Aunque parezca extraño, a veces carecer de un desarrollo tecnológico suficiente puede resultar un alivio. Es lo que le pasó a nuestra civilización cuando llegaron a la Tierra las eyecciones de la tormenta solar de 1859, la más fuerte jamás registrada. De haberse producido hoy en día habría originado graves problemas en las comunicaciones al dañar los satélites, interrumpir las emisiones de radio y provocar apagones de la red eléctrica; en cambio, en aquel año la electricidad todavía no se usaba en iluminación y el único sistema de comunicación a distancia era el telégrafo, que de todas formas recibió pocos daños al estar dando aún sus primeros pasos.

Una tormenta solar es una perturbación que se produce temporalmente en la magnetosfera terrestre, la capa exterior que se forma por la interacción entre el magnetismo del planeta y el viento solar (una corriente de protones, electrones y partículas alfa emanadas del Sol gracias a la energía cinética y las altas temperaturas de su corona o atmósfera y que en su trayecto da lugar a una especie de gran burbuja que envuelve el Sistema Solar). Dicha perturbación puede deberse a varias razones: el choque de una onda de viento solar causado por una CME (eyección de masa coronal, onda que combina partículas de viento solar y radiación electromagnética), una llamarada solar, una corriente de viento solar de alta velocidad…

De todas formas, el resultado es una alteración importante del campo geomagnético que empieza a sentirse aproximadamente cincuenta y dos horas después de su origen (es el tiempo que tarda en atravesar el Sistema solar y alcanzar la Tierra) y suele durar entre veinticuatro horas y varios días. Sus efectos únicamente se sienten si el planeta está en medio de su camino. En tal caso se registrarán problemas en los sistemas eléctricos y, como contrapartida, será posible disfrutar de ese espectáculo visual que son las auroras boreales en latitudes poco habituales.

Decíamos antes que la más potente conocida tuvo lugar a finales de verano de 1859. Aunque la frecuencia con que se producen suele ser cada medio siglo, no hubo otra realmente fuerte hasta una centuria después, en 1960, que interrumpió las emisiones radiofónicas. Hace poco, en 2012, se produjo una de magnitud similar a la decimonónica, si bien pasó de largo sin golpearnos. Otras menores se produjeron en 1921, 1989, 1994, 1997 y 2000 dañando sistemas GPS, redes eléctricas y varios satélites de comunicaciones (éstos se diseñan para soportar incidencias parecidas pero no tan intensas), lo que repercutió en el trabajo de los medios de prensa en sitios localizados y obligó a parar a centrales hidroeléctricas; fue lo que sufrió Canadá en los dos primeros años citados.

Esquema de la interacción del viento solar con la magnetosfera de la Tierra /Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Ahora bien, aquí nos interesa la tormenta del XIX, que también es conocida como Llamarada de Carrington (o Evento de Carrington) porque el primero en observarla fue el astrónomo inglés Richard Christopher Carrington. Natural de Chelsea, donde nació en 1826, tuvo que escoger entre una carrera eclesiástica y la astronomía, decidiéndose por ésta. En 1851 fue admitido en la Royal Astronomical Society y al año siguiente se estableció en el observatorio de Redhill, Surrey, dedicándose a cartografiar las estrellas; sus mapas fueron unánimemente aplaudidos.

A partir de 1853 centró su atención en el estudio del Sol, especialmente de sus manchas y eclipses, de forma paralela a lo que estaba haciendo Richard Hogdson, un editor londinense aficionado a la astronomía (aunque era miembro también de la Royal desde 1848) que se había construido su propio observatorio y mostraba atención específica al Sol. Ambos estaban trabajando en el Ciclo Solar 10 (el décimo contado desde 1755, que comenzó en diciembre de 1855 y no terminaría hasta marzo de 1867), que desde el 28 de agosto proporcionaba una cantidad inusual de manchas solares, cuando a las 11:20 del 1 de septiembre de 1859 detectaron un fogonazo de luz blanca que partía de una serie de ellas.

Si la primera eyección tardó entre cuarenta y sesenta horas en recorrer los ciento cincuenta millones de kilómetros que separan el astro rey de la Tierra, un tiempo dentro de lo normal, una segunda oleada lo hizo en sólo diecisiete horas y media porque el sol emitió, durante un minuto, el doble de energía de la habitual en una llamarada. Al día siguiente Balfour Stewart, un físico escocés del Observatorio de los Reales Jardines de Kew (Richmond, Londres), registró bruscos cambios con el magnetómetro y eso fue lo que llevó a Carrington a establecer una relación entre lo que había observado y esos registros, deduciendo que se trataba de una descomunal tormenta solar.

Los informes que fueron llegando lo corroboraron: al deformarse el campo magnético penetró una intensa corriente de partículas que permitió que se vieran auroras boreales desde Norteamérica hasta Colombia, pasando por México, Cuba, Hawai, Japón y China. Una luz rojizo-verdosa teñía el cielo nocturno confundiéndola a veces la gente con la aurora. Peor fue su incidencia sobre la incipiente tecnología eléctrica, haciendo que dejaran de funcionar los telégrafos europeos y norteamericanos y quedaran incomunicados ambos lados del Atlántico; asimismo, saltaban chispas de los postes y se incendiaba espontáneamente el papel telegráfico. Algunos telégrafos se desconectaron para evitar problemas y paradójicamente seguían emitiendo.

Los efectos del Evento Carrington fueron recopilados posteriormente por el matemático estadounidense Elias Gloomis, reseñando en American Journal of Science, junto con los dibujos realizados por Carrington y Hogdson, todas las auroras boreales avistadas a lo largo y ancho del mundo ese año y los posteriores; algunas se habían podido ver incluso antes de la tormenta solar, como por ejemplo la que contemplaron los atónitos vecinos de Queensland (Australia) el 29 de agosto.

¿Qué coste tuvieron todas aquellas incidencias? Es imposible determinarlo por falta de datos pero sí se puede calcular a cuánto ascendería hoy en día; en 2013 el mercado británico de seguros Lloyd’s y la empresa estadounidense AER (Atmospheric and Environmental Research) calcularon que podría suponer más de dos billones y medio de dólares.

Por cierto, Carrington y Hodgson continuaron trabajando. El primero realizó otros avances científicos, como la determinación de una variación en latitud de la aparición de manchas solares durante un ciclo solar que dio pie al astrónomo alemán Gustav Spörer a formularlo en la Ley de Spörer. El inglés ganó un gran prestigio hasta el punto de que, aparte de bautizarse con su nombre aquella tormenta (y un cráter lunar), en lo sucesivo los ciclos solares pasaron a llamarse ciclos Carrington. Pero en 1875 la muerte de su esposa por una sobredosis de cloral le hundió moralmente y falleció diez días después que ella, de una hemorragia cerebral. Hodgson había dejado este mundo tres años antes.


Fuentes

The 1859 space weather event. Then and now (E.W Cliver)/The Sun Kings. The unexpected tragedy of Richard Carrington and the tale of how modern astronomy began (Stuart G. Clark)/Cuando los mundos y las ideas chocan (José Luis Giordano)/El Sol y la Tierra en evolución (Atanasio Lleó)/Wikipedia


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