Quizá recuerden un momento memorable de la película Gattaca. En un futuro donde aquellos que no son concebidos con mejoras genéticas de laboratorio sufren desventaja en su futuro profesional, Vincent Anton Freeman, un niño enfermizo nacido de forma natural, tiene un hermano mejorado genéticamente con el que suele jugar al pollo: ambos nadan mar adentro hasta que uno, casi siempre el primero, da la vuelta. Hasta que un día cambian las cosas: los dos nadan y nadan hasta perder de vista la costa y Vincent, que suple sus carencias físicas con una determinación a prueba de bomba, consigue imponerse dando un vuelco a su vida.
Esta emotiva escena es lo primero que se me vino a la cabeza al escribir la increíble aventura de Stanislav Vasilyevich Kurilov, un hombre que un buen día también decidió escoger su destino y utilizó aquello que más amaba, el mar, para alcanzarlo. Le costó dejar mucho atrás, arriesgar la vida y nadar durante tres agotadoras jornadas. La cosa tenía todos los números para acabar en tragedia pero hubo final feliz; el triunfo de la voluntad.
Kurilov nació en 1936 en Vladicáucaso, capital de la actual Osetia del Norte-Alania, república situada entre los mares Negro y Caspio y una de las veintiún repúblicas que junto con otros territorios componen ese conglomerado federal que es Rusia. Por entonces formaba parte de la Unión Soviética y la ciudad se llamaba Ordzhonikidze. Tampoco importa mucho para lo que contamos porque Kurilov, en realidad, pasó su infancia con sus abuelos en otro sitio: Semipalátinsk (actual Semey), una ciudad de Kazajistán oriental, muy cerca ya de Siberia.

Es una provincia interior que linda con China y, por tanto, alejada del mar. Pero hay quien lleva a éste en la sangre desde el momento mismo de nacer y Kurilov debió de ser uno de ellos, ya que se empeñó en aprender a nadar por su cuenta, a despecho de sus progenitores, que le tenían prohibido acercarse al agua. Pero se impuso la obstinación del pequeño, que con sólo diez años se atrevió a cruzar a nado el río Irtish, uno de los cursos fluviales más grandes del centro de Asia hasta el punto de que está considerado el séptimo del mundo en longitud (5.410 kilómetros si se considera el sistema Obi-Irtish).
Queda claro que Kurilov soñaba con el océano desde siempre y su gran aspiración era ser marino. Pero había otro punto de similitud con el protagonista de Gattaca y éste negativo: si Vincent Anton Freeman veía vetado su sueño de ingresar en el programa espacial debido a sus datos biométricos, Kurilov sufrió algo parecido porque al habérsele detectado un problema ocular ni la Armada ni la marina mercante le admitirían.
Así que tuvo que buscar una alternativa lo más parecida posible y, tras hacer el servicio militar en un batallón de zapadores, estudió para oceanógrafo en el Instituto de Meteorología de Leningrado. Ello le permitió aprender submarinismo, afición que amplió con el yoga y la meditación. De esta manera tenemos a Kurilov entrando a trabajar en el Instituto de Oceanografía Shirsov, una institución fundada en 1946 e integrada en la Academia de Ciencias de la URSS. Luego pasó al Instituto de Biología Marina de Vladivostok, que le acercó más al mar.

Lamentablemente seguía pesando sobre él su defecto de visión, al que se sumaron otros que, directa o indirectamente, influyeron para cerrarle el paso a expediciones en barco. Por un lado, en su etapa militar había sido entrenado para la guerra química y se procuraba mantener en el país a quien estuviera versado en ese tema; por otro, su padre había sido prisionero de guerra durante la Segunda Guerra Mundial, un deshonor a ojos de las autoridades soviéticas que solían hacer extensible a sus familias.
Pero probablemente el principal factor limitador era que su hermana se había casado con un ciudadano indio, trasladándose con él a su país y de ahí a Canadá. Fuera cual fuese el motivo, Kurilov no tenía autorización para embarcarse y únicamente le encargaban misiones en aguas territoriales del litoral, bien en el Mar de Japón (al que se asoma Vladivostok), bien en el Mar Negro. En éste se especializó en investigación submarina; no podría navegar pero sí trabajar bajo el agua.
No obstante, cabe imaginar el grado de frustración que supone para un profesional el tener vetados ciertos campos para los cuales está preparado y eso eclosionó definitivamente en la década de los setenta, cuando se le denegó el pasaporte para salir del país y poder colaborar con el famoso Jacques-Yves Cousteau. El mediático comandante francés, por entonces en el cénit de su prestigio gracias a la labor de divulgación que realizaba en el medio televisivo desde que ganó el Óscar al Mejor Documental (y la Palma de Oro de Cannes) con Le Monde du silence (El mundo del silencio), tenía dos proyectos conjuntos para los que al final los soviéticos enviaron a un equipo sin experiencia (que el galo rechazó, por cierto).
Es posible que fuera entonces cuando Kurilov tomó la decisión de emigrar, siguiendo los pasos de su hermana. El problema estaba en que sin pasaporte tendría que arriesgarse a una fuga y al vivir en Vladivostok las únicas fronteras por tierra estaban con Corea del Norte y China, dos países comunistas que a buen seguro le devolverían a la URSS. Sólo quedaba una opción, una frontera sin barreras ni alambradas pero, eso sí, tan difícil de pasar como las otras o más: el mar.
Vincent Anton Freeman superaba los análisis de ingreso en el programa espacial sustituyendo sus muestras genéticas por los de un superdotado accidentado; Kurilov se embarcó en el Sovetsky Soyuz, un buque que realizaba un crucero de veintiún días denominado Del invierno al verano porque llegaba hasta el ecuador, aunque con la curiosa particularidad de que no hacía escala en ningún puerto extranjero, razón por la que no se pedían pasaportes ni visados para viajar a bordo. Pero el oceanógrafo no estaba interesado en hacer turismo; para él, aquella singladura era la puerta de salida que buscaba, sin importarle dejar atrás a una esposa y un hijo pequeño.
El Sovetsky Soyuz zarpó el 8 de diciembre de 1974 y a mediados de mes debía pasar por el Mar de Filipinas. La tarde del día 13, con el barco navegando no lejos de la costa de una isla llamada Siargao, al sur de Mindanao, Kurilov se puso unas aletas, un tubo y gafas de snorkel, y procurando no ser visto ni dejando ninguna nota (porque los camarotes eran compartidos entre varios pasajeros, la mayoría soldados), saltó al agua desde la popa, librándose por poco de perder su apuesta nada más comenzar al evitar las hélices.

No llevaba chaleco salvavidas para evitar ser avistado aunque, de todas formas, al ser una noche tormentosa no se hubiera podido arriar un bote para sacarlo (aún así, al echársele de menos al día siguiente el barco viró en su busca). Sólo vestía camiseta y pantalón corto para que los pliegues no le estorbaran; a cambio se proveyó de un pañuelo para vendar posibles heridas y no atraer a los tiburones, así como de varios pares de calcetines para caminar sobre las rocas una vez alcanzara la costa. También se refirió varias veces a un amuleto que llevaba al cuello.
El frío no le arredraba porque, como él mismo contaría, había vivido un año entero en una isla del lago Baikal, nadando en sus gélidas aguas y compartiendo hielo, nieve, viento y tempestades con un gato. A continuación empezó a nadar hacia tierra, mas la cosa no iba a resultar tan fácil; las fuertes corrientes le arrastraban en otra dirección y tuvo que luchar contra ellas, de manera que lo que iba a ser un esfuerzo natatorio pero factible se convirtió en una agónica odisea de tres noches y dos días en los que nadó cien kilómetros. Sin comer ni beber, algo que resistió gracias a su entrenamiento con el yoga.
Kurilov contó que logró llegar a una playa, exhausto y semiinconsciente, cuando ya daba la partida por perdida. Por contra, las autoridades filipinas contaron que le rescató un pescador al verle agarrado con tanta desesperación como tenacidad a un bote semihundido que estaba a la deriva, sin fuerzas siquiera para subirse a él. Siendo soviético, el gobierno filipino sospechó que podría ser un espía y lo encerró en prision durante un mes para luego mantenerlo en libertad vigilada durante otros cinco, primero en Cagayán y después en Manila, hasta que comprobó que no se trataba de un agente sino de un refugiado (o desertor, para la URSS).
Lo peor había quedado atrás y desde Filipinas Kurilov se desplazó a Canadá acompañado de su hermana, que había gestionado su salida. En el país norteamericano vivió una década, trabajando en empresas de buceo y obteniendo la ciudadanía, lo que le dio un pasaporte con el que viajar legalmente por el mundo: Hawai, el Polo Norte, Sudamérica… Ese documento cambió el escudo de su portada en 1986, cuando durante una fiesta en Jaffa conoció a una chica de ascendencia rusa llamada Lena Gendelev con la que se casó en Chipre sin importarles la diferencia de edad (era diecisiete años más joven).
Se instalaron en Israel, pese a no ser judíos, porque Kurilov se había enamorado también del país después de una primera estancia invitado por una pareja de productores cinematográficos israelíes, los Voronel, dispuestos a rodar su historia. Al final no se concretó la cosa pero él decidió dejar Canadá y quedarse allí, contrayendo matrimonio con Lena. Le contrató el Instituto Israelí de Investigación Oceanográfica y Limnología de Haifa mientras que ella trabajaba como traductora para la radio estatal.
También escribió un relato de su aventura titulado Solo en el océano a instancias de ella, aunque Kurilov no llegó a verlo publicado y Lena agregó luego datos que reunió personalmente en viajes a Rusia tras la perestroika, hablando con conocidos suyos; no lo hizo, al parecer, con la esposa abandonada. Un detalle curioso fue que pudo ver la ficha de su marido, en la que se reseñaba que estaba poniendo en peligro al país sin que nadie haya sido capaz de saber a qué se refería dicho comentario.
La gran paradoja estuvo en que, después de sobrevivir a la inmensidad del Pacífico, fue un pequeño mar interior, el de Galilea, que es más bien un lago porque no supera los cuarenta y ocho metros de profundidad y su agua es dulce al estar alimentado por el río Jordán (de hecho también es conocido como lago Tiberíades o Genesaret, célebre porque allí pescaban los Apóstoles y sobre su superficie caminó Cristo, según los evangelios); fue en este lago, digo, donde Kurilov perdió la vida, tras un accidente buceando en 1998: sus aletas se enredaron en una red. Está enterrado en el Cementerio Internacional de la Iglesia de la Alianza, en Jerusalén.
No voy a desvelar el final de Gattaca por si alguien no ha visto la película aún. Sí diré que la osadía de Kurilov sentó precedente y hay noticia de al menos otros dos casos de evasión de la URSS aprovechando esos peculiares «cruceros a ninguna parte», como se los llamaba entonces; ambos eran científicos también y tuvieron éxito, uno en 1979 y otro en 1985. Kurilov lo había expresado así en su libro: «Es imposible aceptar el hecho de que, habiendo nacido en este maravilloso planeta azul, estés encerrado de por vida en un estado comunista por el bien de algunas ideas estúpidas».
Fuentes
Uno en el océano (Stanislav Kurilov)/ Escape by sea (Leri Nivneh en Haaretz)/Wikipedia
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