Siempre que imagino a Mary Shelley en el ocaso de sus días me la represento sola, mirando a la repisa de la chimenea. Allí, protegido por una campana de cristal, conserva un pedazo de músculo momificado con la mitad del tamaño que tuvo en vida. Es el corazón de su marido Percy Shelley, ahogado en el mar de Liguria.
La hija de la mujer que estableció las bases del feminismo moderno, la creadora de Frankenstein, vivió hasta el final una añoranza de amor melancólica y trágica como solo pudo concebirla el Romanticismo. De no ser por el teatro y el cine, hubiéramos olvidado su novela, y su nombre aparecería como una mera referencia en la biografía de su amante, o en la de Lord Byron.
Pero ahora que han transcurrido ya doscientos años, y su personaje es pasto de la eternidad, ya no podemos ignorar a ese monstruo que en origen no fue ni terrorífico, ni gigante, ni verde. Solo una manida creación filosófica, de origen grecorromano, que enmascaraba en un cuento la tragedia propia al ser humano: saberse mortal y otorgar la vida a sus hijos. Un cuento construido por una farsante que ni siquiera sabía escribir, como lo demuestra el que cuando finalmente una editorial de segunda categoría estuvo dispuesta a publicar su libro, puso como condición que se corrigieran los abundantes errores de sintaxis e incoherencias que invadían la trama.
Nada de eso la quita mérito. Fue lo suficientemente sagaz como para esconder sus defectos, aprovechando para promocionarse algo que hoy llamaríamos marketing. Cabe pensar que aprendiera de su trato frecuente con Percy Shelley y Lord Byron, que fueron de los primeros escritores en crearse un personaje, a fin de que todos creyeran que su habilidad literaria era fruto de su genio, en vez de su duro trabajo.
Mary no tenía su carisma ni sus conocimientos, pero sí la virtud de reconocer sus carencias. Ocultó su nombre durante los primeros cinco años en que su novela estuvo publicada, y solo lo dio a conocer cuando el libro recibía ya los parabienes de público y crítica. Al hacerlo inventó además una historia sugerente sobre sí misma, explicando que la idea fue concebida durante una noche fantasmagórica en Villa Diodati, la residencia de vacaciones de Lord Byron en 1816.
Debido a la erupción del volcán Tambora, aquel año no hubo verano en Europa, y en los meses cálidos sobrevinieron heladas y un sol pálido que no hizo madurar las cosechas. El polvo volcánico en suspensión generó cielos uniformemente anaranjados y rojos en el atardecer, y fuertes tormentas eléctricas. Y una de esas noches de clima extraño, con la chimenea ardiendo como en cualquier jornada de invierno, Byron, armado con el libro Fantasmagoriana, se puso a leerles a sus anfitriones, a la luz de las velas, algunos de aquellos relatos alemanes de fantasmas. Sugiriéndoles después que cada uno de ellos escribiera una historia afín a ellas. Según Mary Shelley, en las horas siguientes, y demasiado alterada como para poder dormir, escribió de un tirón el germen de su novela, hasta el amanecer. Una mentira idílica, apta para construir la imagen de una escritora del Romanticismo gestando un libro de terror. Salvo que ninguna de ambas condiciones se cumplen en Frankenstein o el moderno Prometeo. Ni tiene características plenamente románticas, ni es tampoco una historia de miedo.
El título da una pista sobre las referencias que Shelley pretende para sí, la de los escritores clásicos de la Antigüedad grecorromana. En su tiempo un autor que quisiera ser considerado como miembro de la alta cultura debía leer y expresarse fluidamente en latín y griego, o al menos aparentar que así lo hacía. No era el caso de Mary, que contaba en cambio con dos bagajes más interesantes, la obra de su madre Mary Woolstonecraft, creadora intelectual del feminismo y de su padre William Godwin precursor del anarquismo. Pero sus ideas no están incorporadas a Frankenstein. Los personajes de la novela están lejos de ser revolucionarios, y más bien se comportan de una manera socialmente correcta, al menos para el canon de su época. Hasta Víctor, el seudocientífico capaz de crear vida reniega de su hazaña nada más completarla.
No adecuarse a las modas de su tiempo ya era un mal comienzo, pero es que además las aptitudes de Shelley como escritora parecían condenarla al fracaso. Así lo aseguraba al menos Edward Trelany, uno de los novelistas que la trató en vida. Para explicarnos que carecía por completo de imaginación, asegura que “incorporaba a su trabajo no solo las personas y situaciones que había conocido a través de su experiencia personal, sino los lugares que había visitado, las gentes cuyas costumbres había observado, y las condiciones sociales y políticas bajo las que vivían”. Esto hoy sería un elogio, pero tal crítica debió afectar a la autora, la cual destruyó páginas enteras de su diario de viaje para impedirnos tener pistas fundamentales sobre su obra. Concretamente, la razón de que escogiera para su protagonista el apellido de una noble familia alemana. O a qué localizaciones geográficas corresponden los paisajes tan minuciosamente descritos en su narración.
Esos detalles hubieran contradicho la génesis que trató de vendernos, la de aquella mágica e inspirada noche en Villa Diodati. Incluso hubieran puesto al descubierto la farsa que encerraba el título. El moderno Prometeo es una alusión a una parte del mito sobre este titán poco conocida, según la cual crea a la raza humana modelándola con barro, algo parecido a lo que Víctor Frankenstein hace con los pedazos de cadáveres que recoge de patíbulos y depósitos. Y en realidad una pista lanzada a los lectores cultos del XIX, intentando hacerles creer que Mary Shelley había leído al Pseudo-Apolodoro, autor griego de la Biblioteca Mitológica. Lo que fuese con tal de formar parte de la élite intelectual, y no de los autores de libro de bolsillo. Aristocráticos prejuicios.
Afortunadamente para nosotros, al monstruo de Frankenstein no lo parió la mitología clásica. La clave reside en los días desaparecidos del diario, que corresponden al momento en que viajaba junto a Percy Shelley en un barco por el Rhin, cubriendo el trayecto desde Estrasburgo a Rotterdam. Estaban dejando atrás Gernsheim, y a solo veinte kilómetros de allí se encuentra el castillo Frankenstein. En 1814, fecha del viaje, la leyenda más famosa contada en esta zona hablaba de Konrad Dippel, el alquimista crecido en esa fortaleza, y recordado por haber intentado revivir a los muertos. En realidad Dippel fue más bien un químico, descubridor del azul de Prusia, muy demandado como pigmento por los pintores de su época, y base para la formulación del ácido prúsico, uno de los más potentes venenos que existen. La última afirmación que hizo es haber descubierto un elixir que le permitiría vivir pleno de salud hasta los ciento treinta años. Poco después lo encontraron muerto en su cama junto a un frasco vacío cuyo contenido aún se ignora y posiblemente ahí fue donde comenzó su leyenda. La cual no deja de ser una amalgama de los cuentos sobre alquimistas que se difundieron por toda Europa desde la Edad Media y el Renacimiento.
Resulta muy relevante que Dippel fuera alquimista, porque el proceso por el que Víctor Frankenstein crea a su monstruo es más el de la alquimia que el de la ciencia. De hecho él nos explica cómo lo ha conseguido en una escueta línea: “Después de días y noches de increíble trabajo y fatiga, tuve éxito al descubrir la causa del origen de la vida; más aún, conseguí devolver la vida a la materia muerta.» No se puede ser más parco. En la novela no hay electricidad, ni un sofisticado laboratorio, ni nada de lo que el teatro y el cine aportaron al monstruo verde. Al que por cierto Shelley describe como amarillento, de dos metros y medio de altura, con labios negros y ojos cuyos iris son prácticamente blancos.
La autora hizo caso omiso al interés que despertaba la ciencia en su tiempo, y ello pese a que entre noche y noche de pasión su amante Percy le explicaba los nuevos hallazgos con todo detalle, arrastrándola a hacer experimentos con globos o explicándole lo que Benjamín Franklin hizo con su cometa y la electricidad. Incluso el mismo año en que Frankenstein fue publicado, 1818, todo el mundo hablaba de lo que el médico Andrew Ure acababa de hacer en su laboratorio gracias al galvanismo. Después de conectar el nervio facial de un ahorcado a unos cables eléctricos, hizo que el muerto pusiera cara de rabia, desesperación, miedo, angustia, y que finalmente riera con muecas espantosas. Algunos de los presentes vomitaron, otros tuvieron que abandonar la sala, y eso que hablamos de médicos y científicos. Creyeron estar viendo a un muerto revivido, y eso les resultaba una idea espantosa. Si la novela de Shelley hubiera hecho la más mínima mención al galvanismo, o a la electricidad, muchos hubieran buscado el libro en que se proponía, a modo de ciencia ficción, un escenario posible para el famoso experimento de Ure. Pero eso vendría después, por otros motivos, y no fue desde luego mérito de la autora. Que perdió, al ignorar la ciencia, la oportunidad de conseguir una promoción idónea para su libro.
Para ser justos, la editorial que lo publicó por primera vez tampoco fue de ayuda. Lackington era una firma dedicada al libro rosa y ocultista de bolsillo, por lo que decidió que Frankenstein se vendiera como una novela romántica. Según el editor, era una historia de amor con un monstruo dentro. La tuvieron en su catálogo cinco años y después declinaron amablemente reeditarla. Ahí hubiera acabado su trayectoria, y hoy nadie salvo un puñado de eruditos recordaría a este engendro del Romanticismo. Especialmente porque la novela no es más que un relato de aventuras, con cierto contenido filosófico, mucho amor por el paisajismo, y altibajos en su desarrollo dramático. Lo más potente de su argumento, la esencia, fue salvada en 1823 por el dramaturgo Richard Brinsley Peake, que redujo la trama a su sustancia más elemental, escribiendo la obra teatral Presumption, or the Fake of Frankenstein, y con ella hizo nacer al verdadero monstruo, al que ha llegado hasta nosotros. A la misma Mary Shelley, que acudió a una de las representaciones, le agradó la puesta en escena, aunque no el modo en que se había banalizado la historia. Llegó a elogiar ese hallazgo de Brinsley al hacer que Víctor gritara “It alives”, el “¡Está vivo!” que se ha repetido en el cine y la animación como un mantra, y que ahora identificamos con el arquetipo del científico loco. Reconoció además que el público quedaba sobrecogido por aquella historia de terror, que es lo que su libro no era.
Las palabras de Shelley sobre la representación no muestran el más mínimo orgullo herido del creador cuya obra ha sido traicionada. La existencia ya le había decepcionado lo suficiente como para creer en el ego. Su novela apenas había tenido éxito. Del amor de su vida no le quedaba sino un corazón momificado en la repisa del salón. De los cuatro hijos que habían tenido juntos a lo largo de cuatro años solo uno sobrevivía. La única ambición de Mary en esos momentos era recabar el dinero que su libro pudiera darle, para mantener su independencia económica y no tener que casarse. Para vivir, en fin, con la misma libertad que para sí defendió su madre. Si el público acudía masivamente al teatro seducida por su historia, también iría a las librerías a comprarla. Tuvo que demandar a Brinsley hasta conseguir que la adaptación tuviera el mismo final que su libro, y no otro. Soportó que el editor de Percy rechazara publicarlo de nuevo. Y tuvo que esperar hasta 1827 para que Colburn&Bentley publicara Frankenstein de forma digna, ilustrado en blanco y negro por Theodor von Holst, el primer artista en darle rostro y cuerpo al monstruo. Cabe decir que desde entonces no ha cesado de reeditarse, y que hoy está traducido prácticamente a todos los idiomas.
Mary Shelley acertó plenamente al comprender que los escenarios iban a dar la fama a su obra que por sí misma nunca alcanzaría. Presumption se representó durante siete años con 365 representaciones. Fue apenas el arranque de una serie de dramas donde el monstruo, al que comenzaron a dar el nombre de su creador, comenzó a diversificarse y adquirir aspectos nunca imaginados por su creadora. Ya en 1824 se estrenó Frank-n-stein, or the Modern Promise to Pay, un burlesque que convertía la historia terrorífica en obra de humor. En 1826 fue estrenado el drama The Devil Among the Players con Frankenstein, Fausto y el Vampiro de protagonistas, revelando el gusto por los personajes de terror que se imponía ya con fuerza en todo el mundo. En 1887, cuando Shelley llevaba varias décadas muerta, The Model Man hizo dar un paso más al monstruo al convertirlo en musical.
Lo que hizo Presumption fue popularizar el argumento de Frankenstein, y adaptarlo al gusto de su propia época, cosa que Shelley, con su obra filosófica, intelectual y de corte clásico, no podía haber conseguido. Una nueva obra de teatro iba a resucitar la novela para el siglo XX, gracias a la adaptación de Peggy Webling y al guión basado en la misma que James Whale dirigiría con Boris Karloff como protagonista. Estrenada en 1931, la caracterización de Karloff es ya el icono de nuestro Frankenstein, lo mismo que sus giros argumentales: usar la electricidad para devolverle la vida, su mudez, su retraso mental, o la niña con cuya vida acaba, casi accidentalmente. Nada de eso estaba en el libro de Shelley, porque la esencia de la historia se alimentaba ahora de otras fuentes, el teatro del XIX y los precedentes cinematográficos, especialmente el de una película muda de 1915, El Golem, de la que copia los zapatones del monstruo y su modo mecánico de moverse.
Convertir a Frankenstein en un icono reconocible, con sus cicatrices, tornillos y cabeza cuadrada permitió seguir desarrollando su personaje a lo largo del siglo XX. Cuando el disfraz se hizo popular entre los niños, el aterrador monstruo del cine pasó a ser un simpático personaje de televisión. Padre de familia en The Munsters -La familia Monster, Los Munsters-, y mayordomo mudo en The Addams -La familia Addams, Los locos Addams-. Esa infantilización se consolidaría plenamente en el siglo XXI, sobre todo gracias a Tim Burton, que nos aportó un giro argumental inesperado. En Frankenweenie el niño protagonista usa la ciencia para devolver a la vida a alguien a quien ama, su querida mascota, su perro Sparky. Casi al mismo tiempo Hotel Transylvania presentaba, también en una película de animación, el conflicto resuelto entre monstruos y humanos. Drácula teme que sigan odiándole, pero cuando recorren el pueblo de Transilvania en que se celebra un festival temático sobre ellos, descubren que ahora les admiran. A él, y a Frankie. Es un reflejo de la actualidad, porque Frankenstein es ya nuestro clásico, un gigantón que no asusta y que sirve lo mismo para nuevas películas de terror que infantiles, apps, juegos, disfraces, y lo que se nos ocurra.
Qué diría Mary si viera lo que hemos acabado haciendo con su moderno Prometeo. Posiblemente suspiraría, volviendo la vista de nuevo al corazón momificado de Shelley. Pensando, tal vez, que no hemos entendido nada de lo que quiso transmitirnos, eso que consolidó definitivamente en su novela El último hombre. Yo creo que sonreiría, íntimamente satisfecha por estar más viva y presente, doscientos años después, que el engreído Lord Byron. Habiéndose convertido al fin en lo que pretendía ser. Una clásica de nuestra cultura a la que no lee casi nadie, pero que tampoco precisa explicación. Porque ya todo el mundo sabe quién es Frankenstein.
Martín Sacristán es periodista, escritor y creador de contenidos editoriales. Colabora en JotDown Magazine y en la Revista cultural El Ciervo. Es autor de La guitarra de Quefeo(novela infantil); Shakespeare y Cervantes, diferentes parecidos, y Su Santidad pecadora, secretos de los papas de Roma. Ha sido galardonado con el premio DIPC de divulgación científica 2017, el Enrique Ferrán 2018, y el Altazor internacional de novela.
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