumarse a la conversación,respondiendo en vez del entrenador, para ser él quien se llevase la recompensa.
Era un sistema denominado M/R (Modelo/Rival) y desarrollado por el etólogo alemán Dietmar Todt en los años cincuenta precisamente con la especie Psittacus erithacus, aunque ella lo modificó ligeramente al ampliar las conversaciones con cualquiera, en vez de restringirlas únicamente al entrenador, para que Alex se animara a participar en cualquier circunstancia y con cualquier persona. Asimismo, poco a poco fue sustituyendo la entrega del premio por la del objeto sobre el que se preguntaba, de forma que el ave lo asociara con la palabra.
Eso permitió que el loro distinguiera entre sesenta objetos diferentes, siendo capaz de contar hasta seis, distinguir siete colores y cinco formas, y entender conceptos abstractos como arriba y abajo, grande y pequeño…). Una vez incluso creó él mismo una palabra: al no encontrar ninguna para una manzana roja (que nunca había visto), combinó los nombres de plátano y cereza. Con el paso de los años, el entrenamiento se fue haciendo más complejo, pasando a combinar el centenar de palabras que llegó a manejar para formar frases simples y marcando todo un hito cuando una vez incluso formuló una pregunta (de qué color eran sus plumas, al verse en un espejo), algo insólito porque ni los simios lo han hecho, convirtiéndose así en el único animal que ha formulado una pregunta hasta hoy en día.
No sabía decir a dónde quería ir (geográficamente hablando) pero sí manifestar su conformidad o disconformidad cuando le decían a qué sitio le llevaban. Asimismo expresaba estados de ánimo (frustración cuando le daban nueces si pedía plátano, ira si intentaban engañarle, constricción cuando era el entrenador el que se enfadaba -incluso pedía disculpas- y aburrimiento en determinados momentos -en tal caso respondía incorrectamente de forma deliberada, como los niños-). En 2005 alcanzó otro logro insólito al demostrar que entendía el concepto de cero (o nada) al decir que no había diferencia entre dos objetos iguales que le enseñaron.
Según la investigadora, Alex mostraba un nivel cognitivo similar al de los delfines y grandes simios, que algunos expertos equiparan con el de un niño de cinco años en algunos aspectos, mientras que emocionalmente lo comparaba con un bebé de dos. Claro que no todos los científicos mostraron tanto entusiasmo. Los más escépticos señalaron que en esos casos los animales suelen percibir estímulos condicionantes que para nosotros son casi imperceptibles y a ellos les sirven de guía para sus respuestas, siendo el paradigma el caso del caballo Kluger Hans (al que dedicamos un artículo), que parecía saber contar pero sólo captaba las reacciones sutiles subconscientes de su amo.
Irene adujo que Alex no interactuaba únicamente con ella y que, de todas maneras, no se trataba de un animal superdotado; que respondiera correctamente al 80% de las preguntas era fruto del adiestramiento y del hecho de que los loros son muy sociables (lo que facilita la comunicación y la interactuación, así como la iniciativa) y bastante longevos (hasta cuarenta y cinco años, algo que da margen para un entrenamiento lento y concienzudo). En esto último, sin embargo, Alex no cumplió las expectativas. Falleció repentinamente la noche del 6 de septiembre de 2007, con sólo treinta y un años de edad, de un fallo cardíaco o quizá un derrame cerebral derivados de la arteriosclerosis que padecía, probablemente genética.
Eso sí, no quiso irse sin dejar otra muestra de su brillante paso por la ciencia. Y es que, según contó Irene, al acabar la jornada y marcharse a casa se despidió de él como hacía siempre, y Alex contestó también con su fórmula habitual: «Sé buena. Te veo mañana. Te quiero».
Fuentes
The Alex Studies. Cognitive and communicative abilities of grey parrots (Irene Maxine Pepperberg)/Alex & Me. How a scientist and a parrot discovered a hidden world of animal intelligence and formed a deep bond un the process (Irene Maxine Pepperberg)/Animal bodies, human minds. Ape, dolphin, and parrot language skills W.A. Hillix y Duane Rumbaugh)/Principios de aprendizaje y conducta (Michael Domjan)/The Alex Foundation/Wikipedia
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