Pese a que a lo largo de la Historia han sido los hombres los que han llevado el peso de los capítulos bélicos, a veces también el sexo femenino protagonizó alguno y el que vamos a ver hoy es un ejemplo en el que, además, lo de llevar el peso se puede interpretar de forma literal. Independientemente de que se trate de un hecho real o una leyenda, las mujeres de Weinsberg han pasado por ello a la posteridad.
Weinsberg es una pequeña ciudad ubicada en el valle del río Sulm, en el estado alemán de Baden-Wurtenberg, que está en la parte sur del país. La región estuvo habitada desde tiempos prehistóricos, como demuestra un vecino campo de túmulos de la cultura Hallstatt, siendo más tarde el lugar de residencia de los celtas volcas y, posteriormente, los romanos, quienes construyeron una calzada y una villa con termas y todo en el siglo II. En el siglo VI llegaron los francos desplazando a los alamanes, de ahí que el territorio quedara luego integrado en el imperio de Carlomagno.
Lo interesante para este artículo empezó en torno al año 1000, cuando se construyó un castillo en lo alto de una colina que dominaba la ruta entre Heilbronn y Schwäbisch Hall.
Hoy en día apenas se lo recuerda como un edificio hechizado en el que se han registrado supuestos sucesos paranormales, quizá debido a que en la Segunda Guerra Mundial se instaló allí el Oflag Va, un campo de prisioneros para oficiales Aliados hasta que en 1945 los bombardeos lo redujeron casi todo a ruinas. En cualquier caso, genera una corriente de turismo esotérico que le viene de perlas a la economía local de una población que apenas pasa de once mil habitantes.
Ahora bien, el Castillo de Weisenberg se vio inevitablemente inmerso en una guerra muy anterior, la librada entre güelfos y gibelinos, de las que ya hablamos aquí en más de una ocasión. Esas palabras son una italianización de las germanas welfen y waibinglen, que en la península mediterránea se usaban para distinguir a los partidarios del Papa y del Emperador en sus respectivas aspiraciones de controlar sus ciudades pero que en tierra alemana aludían a los dos partidos enfrentados por el trono del Sacro imperio Romano Germánico.
Así, los welfos apoyaban a la casa de Baviera mientras que los waibinglen lo hacían a la de Hohenstaufen, que era la propietaria del castillo. En el año 1125 falleció el emperador Enrique V, cuyo mandato fue un enfrentamiento continuo con los príncipes sajones y turingios aliados del Papa porque, entre otras cosas relacionadas con dirimir derechos, el prelado le había excomulgado. Aunque se casó con la princesa Matilde, hija de Enrique I de Inglaterra, no tuvieron hijos, por lo que se convirtió en el último de su dinastía, la salia o francona, dejando abierto el problema sucesorio.
Los candidatos a ocupar su puesto eran Lotario, duque de Sajonia, que estaba refrendado por los welfos, y Conrado, sobrino de Enrique y duque de Suabia, defendido por los waibinglen como legítimo por haber sido elegido Rey de Romanos. Al no alcanzar un acuerdo, cada facción nombró su propio emperador: Lotario II y Conrado III, pasando a dirimirse la cuestión en el campo de batalla. Las hostilidades terminaron en 1135 con el triunfo del primero pero su gobierno fue efímero porque murió dos años después y, aunque nombró heredero a Enrique el Orgulloso, los electores optaron por Conrado, inaugurándose así la dinastía Hohenstaufen.
Antes tuvo que vencer la resistencia de los welfos, que se alzaron en armas, y así es cómo llegamos al episodio del asedio de Weinsberg. Las tropas imperiales sitiaron el castillo en 1140 y ahí empieza la anécdota que bascula entre leyenda y realidad, la que rebautizó popularmente la fortaleza con el nombre de Weibertreu, que significa «Fe de la mujer».
Y es que, según cuenta la tradición, los sitiados se defendían tan numantinamente que Conrado resolvió desviar el río Sulm para privarles de agua e incluso impedir que las aves sobrevolasen el lugar para impedirles cazarlas. Pero tampoco fue suficiente para doblegar su espíritu, por lo que el emperador tuvo que recurrir a medidas drásticas.
Así, en las negociaciones dejó claro un ultimátum advirtiendo de que si no entregaban la plaza le prendería fuego con todos ellos dentro. Los defensores apelaron a su benevolencia para que, al menos, dejara ir a sus esposas e hijas, que al fin y al cabo no eran combatientes.
Conrado aceptó y también cedió en la petición de ellas de llevarse sus bienes más preciados siempre que los transportaran ellas mismas, sin ayuda de animales o carros. A la mañana siguiente se abrieron las puertas y los soldados atacantes se quedaron estupefactos al ver a las mujeres salir cargando a hombros con los hombres, ya fueran maridos, padres, hijos, hermanos…
Conrado supo encajar la jugada con deportividad y permitió que se fueran, pues al fin y al cabo aquellas féminas se ajustaban a las condiciones pactadas llevándose lo más querido que tenían y un monarca siempre ha de cumplir su palabra. Por otra parte, él también había conseguido su objetivo: tomar el castillo. Estuvo en el trono hasta su muerte en 1152, sucediéndole su sobrino Federico I Barbarroja, que sería quien llevase el enfrentamiento güelfos-gibelinos a Italia dos años más tarde al querer incorporar varios territorios septentrionales al Sacro Imperio; sería derrotado en 1176 por la Liga Lombarda.
¿Qué verosimilitud tiene la historia de las mujeres de Weinsberg? Probablemente no mucha, ya que leyendas similares las hay en otros castillos alemanes con ligeras variantes. Por ejemplo, en el de Gelsterburg, que está situado en el estado de Hesse y es del siglo XI (y del que hoy únicamente quedan una torre, el foso y un terraplén), se cuenta que la mujer del señor solicitó misericordia a las mesnadas que lo asediaban y le concedieron salir con lo que pudiera llevar en el delantal. Ella se puso una sábana a la cintura y metió dentro a su marido; una roca marca el sitio exacto hasta donde llegó con su carga.
Otro castillo de Hesse, el de Weidelsburg, también tiene una historia parecida: allí vivía el caballero Reinhard von Dalwigk, que por sus correrías guerreras se enemistó con el conde Ludwig el Pacífico.
Éste le declaró la guerra y cercó el castillo durante mucho tiempo hasta que Agnes, la esposa de Reinhard, salió a parlamentar y pactó la autorización para su marcha y la de sus criadas siempre que fuera llevando cada una sólo lo más preciado; al igual que en los casos anteriores, cargaron con el marido.
Como se ve, aparte de la geográfica -de todas formas común a la región-, la diferencia fundamental es numérica: todas las esposas en un caso, una en el otro. Por tanto, se deduce que no se trataría más que de un relato legendario concebido seguramente para exaltar la abnegación y la fidelidad femeninas. Algo muy frecuente en la Edad Media -otro ejemplo célebre es el de Lady Godiva- y, eso sí, muy jugoso para incorporar al anecdotario histórico.
Fuentes
Fraudes, engaños y timos de la historia (Gregorio Doval)/Man and woman. A study of secondary and tertiary sexual characters/Popular tales and fictions. Their migrations and transformations (William Alexander Clouston)/The women of Weinsberg and other legends (D.L. Ashliman en www.pitt.edu)/Heritage History /Heart of Europe.: A history of the Holy Roman Empire (Peter H. Wilson)
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