Uno de los lugares más atractivos de Portugal es el Monasterio de Alcobaça. Su interés es múltiple: religioso, artístico-monumental, cultural y, por supuesto, histórico, de ahí que forme parte del Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1989 y esté considerado una de las Siete Maravillas de ese país.

Y es que, aparte de su belleza gótica -fue el primer cenobio luso de ese estilo- acoge los sepulcros de muchos miembros de la realeza; de todos ellos llaman la atención especialmente los mausoleos de Pedro I e Inés de Castro, uno junto a otro para prolongar su leyenda, ésa que combina romanticismo con cierto aire macabro. ¿No la conocen? Pues vamos a contarla.

A mediados del siglo XIV el rey era Alfonso IV, hijo de Dionisio I el Labrador e Isabel de Aragón. Dionisio había hecho una gran labor, sentando las bases de la prosperidad portuguesa gracias a una política pacifista que permitió convivir en paz con Castilla y a sus reformas económicas, plasmadas en un enriquecimiento general que se extendió al mundo de la cultura, con la fundación de la Universidad de Coimbra. Cuando Dionisio murió, en 1325, se disputaron la sucesión su único hijo legítimo, Alfonso, y un bastardo de los varios que tuvo el monarca con múltiples amantes.

Alfonso IV el Bravo/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Alfonso Sánchez, como se conocía a este último, era realmente el favorito del difunto, por encima incluso del legítimo, así que se formó un partido para defender sus derechos y la cosa acabó inevitablemente en guerra civil. Pero la perdió y fue desterrado a Castilla, siendo coronado el Alfonso legítimo, que pasó a la historia con el ordinal de IV y el apodo de el Bravo por su valor en el campo de batalla. El nuevo soberano no siguió la línea de actuación de su padre y se enzarzó en una guerra con los castellanos, a quienes azuzaba Alfonso Sánchez.

Esa situación sólo pudo solventarla el papa Bonifacio VIII cuando convocó una cruzada contra los musulmanes, que Castilla y Portugal secundaron juntas aparcando sus rencillas. Fue el inicio de una etapa nueva en el reinado de Alfonso IV, que a partir de ahí fomentó la navegación y el comercio lanzándose a la exploración atlántica, haciendo las primeras visitas a las Azores y Canarias y convirtiendo a Lisboa en una de las capitales más importantes de Europa. Un período de esplendor, en suma, que únicamente se emborronó algo con la epidemia de Peste Negra que azotó el reino en 1348.

Efigie funeraria de Pedro I en su sepulcro/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Pero volvamos atrás, a las hostilidades con el país vecino. Parte de la culpa se debió a su hijo Pedro, nacido del matrimonio del rey con Beatriz de Castilla, hija del rey castellano Sancho IV y María de Molina. Alfonso y Beatriz se habían casado en 1309 (en realidad se había pactado el enlace ocho años antes, pero entonces eran menores y hubo que esperar, aparte de solicitar bula papal) y fueron tan felices en su vida conyugal que por primera vez en mucho tiempo no se registraron bastardos reales.

Beatriz aportó dos cosas. Por un lado su carácter conciliador, que la hizo intentar mediar siempre en los conflictos que afectaron a Portugal en aquellos años. Por otro, engendró siete hijos, si bien sólo tres superaron la infancia. Uno de ellos, el primer varón que pudo llegar a adulto, nació en 1320 y fue bautizado con el nombre de Pedro, estando destinado a asumir la corona cuando llegara el momento. Mientras, contrajo matrimonio en 1325 con Blanca de Castilla.

Blanca era nieta de los citados reyes castellanos Sancho IV y María de Molina. Nació en Alcócer en 1319 y ya desde un mes antes quedó huérfana de padre porque éste, el infante Pedro, fue uno de los que cayeron ante los nazaríes en el desastre de la Vega de Granada. Así pues, se crió en Aragón con su madre bajo la protección de Garcilaso de la Vega el Viejo, no sin tener que superar el deseo en el mismo sentido manifestado por don Juan Manuel (el famoso autor de El Conde Lucanor). Probablemente de por medio estaba la ambición de los dos notables de hacerse con las ricas propiedades de ambas.

El caso es que en 1325 se pactó su enlace con Pedro de Portugal. La boda se celebró, pero el matrimonio no llegó a consumarse, en parte porque ella sólo tenía seis años y en parte por su siempre delicado estado de salud, así que fue anulado. Blanca, tras varios intentos frustrados más por emparejarla, terminó ingresando en el Monasterio de las Huelgas burgalés, donde llegaría a ser abadesa.

Exterior del Monasterio de las Huelgas/Imagen: Lourdes Cardenal en Wikimedia Commons

Entonces se buscó una segunda esposa para Pedro y la elegida fue Constanza Manuel de Villena, la hija del referido don Juan Manuel, a la sazón uno de los hombres más acaudalados y poderosos de Castilla, méritos literarios aparte. Constanza había estado casada ya y con el rey Alfonso XI nada menos, pero el monarca la repudió cuando consideró razón de estado tomar como esposa a la infanta María, hija de Alfonso IV de Portugal, la hermana mayor de Pedro.

Retrato decimonónico de Inés de Castro/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En una hábil jugada, don Juan Manuel vengó la ofensa arreglando el matrimonio de su hija con el heredero portugués; en realidad era la guinda de la venganza, porque antes se había unido a los musulmanes granadinos para combatir contra el rey, aunque al final se reconciliaron y en compensación fue distinguido con otro cargo que sumar a su largo currículum, Adelantado Mayor de Murcia. Constanza y Pedro se casaron por poderes y en 1340 ella se puso en marcha hacia el país vecino para conocer a su marido; en el séquito la acompañaba la verdadera protagonista de todo esto, su doncella Inés de Castro.

Inés era una noble gallega, natural de La Limia, en la actual provincia de Orense, donde nació en 1325. Era hija ilegítima del poderoso Pedro Fernández de Castro, Mayordomo Mayor de la Corte, que estaba emparentado con la realeza por parte materna y se había criado en Portugal junto a uno de los bastardos del mencionado Dionisio I. Si bien se casó dos veces, Pedro tuvo una relación extraconyugal con Aldonza Lorenzo de Valladares, hija de su ayo luso, a resultas de la cual nació Inés; ésta creció en el palacio de don Juan Manuel como dama de compañía de Constanza, que además era su prima.

Pedro I e Inés de Castro (Ernesto Ferreira Condeixa)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Según cuentan las crónicas, Pedro de Portugal se enamoró de ella a primera vista y la convirtió en su amante a despecho de su nueva esposa. Esa incómoda situación se perpetuó cinco años, hasta que en 1345, durante el parto de su tercer hijo, Fernando, Constanza perdió la vida. En esa época se veía normal que el rey tuviera affaires siempre que no se tratase de mujeres de la nobleza, así que, pese a que ya no había impedimentos físicos, tuvieron que seguir guardando las formas durante bastante tiempo. Pedro, eso sí, la sacó del exilio en Alburquerque ordenado por el rey y se negó empecinadamente a casarse con diversas candidatas que le presentaron.

El propio soberano, Alfonso IV, había mirado para otro lado esperando que todo se redujera a una simple aventura amorosa, pese a que ésta se manifestaba ya en forma de varios vástagos: el primero, Alfonso, murió en 1346, nada más nacer, pero después llegaron Beatriz en 1347, Juan en 1349 y Dionisio en 1354. Éste último año, sin embargo, Pedro se atrevió a dar el paso y tomó a Inés por esposa en Bragança, escandalizando a todo Portugal pese a que ya llevaba viudo casi una década.

Lamentablemente, no quedó ningún registro documental de que aquella unión hubiera sido oficiada por el obispo de La Guarda, como se decía, por lo que oficialmente pasaría por clandestino y, consecuentemente, inválido. A eso se agarraron varios nobles de la corte para persuadir al rey de poner solución a aquella situación, subrayando el peligro para la sucesión que suponían los bastardos (que parecían más sanos que el legítimo Fernando) y la constante intromisión que Inés ejercía en la política interna (se rumoreaba que conspiraba para matar a Fernando en beneficio de sus hijos). El rey les escuchó y autorizó, por activa o por pasiva, una medida drástica: el asesinato.

El asesinato de Inés de Castro (Columbano Bordallo Pinheiro)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Tres de sus consejeros, Alonso Gonçalves, Pedro Coelho y Diego López Pacheco, fueron los principales instigadores -porque eran enemigos de los Castro- y quienes cosieron a Inés a puñaladas haciendo caso omiso de sus súplicas. Aprovecharon para ello la ausencia de Pedro, que estaba de caza: cuando volvió, en vez de asumir la voluntad de su padre, como éste esperaba, montó en cólera y enloqueció de tal forma que se alzó en armas contra su progenitor, devastando con sus huestes las regiones del Duero y el Miño. Padre e hijo terminaron reconciliándose por mediación de la reina Beatriz justo a tiempo, porque Alfonso IV el Bravo falleció en 1357 y Pedro le sucedió en el trono.

La coronación de Inés de Castro (Pierre-Charles Comte)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Todo parecía haber terminado pero aún faltaba la parte más morbosa y fascinante de esta historia, aunque no se sabe cuánto hay de realidad y cuánto de leyenda. Dice la tradición que, ya ciñendo la corona en sus sienes, Pedro ordenó exhumar el cadáver de Inés para sentarlo en el trono junto a él y contraer matrimonio con todas las de la ley, haciéndola así reina. A continuación exigió a toda la corte desfilar ante ellos para besar la mano de la muerta, en señal de sumisión.

Puede parecer macabro pero existía en Portugal la vieja costumbre del besamanos a los monarcas difuntos, al igual que otra hacía depositar en el trono la máscara funeraria de cera. Por tanto, es posible que esto fuera lo que realmente ocurrió y con el tiempo se deformase el episodio, tornándolo más impactante y romántico. De hecho, son varias las obras literarias que lo narran; lo hicieron Luis de Camoes en Os Lusíadas, Luis Vélez de Guevara en Reinar después de morir, Jerónimo Bermúdez en Nise laureada, Aphra Behn en The history of Agnes de Castro e incluso Lope de Vega en Doña Inés de Castro, entre otros muchos autores. Sin embargo, el cronista de la corte, Fernando López, no lo cita y parece que más bien se trata de un mito aparecido en la literatura española del siglo XVI.

Ahora bien, Pedro no se contentó con eso. Reclamó a su tocayo castellano (Pedro I el Cruel) la entrega de los asesinos, que se habían refugiado en el reino vecino, y la obtuvo en 1360 mediante la firma de un acuerdo de extradición mutua de evadidos. Pacheco consiguió escapar a Aviñón, pero los otros dos murieron tras aplicárseles brutales torturas. Ese mismo año Pedro, que se ganó el apodo de el Justiciero, firmó la Declaración de Cantanhede, por la que juraba haberse casado legalmente con Inés, de manera que los hijos tenidos con ésta pasaban a ser legítimos.

Las tumbas de Inés de Castro y Pedro I en el Monasterio de Alcobaça/Foto 1: Rosapici en Wikimedia Commons – Foto 2: SaraPCNeves en Wikimedia Commons

Por supuesto, tras la tétrica coronación mandó hacerle un funeral de estado a su esposa. Como decía al principio, ambos reposan hoy en el transepto de Santa María de Alcobaça, en sendas tumbas de mármol blanco colocadas de forma que se tocan los pies porque, así, lo primero que vería el rey el día de su resurrección sería a su querida Inés.


Fuentes

Después del entierro. A veces la muerte no es el final de la historia, sino el comienzo (Omar López Mato)/Reinar después de morir (Luis Vélez de Guevara)/Inés de Castro. La leyenda de la mujer que reinó después de muerta (María Pilar Queralt del Hierro)/Historia genealógica de la Casa Real portuguesa (Antonio Caetano de Souza)/Tenencia, Señorío y Condado de Lemos (Vicente Salas Merino)/Cultura e memória na literatura portuguesa (Hélder Garmes y José Carlos Siqueira)/Wikipedia


  • Comparte este artículo:

Descubre más desde La Brújula Verde

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Something went wrong. Please refresh the page and/or try again.