Si recuerdan, hace unos meses publicamos un artículo dedicado a Quinto Fabio Máximo, cinco veces cónsul y dictador romano que se encargó de leer la declaración de la guerra a Cartago y salvó a la capital de la República de su conquista por Aníbal, razón por la cual le apodaron el Escudo de Roma.
Pues bien, en la Antigüedad un escudo no era gran cosa si no iba acompañado de una espada y ese papel recayó en otro pentacónsul, Marco Claudio Marcelo, que consiguió algunas victorias sobre el general cartaginés y conquistó Siracusa; por eso le llamaron la Espada de Roma.
Como suele pasar, no se sabe gran cosa de la juventud de Marcelo. Ni siquiera la fecha de nacimiento, que se supone anterior al 268 a.C. basándose en que, según Plutarco, superaba los sesenta años cuando asumió su quinto y último consulado. El historiador griego romanizado cuenta en el capítulo correspondiente de sus Vidas paralelas que desde joven destacó en la lucha cuerpo a cuerpo, como soldado, frente a otros aspectos de su formación. Incluso salvó la vida de su hermano Otacilio durante una batalla en la que fueron rodeados durante la Primera Guerra Púnica, así que estaba clara qué dirección iba a tomar su futuro profesional.
Sus superiores le elogiaron siempre por su habilidad y valor, siendo esa reputación la que le aupó a su primer cargo público, el de edil curul, una especie de funcionario administrativo dependiente del pretor urbano que constituía el primer escalón del cursus honorum y, por ello, estaba abierto también a los plebeyos y no sólo a los patricios. Por cierto, otro cronista heleno, Posidonio, reseña que fue el primero de su familia en usar el cognomen Marcelo, aunque hay fuentes que indican que ya estaba presente en su genealogía.
La elección como edil curul fue en el año 226 a.C., lo que confirma lo tardío del inicio de la carrera política de Marcelo, quizá fruto de cierto desinterés y de su preferencia por el mundo militar, sólo que en la Antigua Roma ambas cosas eran indisolubles. Un enfrentamiento contra otro edil, Cayo Scantilio Capitolino, por haber insultado a su hijo Marco, terminó en un juicio que ganó, empleando la correspondiente indemnización en comprar objetos para los templos. Es posible que esa noble actitud le hiciera acreedor de un nuevo peldaño político que recibió por entonces, el de augur.
Los augures eran sacerdotes de carácter vitalicio a las órdenes del pontifex maximus y cuyo cometido consistía en interpretar la voluntad de los dioses basándose en signos y rituales diversos, algo fundamental en la vida de los romanos, que no daban un paso sin informarse antes sobre los presagios. Al igual que la magistratura anterior, los plebeyos podían desempeñarla desde el año 300 a.C. gracias a la promulgación de la Ley Ogulnia (de hecho, se exigía que cinco de los augures procedieran de la plebe).
Por tanto, Marcelo ya andaba por los cuarenta años y fue hacia el 222 a.C. cuando se disparó su carrera política al ser elegido cónsul. Roma estaba en alerta casi continua, ya que había terminado la Primera Guerra Púnica pero ahora eran los galos el enemigo; no por deseo de ellos, ya que precisamente bolos e insubrios enviaron embajadas solicitando la paz después de décadas de conflicto y de que los generales Publio Furio Filo y Cayo Flaminio les hubieran derrotado una y otra vez. Sin embargo, a Marcelo y su compañero de consulado, Cneo Cornelio Escipión Calvo (hermano de Publio y, por tanto, tío del futuro Escipión el Africano) no les interesaba la paz; al fin y al cabo, el prestigio en su cargo se obtenía con triunfos militares.
Así que, cuenta Polibio, rechazaron parlamentar e iniciaron una campaña atravesando el Po y sitiando la ciudad de Acerrae. Los insubrios habían pedido ayuda a los gesetas, que enviaron treinta mil hombres, parte de los cuales cercaron a su vez Clastidium, un asentamiento romano en la Galia Cispadana. Marcelo acudió en su auxilio con un importante contingente de caballería y aplastó al enemigo, venciendo en combate singular a su jefe Viridómaro. A continuación se reunió con Escipión, liberaron Acerrimae y conquistaron Mediolanum (actual Milán), ya en la Galia Cisalpina.
Los insubrios se rindieron incondicionalmente y Marcelo -sólo él- fue premiado con lo que buscaba: un triunfo, al que acompañó además la spolia opima, es decir, las armas y el equipo arrebatados a un enemigo, lo que se consideraba el más apreciado trofeo; tras un desfile al Capitolio, el homenajeado colgaba esa panoplia de un roble junto al templo de Júpiter Feretrio, el más antiguo de Roma. Sólo Rómulo y Aulo Cornelio Coso habían ganado con anterioridad una spolia opima y nadie lo volvió a hacer más, así que Marcelo entraba en la Historia por la puerta grande.
El lustro siguiente debió de ser relativamente tranquilo para él porque Plutarco no reseña nada especial hasta el 216 a.C., cuando le nombran pretor. La razón era de peso: dos años antes había estallado la Segunda Guerra Púnica y en junio de 217 a.C. Aníbal destrozó a las fuerzas del cónsul Cayo Flaminio Nepote en la Batalla del Lago Trasimeno, igual que había hecho seis meses atrás en Trebia con otro ejército romano. El general cartaginés se convirtió así en un serio peligro que se confirmó al verano siguiente, cuando volvió a provocar un desastre en Cannas.
Marcelo, en principio destinado a Sicilia, recibió la pretura (que lo mismo le facultaba para impartir justicia que para tomar el mando militar) para defender Roma. Para ello formó un ejército con sus tropas más los supervivientes de Cannas (a las que daba así la oportunidad de resarcir su deshonor), marchando hacia Campania al encuentro del adversario. Éste, tratando de lograr la adhesión de los pueblos itálicos, ya había conseguido la de Capua y se disponía a entrar en Nola cuando los patricios locales dieron la alarma.
Marcelo acudió a toda prisa y repelió a los cartagineses en una escaramuza menor pero que elevó considerablemente el ánimo. Al menos por un tiempo, ya que Aníbal se tomó la revancha con otra victoria en Casilino. Así llegó el año 215 a.C. y Marcelo tuvo que presentarse en la capital a petición del dictador Marco Junio Pera y su magister equm Tiberio Graco, quienes le confirmaron en su cargo y además le nombraron procónsul. En realidad acumuló más poderes, pues el cónsul Lucio Postumio Albino murió poco después en la Galia Cisalpina a manos de los bolos (que usarían su cráneo como recipiente para beber) y el pueblo eligió a Marcelo como sustituto.
Todo un problema porque no era patricio, algo inadmisible para el Senado, así que Marcelo se vio obligado a renunciar y centrarse en las operaciones en Campania. Allí volvió a impedir la conquista de Nola por Aníbal, esta vez de forma tan contundente que los auxiliares de caballería númidas e hispanos se pasaron a su bando; luego recuperó Casilino. Estos éxitos le dieron una popularidad tal que en 214 fue elegido cónsul de nuevo y esta vez nadie pudo oponerse, por insólito que resultara. Junto a su compañero, Quinto Fabio Máximo, eran el Escudo y la Espada, como decíamos al principio, y les iban bien los sobrenombres: el primero, en efecto, actuaba como un escudo, defensivo, prudente y aparentemente pasivo, partidario de ir desgastando lentamente al enemigo (fue apodado también Cunctator, algo así como Temporizador, «el que retrasa»); el segundo, dinámico, siempre buscando el enfrentamiento como un gladius.
Y la Espada siguió actuando victoriosamente impidiendo un tercer intento cartaginés de conquistar Nola, tras lo cual pudo recuperar el plan de pasar a Sicilia; era importante porque Siracusa, antaño favorable a los romanos, ahora estaba en manos de los generales púnicos Epícides e Hipócrates. Marcelo logró que el pueblo los desterrara y los romanos entraron en la ciudad mientras Marcelo personalmente tomaba Leontino (actual Lentini), donde los dos huidos se habían refugiado. La dureza con que fueron tratados los vencidos incitó a media Sicilia a volverse contra Roma y a Siracusa a rebelarse pero fue inútil.
Marcelo puso sitio a la ciudad (en cuya defensa se distinguió con sus inventos el famoso Arquímedes) mientras desarrollaba una campaña de pacificación por el resto de la isla. Dos años tardaron las legiones en imponerse pero al final lo hicieron, en parte basándose en el miedo que provocaron masacrando a quienes se resistían, como en Enna. También resultó fundamental para ello la caída final de Siracusa entre los años 212 y 211 a.C., debilitada por una epidemia y la defección de los mercenarios hispanos; Arquímedes, por cierto, falleció a manos de un legionario, algo que Marcelo lamentó.
El cónsul empañó su victoria con el duro saqueo a que sometió a la ciudad, que contrastaba con la mano izquierda que desplegó su compañero Quinto Fabio Máximo en Tarento. Ahora bien, no debió importarle mucho, ya que tenía otras preocupaciones; entre ellas concluir la campaña derrotando a los otros ejércitos cartagineses y adueñándose de Agrigento.
Pero eso lo dejó en manos de su subalterno Marco Cornelio Dolabella porque él renunció a su cargo y marchó a Roma con la esperanza de recibir otro triunfo que, sin embargo, le fue denegado; tuvo que contentarse con una ovatio (ovación, una modalidad menor en la que hacía el desfile a pie en vez de en carro, con una corona de mirto en vez de laurel y sin acompañamiento ni de sus tropas ni del Senado), aunque el botín que exhibió era tan rico que lució casi igual.
Luego colaboró en la lucha contra los cartagineses en Hispania, período durante el que le eligieron cónsul por cuarta vez con Marco Valerio Levino de compañero. Aquí le estalló en las manos su comportamiento inflexible en Sicilia, que le reprocharon sus opositores políticos basándose en la oleada de quejas que manifestó ante el Senado una delegación de ciudades insulares. Para limar asperezas, Marcelo cedió el gobierno de la isla a Levino y él retomó el mando del ejército contra Aníbal, que había vuelto a vencer a los romanos en Herdonia.
Ambos bandos se enfrentaron en Numistro quedando en tablas pero con los cartagineses dando tumbos por la península italiana sin un objetivo claro mientras Marcelo, que se hizo con el control de la región de Apulia, le seguía los pasos pero no lograba entablar la batalla decisiva que quería. Ello le impidió acudir a Roma para los comicios, de los que salieron elegidos cónsules Quinto Fabio Máximo y Quinto Fulvio Flaco. No obstante, retuvo su cargo de procónsul y en el 209 a.C. se encontró con Aníbal en Canusio. Tampoco aquí hubo una batalla propiamente dicha sino una sucesión de escaramuzas sin más resultados que grandes pérdidas por ambas partes.
Aníbal pasó a Tarento para intentar romper el asedio a que la sometía Máximo pero fracasó. Paralelamente, Marcelo fue cuestionado por las bajas cosechadas; él se defendió tan convincentemente que al año siguiente le eligieron cónsul por quinta vez. Sería el capítulo final de su inagotable biografía porque al año siguiente, tras aplacar una sublevación de los arretianos (un pueblo etrusco), de nuevo partió en busca de Aníbal y tras descubrir su campamento salió en una misión para reconocer el terreno y fue sorprendido por una patrulla númida; un lanzazo acabó con él y días después le seguía, a causa de las heridas recibidas, su compañero de consulado Quincio Capitolino Crispino.
Cabe añadir que Aníbal, al enterarse, fue a ver personalmente el cuerpo de su enemigo para rendirle honores, organizándole un funeral de altura. No sólo eso sino que envió las cenizas a su hijo metidas en una urna de oro y plata. Unas fuentes (Cornelio Nepote, Sexto Aurelio Víctor y Valerio Máximo) dicen que nunca llegaron a destino porque unos bandidos las robaron por el camino, mientras que otras (Plutarco) aseguran que sí. Fue el final de la Espada de Roma.
Fuentes
Vidas paralelas (Plutarco)/Historia de Roma desde su fundación (Tito Livio)/Historias (Polibio)/Historia de Roma (Serguei Ivanovich Kovaliov)/Aníbal, enemigo de Roma (Gabriel Glasman)/El mundo mediterráneo en la Edad Antigua. El helenismo y el auge de Roma (Pierre Grimal)/Wikipedia
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