La sequía siempre ha sido una de las pesadillas de la gente del campo y de quienes dependían de las cosechas para vivir. Las lágrimas de los niños ofrecidos a Tláloc, la danza de la lluvia de las tribus norteamericanas o las procesiones con la efigie de San Isidro no son sino expresiones de la desesperada necesidad de agua que hoy han sido sustituidas por métodos científicos de limitada eficacia, como esparcir yoduro de plata por las nubes para generar cristales de hielo. Sin embargo, probablemente ningún sistema ha sido tan asombroso como aquella máquina de hacer llover de la primera mitad del siglo XX inventada por el ingeniero argentino Juan Pedro Baigorri Velar.
Baigorri nació en 1891 en la localidad de Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos, hijo de un militar amigo del general Julio Argentino Roca (presidente del país e impulsor de la dura campaña contra los indios de la Pampa y Patagonia conocida como la Conquista del Desierto). El joven estudió en el CNBA (Colegio Nacional) un centro de enseñanza secundaria fundado por los jesuitas en la época virreinal aunque a principios del siglo XX ya era laico. La consiguiente formación universitaria en Ingeniería la cursó en Italia, especializándose en Geofísica por la Universidad de Milán.
El petróleo ya se había perfilado como uno de los fundamentos de la civilización contemporánea y Baigorri entró a trabajar precisamente para varias compañías prospectoras analizando el subsuelo de múltiples regiones de otros tantos países americanos, caso de México, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Chile, Brasil y Perú. En 1929 recibió una oferta de Enrique Mosconi, un ingeniero militar argentino pionero de las explotaciones petrolíferas en ese país que siete años antes había sido nombrado director general de la recién creada empresa argentina YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales).

Baigorri no aceptó pero sí tuvo ocasión de estabilizar su vida y asentarse en un lugar fijo, su patria. Para entonces ya tenía mujer y un hijo, María y William respectivamente, a los que instaló en una casa de la actual Avenida Rivadavia mientras él trabajaba en Colonia del Sacramento, una ciudad uruguaya de la parte meridional, en la ribera del Río de la Plata opuesta a Buenos Aires (separadas sólo por cincuenta kilómetros). Fue allí donde hizo el presunto descubrimiento que iba a cambiar su vida para hacerle entrar en la Historia, aunque fuera en la anecdótica.
Él mismo lo contó en una entrevista al diario sensacionalista Crítica, dando a entender que se trató de algo casual:
«En 1926, mientras trabajaba en Bolivia en la búsqueda de minerales utilizando un aparato de mi invención, noté algo curioso. Cuando conectaba el mecanismo y éste se ponía en funcionamiento, se producían lluvias ligeras que me impedían trabajar. Me llamó la atención el fenómeno y consideré que esas pequeñas lluvias podrían ser originadas por la congestión electromagnética que la irradiación de mi máquina producía en la atmósfera».
Al hablar de su máquina se refería a uno de los muchos artilugios que él mismo fabricaba para detectar minerales a través de los impulsos electromagnéticos en el subsuelo. Era una especie de cajón, del tamaño de un televisor, dotado de una batería eléctrica con varios reactivos químicos conectados y un par de antenas, que hacían de polos positivo y negativo, para dirigir los susodichos impulsos. Durante su estancia en Uruguay insistió con el artefacto obteniendo los mismos efectos que cuando probaba en Buenos Aires al reunirse con su familia los fines de semana.
Que en todas partes se produjera un resultado similar le persuadió definitivamente de que era cosa de la máquina. No obstante, su trabajo le impidió centrar la atención en el asunto hasta que en 1938 contactó con FCCA (Ferrocarril Central Argentino), una compañía de capital británico que operaba en las provincias de Santa Fe y Córdoba desde mediados del siglo XIX. Su presidente le propuso hacer una demostración oficial en una estancia (rancho) llamada Los milagros y ubicada en la provincia de Santiago del Estero, donde llevaba año y medio sin caer una gota de agua.
La prueba se hizo en noviembre y doce horas después de realizarla se nubló el cielo soltando un pequeño chaparrón (Baigorri también aprovechó para visitar el Campo del Cielo, un área del Chaco sembrada de meteoritos, y analizar el Mesón de Fierro, descubierto por los españoles y por entonces el mayor del mundo). Un mes más tarde se repitió el experimento en la capital provincial y tras cincuenta y cinco horas de funcionamiento del ingenio llegó la lluvia. La repercusión mediática fue considerable y Baigorri fue bautizado como el «Mago de Villa Luro» (en alusión a su domicilio), «Júpiter moderno» o «Mago de los cielos», en un fervor algo ingenuo y localista por cuanto no era la primera vez que se anunciaba un invento así.
Efectivamente, por esa misma época, el inefable psiquiatra vienés Wilhelm Reich también empezó a probar un cañón rompenubes que, si se lo hacía actuar al revés, en lugar de romperlas las formaría provocando lluvias. Según decía, ello era posible actuando sobre lo que llamaba orgón, una fuerza vital universal inmaterial y omnipresente, susceptible de ser positiva o negativa según cada individuo. Lo mejor de todo es que, aprovechando el apogeo que vivían las tesis de Freud, situaba su origen en la energía corporal liberada durante el acto amoroso.
Antes, a principios de siglo, el estadounidense Charles Hartfield también alcanzó la fama como rainmaker (fabricante de lluvia) basándose en un libro del ingeniero civil Edward Powers, un veterano de la Guerra de Secesión que aseguraba que las emanaciones de las explosiones artilleras podían incentivar la caída de agua de las nubes. Hartfield vio el negocio y aplicó un método consistente en lanzar al aire un cóctel químico. Con la ayuda de un avispado promotor lo puso en práctica, alquilando sus servicios de estado en estado, cada vez con una tarifa mayor, hasta que en 1915 provocó unas inundaciones torrenciales en San Diego y le demandaron. Fue encarnado por Burt Lancaster en El farsante.
Volviendo a Argentina, no todos compartían ese entusiasmo. Por ejemplo, el director nacional de Metereología, Alfredo Galmarini, descalificó el invento tildándolo de parodia:
“Ante el conocimiento de los términos, de los alcances y de las proyecciones que se han querido atribuir a los pseudo experimentos de Santiago del Estero, realizados por una empresa particular, y en razón del cargo que desempeño, me veo en la necesidad de declarar que dichas informaciones no constituyen solamente un atentado a la ciencia, sino también al más elemental criterio. Por ello, la Dirección a mi cargo no está ya interesada en desvirtuar, con nociones técnico-científicas, el carácter de los experimentos y sus posibilidades. Yo creo que el comentario público, por sí solo, es quien debe desvirtuar tanta imaginación tropical, al punto que estimo que los comunicados de referencia debieron aparecer en un día 28 de diciembre (día de los inocentes) por las razones conocidas”
Galmarini tenía una explicación más sencilla para la llegada del agua: su servicio lo había pronosticado ya.
“Según la panacea que se anuncia, ya no tendremos más desiertos y a este respecto, entiendo que los que han defendido este sistema, si lo han hecho con sinceridad se han quedado cortos en las proyecciones del invento, pues si con una cajita se ha conseguido hacer llover en una extensísima zona del país, y haber provocado una perturbación meteorológica característica, que a las 9 del día 24 de diciembre la oficina Meteorológica la había registrado y reproducido en su carta sinóptica que llega a las manos del público, perturbaciones que tienen más de 1500 kilómetros de longitud y que nacieron a la altura de Tierra del Fuego muere en el centro de Córdoba, pasando por Mar del Plata, deberíamos llegar a la conclusión de que aumentando la potencia del aparato y multiplicando en gran cantidad su número, podríamos llegar sin mayor esfuerzo mental al diluvio universal”
Baigorri entró al trapo y le contestó, vía prensa, que el 3 de enero de 1939 provocaría un chubasco en Buenos Aires, enviándole un paraguas como sarcástico regalo. Encendió la máquina y las nubes descargaron agua un día antes de lo predicho. El eco del asunto trascendió las fronteras y al ingeniero le llegaron ofertas estadounidenses por la patente, aunque él se negó a venderla porque quería que la beneficiada fuera Argentina. O eso aseguraba.
No obstante, y aunque el éxito se repetiría en Carhué (provincia de Buenos Aires), donde llevaba tres años sin llover y el lago Epecuén terminó desbordándose, así como en otros sitios de donde le llamaban eventualmente para traer lluvia (como pasó en San Juan y Córdoba en 1952, o en La Pampa un año más tarde), el caso es que el pluviógeno, como lo bautizó Crítica, continuó ligado a su creador de forma absoluta sin que se llegara a concretar una producción en serie porque Baigorri siempre se negó a desvelar la clave de su funcionamiento y se empeñó en que debía ser él mismo quien lo manejase. Algo que en opinión de los escépticos no hacía sino acrecentar las sospechas de fraude.
Resistiendo a las presiones que al respecto ejercía el Ministerio de Asuntos Técnicos, el titular de la cartera, Raúl Mendé, terminó por dejar de llamarle y el fulgor que había alcanzado aquel inventor fue apagándose progresivamente, cayendo finalmente en el olvido. De ahí en adelante se centró en su trabajo de ingeniero y dejó de realizar exhibiciones. Sólo hizo una excepción: aceptó solucionar la sequía que azotaba Río Negro (Uruguay) en 1970 pero esa vez falló y no quisieron pagarle, por lo que la cosa acabó en los tribunales.
¿Es que ya no funcionaba el aparato? En realidad, los científicos consideran que nunca lo hizo y todo era un montaje. «Consta de una antena especial que despide rayos electromagnéticos hacia la atmósfera y va produciendo la congestión hasta provocar la lluvia” fue la confusa y vaga descripción que facilitó Baigorri y que en la práctica no explicaba nada; lo empeoró añadiendo que tenía dos circuitos, uno para provocar tornados y ciclones y otro para lluvia intermitente. Igual de celoso se mostró respecto a enseñar los planos, que más tarde dijo haber destruido porque si otros intentaban hacer un pluviógeno por su cuenta corrían el riesgo de provocar una catástrofe por las tempestades que desatarían las sustancias radiactivas que decía usar.
Pero el que pasaran horas, días e incluso semanas desde que la máquina se encendía hasta que llovía significaba que la causalidad que se le atribuía no tenía por qué ser tal sino fruto del azar o simplemente de una revisión previa del pronóstico del tiempo. De hecho, ya vimos que en varios casos la lluvia estaba anunciada por el servicio meteorológico y en otros fracasó; en estas situaciones se suele dar lo que se llama falacia de evidencia incompleta (reseñar de forma selectiva sólo lo que interesa descartando lo adverso) y por eso únicamente se recuerdan los éxitos del ingeniero. Como mucho, hay quien concede que quizá las ondas electromagnéticas funcionaban como un radar, avisando de lluvia… cuando detectaban masas nubosas.
El ingeniero, por cierto, falleció en 1972 de una bronquitis y lo enterraron, se dice que bajo un aguacero, en el cementerio bonaerense de La Chacarita, ignorándose qué fue de su invento.
Fuentes
Invenciones argentinas. Guía de cosas que nunca existieron (Pablo de Santis)/El científico (Alicia Barberis)/El capitán de las lluvias (Sergio Núñez y Ariel Idez en Página 12)/Wilhelm Reich and Orgonomy (Ola Raknes)/The Rain Wizard. The amazing, mysterious, true life of Charles Mallory Hatfield (Larry Dane Brimner)/Mitos y Timos/Wikipedia
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