Si preguntamos cuál fue el naufragio más impresionante de la Segunda Guerra Mundial probablemente la mayoría citará el del USS Indianapolis, por sus dramáticas circunstancias; o el del Wilhelm Gustloff, por ser la mayor tragedia naval de la Historia; o el del Bismarck, por la carismática popularidad de ese acorazado; o el del Struma, que se fue a pique con ochocientos refugiados judíos a bordo. Pero hay uno cuyo interés no está tanto en el numero de víctimas como en la odisea de su único superviviente, el chino Poon Lim, que pasó ciento treinta y tres días a la deriva sobre una balsa.

“Espero que nadie tenga nunca que batir mi récord” respondió el heroico marinero cuando un periodista le hizo saber que nadie había sobrevivido tanto tiempo como él perdido en el océano. Lo cierto es que sí se batiría y dos veces: en ambos casos se trató de pescadores cuyos botes fueron arrastrados por la corriente mar adentro, estando uno diez meses desaparecido y el otro algo más de catorce. Pero, como decimos, estaban en embarcaciones, no sobre cuatro tablas improvisadas.

No se sabe mucho sobre Poon Lim antes de su particular aventura salvo que nació en la isla china de Hainan en 1918 y que cuando se enroló como cocinero en el SS Benlomond, un mercante armado británico de 6.600 toneladas perteneciente a la compañía Irvine’s Shipbuilding & Dry Dock Co. Ltd, seguramente ni se le pasaba por la cabeza lo que le esperaba. Zarpó de Ciudad de El Cabo con destino a Nueva York con escalas previstas en Surinam y la Guayana Holandesa pero cuando navegaba a la altura de Brasil el 23 de noviembre de 1942 recibió el impacto de dos torpedos lanzados por el submarino alemán U-172.

El Benlomond se hundió rápidamente arrastrando consigo a casi todos su tripulantes; de un total de cincuenta y cuatro hombres únicamente se salvó Lim, que pudo coger un chaleco salvavidas y saltar por la borda (otros cinco pudieron subir a un bote por la otra banda pero fueron capturados por los germanos). El par de horas que pasó en el agua no le auguraban un futuro halagüeño; sin embargo, la providencia se puso de su parte: entre los múltiples restos del buque que quedaron a flote apareció una especie de plataforma cuadrada, pequeña (menos de tres metros cuadrados), hecha de maderos, que sirvió para que el marino pudiera encaramarse encima, asegurándose de que al menos no moriría ahogado, de hipotermia o devorado por los tiburones.

Lim se las arregló para reforzar su salvadora estructura atando un par de bidones que incrementaban la flotabilidad y unos postes que sostenían un toldo para protegerse del sol; dicho toldo era una de las lonas para proteger los botes del Benlomond. Además, entre las olas pudo rescatar una serie de cosas más que le vinieron muy bien para afrontar los siguientes días, entre ellas una linterna, botes de humo y bengalas (que gastaría en vano al ver pasar aviones); pero, sobre todo, comida, pues encontró ocho latas de galletas, una bolsa de azúcar, varias tabletas de chocolate y, quizá lo más importante, una damajuana con cuarenta litros de agua potable.

Ahora bien, tanto la bebida como las provisiones daban para aguantar unos veinte días y fueron consumiéndose sin que llegara el ansiado rescate. Al final se agotaron, por lo que Lim tuvo que agudizar el ingenio para mantenerse vivo: la tela desplegada del chaleco salvavidas sirvió para recoger la lluvia e ir calmando la sed mientras que un cable de la linterna -inservible cuando gastó la pila- hizo las veces de anzuelo. Para pescar nadaba alrededor de la balsa, a la que se ataba con una cuerda para evitar perderla; luego abría los peces capturados con el borde cortante de la tapa de la lata, sacaba sus entrañas y ponía la carne a secar al sol.

Eso sí, el astro rey no siempre estaba dispuesto a colaborar y a veces cedía su sitio a las nubes que, a su vez, se empeñaban en jugársela al náufrago desatando tormentas. La primera que tuvo que sufrir le supuso perder sus reservas de agua y pescado, por lo que al amainar se vio obligado a tirar de atavismo atrapando un albatros para beber su sangre, tal cual narraría años después el personaje de la novela de Gabriel García Márquez. Consiguió engañarla fabricando un nido con algas que arrancó del fondo de la balsa y esparando pacientemente oculto por la lona.

Lo mismo, beber la sangre, hizo con el primer tiburón que pescó. Porque si bien en una ocasión pudo llenar la balsa con peces al dar con un banco, tantas tripas a bordo hacían imposible respirar y acabó tirándolas… lo que atrajo a decenas de escualos que le impidieron meterse otra vez en el agua. Llegó entonces a la conclusión de que si no podía cobrar piezas pequeñas lo haría con las grandes, que además le saldría más práctico y menos cansado porque capturaba a los tiburones desde la embarcación.

Tenían más fuerza, por supuesto, y ello exigía hacer un nuevo anzuelo con un clavo de la balsa debidamente doblado y envolverse las manos en trapos para que la cuerda del anzuelo no hiriera las palmas. También había que rematarlos al depositarlos sobre las tablas, puesto que solían revolverse; la damajuana resultó lo suficientemente contundente. Lo irónico de la situación es que, debidamente desecadas, Lim podía degustar las aletas de tiburón, toda una exquisitez en China.

Así fueron pasando días, semanas y meses, que el náufrago contaba primero haciendo nudos hasta que tuvo que pasar a grabar muescas de cada plenilunio en la madera. Durante ese tiempo aquella cáscara de nuez, si es que llegaba a tanto, sólo se cruzó con un navío: un mercante que, según Lim, le divisó pero no acudió a su rescate, quizá al ver sus rasgos asiáticos y pensar que era japonés; también es posible que el barco pensara que se trataba de un cebo, pues los submarinos alemanes solían dejar falsos náufragos para que las naves enemigas se detuvieran y poder torpedearlos más fácilmente. A la inversa, se cruzó con un U-boot (quién sabe si el mismo que provocó su desgracia) que se entretenía en hacer prácticas de tiro sobre las gaviotas y que tampoco acudió en su auxilio.

El viaje de Lim/Imagen: Wikipedia

Quienes sí le vieron fueron los integrantes de una escuadrilla de hidroaviones de la U.S Navy, que lanzaron una boya para tenerle localizado y mandar ayuda. Pero otra vez la metereología estaba en contra, en medio de una tempestad, y, para su desesperación, le separó del objeto quedando perdido de nuevo. Así que no fueron grandes embarcaciones ni instituciones las que le trajeron de vuelta sino un humilde velero brasileño tripulado por tres pescadores que el 5 de abril de 1943, es decir, ciento treinta y tres días después, lo rescataron. Había recorrido mil doscientos kilómetros.

Como no todo iban a ser adversidades, tuvo a su favor el hecho de que la corriente le hubiera acercado a la costa. Tres días más tarde le desembarcaron en Belem, siendo trasladado a un hospital para tratar las lógicas deshidratación, desnutrición y agotamiento -había perdido nueve kilos-, aunque en general presentaba un aspecto aceptable para tantas penalidades sufridas. Estuvo ingresado un mes mientras el consulado británico tramitaba su regreso y el rey Jorge VI le concedía personalmente la Excelentísima Orden del Imperio Británico.

El retorno lo hizo con escalas en Miami y Nueva York. EEUU le fascinó y al acabar la guerra decidió establecerse allí; el cupo de emigrantes chinos estaba cubierto pero se hizo una excepción y un senador gestionó la concesión de la ciudadanía, pasando así a residir en Brooklyn. La muerte, que tanto le había rondado, tuvo que seguir esperando por él hasta 1991. Al final su particular odisea resulto insospechadamente positiva. Incluso su orgullo debió acrecentarse al saber que la mismísima Royal Navy plasmó sus imaginativos recursos en un manual de supervivencia en el mar.


Fuentes

Sole survivor (Ruthanne Lum McCunn)/Sole survivors of the sea (James Wise, Jr)/Sailing’s strangest tales (John Harding)/Wikipedia


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