La invención de las telecomunicaciones es un episodio de la Historia oscuro y pantanoso, en el que se alternan creatividad, genialidad, inmoralidad, robo de ideas, carreras por conseguir patentes y mil situaciones discutibles más que han llevado a encumbrar a los más afortunados (o astutos) y hacer caer en el olvido a otros. Lo hemos visto hace poco con la restitución de Tesla y Popov respecto a Marconi o la de Antonio Meucci respecto a Graham Bell. Desde hace poco podemos sumar un nombre más a todos éstos: Nathan Beverly Stubblefield.

Stubblefield nació en Murray, Kentucky (EEUU), el 22 de noviembre de 1860, hijo de un militar del Ejército Confederado y con seis hermanos. Perdió a su madre cuando tenía nueve años y a su padre a los catorce, lo que no fue óbice para que recibiera una esmerada educación que le llevó a interesarse especialmente por la tecnología, completando su formación con lecturas de motu propio.

En 1881 contrajo matrimonio con Ada Mae Buchanan, con la que tuvo nada menos que nueve vástagos, si bien dos murieron de pequeños. Residía con su familia en una granja de la que vivían (curiosamente, aquella finca forma parte hoy del campus de la Universidad Estatal de Murray), aunque luego, en 1907, abrió una escuela industrial privada que mantendría activa hasta 1911. Porque, fiel reflejo de esa clásica iniciativa individual norteamericana, Stubblefield se había aficionado a inventar y registró su primera patente ya en 1885: una lámpara de aceite que se podía encender sin necesidad de quitar antes la tulipa.

Alexander Graham Bell/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

Ahora bien, la entrada de este personaje en la Historia con mayúsculas fue por su trabajo en el ámbito de las comunicaciones, que en el último cuarto del siglo XIX experimentaban una auténtica ebullición para superar las limitaciones del telégrafo. Concretamente, Stubblefield y su socio Samuel Holcomb se centraron en un precedente del teléfono que no funcionaba con electricidad sino por un sistema acústico en el que un cable transmitía unas vibraciones sonoras entre las membranas de sendas cajas de resonancia de cada extremo.

Las primeras pruebas las hizo a finales de 1886 en su ciudad para después pasar a otras de Mississipi y Oklahoma. Fueron lo suficientemente satisfactorias como para obtener una patente nacional en 1888. No obstante, hacía doce años que el citado Alexander Graham Bell había registrado su teléfono eléctrico (en un contexto muy polémico: tras esperar dos años y de que le perdieran el material que había facilitado para una demostración, Meucci consideró que el artilugio de Bell era el suyo ligeramente cambiado y le denunció, saliendo a la luz que Bell se había aprovechado de cierta connivencia con los funcionarios de la oficina de patentes e incluso con su propio abogado); sus mejores prestaciones pusieron fin al futuro comercial del teléfono acústico, al que se había dado el nombre de Laryngaphone.

Pero Stubblefield siguió extrujándose el cerebro; no en vano él mismo se autodefinía, de forma singular, como «agricultor práctico, cultivador de fruta y electricista». En 1898 ideó una batería consistente en una bobina electrolítica rematada por un cable de cobre que podía sumergirse o enterrarse para aprovechar la energía del subsuelo (que en realidad no existe; una pequeña mentira para acentuar las virtudes del aparato) que aplicó a su teléfono anterior para crear uno nuevo inalámbrico que pudiera competir con el de Bell, quien ya había triunfado y fundado una compañía, la Bell Telephone.

Tampoco en eso era el único, ya que Amos Dolbear tenía una patente al respecto de 1886; no sabemos hasta qué punto se parecían ambas creaciones porque no se conservan los detalles técnicos de la de Stubblefield al no haber solicitado su registro. Únicamente consta la declaración hecha en 1935 por un antiguo vecino suyo llamado Rainey T. Wells, asegurando que había colaborado con él en una prueba realizada en 1892 durante la cual su amigo le habló a distancia a través de un auricular.

Una demostración en Washington en 1902/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

En cualquier caso, esta vez estaba seguro de las posibilidades de la inducción magnética en cuanto a comercialización e inició una gira de demostraciones para tratar de interesar a inversores. En ese sentido, constan las declaraciones juradas de varias personas que asistieron a una de ellas el 24 de diciembre de 1901 y que tuvo un aire especialmente entrañable porque, a una distancia de cuatrocientos metros, les habló a unos niños fingiendo ser Santa Claus.

Sin embargo, fue más importante la que hizo unos días después, el 1 de enero de 1902, felicitando el Año Nuevo (con música y todo) desde un transmisor instalado en el bufete de unos amigos simultáneamente a siete receptores repartidos por la ciudad de Murray. Ello atrajo la atención de la prensa, aún cuando seguía habiendo limitaciones que el inventor mismo admitía que se habrían de solucionar en un futuro, como la de conseguir privacidad (es decir, que un emisor hablase exclusivamente con un oyente).

Fruto de todo eso obtuvo la promoción del empresario neoyorquino Gerald Fennel, con el que realizó la prueba más importante hecha hasta entonces: el 20 de marzo de 1902 transmitió mensajes y música desde el barco Bartholdi, anclado en el río Potomac, a receptores situados en Washington, a una distancia de más de medio kilómetro. Prestigiosas revistas científicas como Nature y Scientific American se hicieron eco de los resultados, augurando una nueva era en las comunicaciones telefónicas y, lo más interesante para el inventor, considerando que era un sistema novedoso, distinto a los otros que se probaban en telefonía inalámbrica.

De hecho, Fennel le ofreció a Stubblefield medio millón de dólares en acciones de la compañía llamada Wireless Telephone Company of America a cambio de los derechos de su teléfono mientras continuaban su gira de demostraciones por Filadelfia, Nueva York y otras ciudades del Este; en algunas batieron su récord de distancia situándolo en kilómetro y medio, si bien no todas fueron satisfactorias porque el suelo rocoso, típico de esa parte del país, y los tendidos eléctricos urbanos dificultaban la transmisión de vibraciones.

Pero el verdadero problema llegó en junio, cuando Stubblefield renunció a su puesto en la empresa al sospechar que todo era un montaje para hacerse con su teléfono inalámbrico de cara a la fusión que, en efecto, se materializó dos meses después con otra compañía del sector, la Collins Wireless Telephone & Telegraph Company. Y resultó que ésta trabajaba con un sistema muy parecido ideado por Archie Frederick Collins, lo que confirmó a Stubblefield que buscaban perfeccionarlo con el suyo.

Por tanto regresó a su casa de Murray para seguir allí con sus trabajos gracias al dinero ganado, mientras poco después anunciaba que la Wireless Telephone se había disuelto. Dadas las críticas que recibió por su sistema de conducción subterránea, retomó el de las bobinas de inducción y siguió haciendo progresos, ampliando progresivamente la distancia entre emisor y receptor. En 1908 se trasladó a Washington DC para tramitar una patente, lo que le permitió recibir apoyo financiero en Kentucky.

La gran aspiración de Stubblefield era aplicar su teléfono inalámbrico a barcos y trenes, pero llegó demasiado tarde; ya habían empezado las emisiones de radio, que superaban ampliamente el alcance de los teléfonos y cubrían varias frecuencias, permitiendo la comunicación entre ambos extremos del país.

Es posible que el inventor cayera en una depresión después de que su esposa le abandonara, harta de vivir en la pobreza, pero se sabe que padecía cierto grado de paranoia; el caso es que se instaló en una cabaña de Almo, completamente aislado del mundo. Allí falleció de un ataque al corazón (se rumoreó que de hambre), en una soledad tal que su cuerpo no se descubrió hasta dos días después del óbito, roído por las ratas. Fue enterrado en una tumba sin nombre.

Aunque su invento no puede considerarse una radio en sentido estricto, ya que usaba un cable para transmitir las vibraciones, a Natham Stubblefield se le considera hoy un pionero de la radiodifusión en el sentido de que recurrió a campos de inducción y conducción logrando transmitir simultáneamente a varios receptores. Por eso la primera estación de radio de Kentucky fue bautizada con sus iniciales (WBNS) y ese estado proclamó en 1991 que sí le considera el verdadero inventor de la radio.


Fuentes

Kentucky curiosities. Quirky characters, roadside oddities & other offbeat stuff (Vince Staten)/A concise history of Kentucky (James Klotter)/
The science of radio (Paul J. Nahin)/Nathan Stubblefield – Forgotten genius of wireless phones (Jack C. Robinson en Rense)/Wikipedia


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