En la segunda mitad del siglo XVIII se recopilaron las historias fantásticas que sobre sí mismo contaba el Barón de Münchhausen, un noble y militar germano que se encarnó literariamente para protagonizar unas hazañas tan divertidas como estrambóticas. Quizá la más iconográfica fue la que le llevó a escapar del enemigo que le había capturado encaramándose en la bala de cañón que debía acabar con su vida, huyendo por el aire. Pero, por increíble que parezca, esta inaudita fuga tuvo lo que podemos considerar un precedente: el vuelo que un otomano realizó en un cohete el siglo anterior.

Retrocedamos, pues, en el tiempo. Hasta el año 1633 para ser exactos, cambiando también de ubicación geográfica para situarnos en Estambul; algo muy oportuno además porque hay otro episodio de las aventuras de Münchhausen que transcurre en esa ciudad, aquel en el que se vale de tres insólitos colaboradores de extraordinarios poderes para traer un vino de Nueva Zelanda en una hora, ganar la apuesta que a tal efecto había hecho al sultán y llevarse su tesoro.

Frente a los de la fértil imaginación de aquel fanfarrón teutón, los hechos ocurridos en Estambul en el citado año suelen tenerse por verídicos, aunque las objeciones científicas al asunto hacen intuir que probablemente se trate de una leyenda más. Eso sí, debidamente glosada por un escritor que a veces también dotaba a sus relatos de un tono igualmente fantasioso, como era normal en otros tiempos en los viajeros cuando plasmaban sus experiencias en papel; baste recordar el Libro de las maravillas del mundo que Marco Polo le dictó a su compañero de celda Rustichello o el relato dejado por fray Marcos de Niza sobre las Siete Ciudades de Cíbola.

Estatua en memoria de Evliya Çelebi en Hungría/Foto: Globetrotter19 en Wikimedia Commons

En este caso, la historia aparece documentada por Evliya Çelebi, nombre con que es conocido el trotamundos Ibn Darwish Mehmed Zilli, en su obra Seyahatname, también titulada Tarih-i Seyyah (La historia del viajero). Son diez volúmenes que contienen una detallada descripción de todos los aspectos (histórico, político, geográfico, económico…) de los pueblos que formaban parte del Imperio Otomano, resultado de la propia experiencia del autor al recorrer esos territorios a lo largo de cuatro décadas.

Es decir, Çelebi practicó ese género literario musulmán llamado rihla, la narración de viajes, originado en el siglo XII y entre cuyos más ilustres representantes figuran el granadino Abu Hamid al-Garnati, el valenciano Ibn Yubayr, el abulense Omar Patún (cuya rihla está escrita en castellano) y, sobre todo, el tangerino Ibn Battuta. Entre las cosas que se cuentan en Seyahatname figura un insólito episodio protagonizado por un contemporáneo suyo, nacido también en Estambul: Lagâri Hasan Çelebi.

En 1633 gobernaba el sultán Murad IV, un hombre tan corpulento (así lo atestiguan su armadura y espadas, conservadas en el Palacio de Topkapi) como implacable, cuyo mandato se caracterizó por la guerra contra el sha iraní Abbás I, el establecimiento de relaciones diplomáticas con el Imperio Mogol, el fomento de la construcción arquitectónica y la reticencia a aplicar la Sharia (lo que le enfrentó al estamento religioso, ejecutando a su máxima autoridad).

Junto a esta dureza de carácter, Murad tomó una consorte, Haseki Ayşe Sultan, que le dio una hija. Como durante el embarazo no se sabía si sería niño o niña, y esperándose que fuera varón por aquello de asegurar la sucesión, uno de los fastos que se prepararon para celebrar el acontecimiento fue realmente extraordinario: el mencionado Lagâri Hasan Çelebi prometió que realizaría un vuelo subido a un cohete que despegaría desde Sarayburnu, el promontorio que separa el Cuerno de Oro del Mar de Mármara y que está justo al lado del palacio.

Los otomanos usaban cohetes desde, al menos, 1453, cuando los utilizaron en el sitio de Constantinopla que puso fin al Imperio Bizantino (incluso se conoce el nombre de un famoso constructor y artillero del siglo XVII, Bayramoglu Ali-Aga). Probablemente los habían tomado de los mongoles, con quienes mantenían estrecho contacto por tener fronteras comunes, y quienes a su vez los adoptaron de sus inventores, los chinos, que inicialmente los desarrollaron como meros elementos festivos de sus ceremonias religiosas preconfucianistas pero que luego aplicaron al uso militar.

Al parecer, el invento de Lagari consistía en una estructura cilíndrica metálica dentro de la cual iba protegido de los siete cohetes que la rodeaban exteriormente y que utilizaron 63,5 kilogramos de pólvora negra como propelente. No sabemos más al respecto, como tampoco gran cosa sobre él, ya que el escritor despacha el episodio con unas pocas frases. Es decir, no hay información sobre el material de que estaba hecha aquella nave primigenia, como tampoco de cuánto tiempo estuvo en el aire ni el trayecto recorrido, si lo hubo.

De lo que sí hay noticias es de que tenía un hermano llamado Hezârfen Ahmed Çelebi que también era aficionado al mismo tema y el año anterior fue pionero en planear entre la Torre de Gálata y el distrito de Üsküdar (en la parte anatolia de Estambul) con una especie de alas fabricadas por él mismo. Cuenta Evliya Çelebi que el sultán le regaló un saco de oro pero luego consideró que se trataba de «un hombre aterrador (…) capaz de hacer lo que quiera» y por si acaso lo desterró a Argelia. Considerado una de las grandes figuras de la ciencia turca, hoy en día un aeródromo de la ciudad lleva su nombre.

Había cierta tradición entre los sabios musulmanes en el intento de conseguir que el Hombre volase. El caso más famoso fue el del rondeño Abbás Ibn Firnás, que en el año 852 se lanzó desde una torre de Córdoba usando una gran lona a manera de paracaídas. Sufrió únicamente algunas contusiones que no sólo no le disuadieron de su objetivo sino que, tras los correspondientes estudios, insistió veintitrés años después recurriendo esa vez a unas alas de madera recubiertas de tela y plumas. Se rompió las dos piernas al aterrizar pero logró estar una decena de minutos en el aire ante una atónita multitud; más tarde dejó escrito que tenía que haber añadido una cola a su invento.

Retomando el caso otomano, según el relato de Evliya Çelebi, en el momento en que se anunció el parto de la hija de Murad su tocayo exclamó «¡Oh mi sultán! ¡Sea bendecido, voy a hablar con Jesús!» y prendió la mecha iniciando el primer vuelo tripulado del que tenemos noticia, fuera auténtico o no. El cohete no debió mantenerse en vuelo mucho tiempo, claro; cálculos actuales dicen que con esa cantidad de pólvora no más de medio minuto, lo suficiente como para recorrer los metros que lo separaban del agua y caer en ésta, tal cual lo harían los módulos espaciales del siglo XX.

La narración del Seyahatname es bastante escueta pero dice que, una vez alcanzada la máxima altura, Lagari abrió unas alas y se separó del cohete, lo que se ha interpretado como que llevaba consigo algún tipo de paracaídas; ya vimos que no se trataba de un artilugio desconocido y que se experimentaba con ellos desde el Medievo. Gracias a él, aquel protoaeronauta no se estrelló violentamente contra la superficie marina.

El triunfante Lagari, probablemente satisfecho con la experiencia, llegó nadando hasta tierra para hacer alarde de un envidiable buen humor al exclamar, en referencia a sus palabras anteriores, «¡Oh mi sultán! ¡Jesús le envía sus saludos!». Murad, agradecido por el espectáculo, le premió nombrándole sipahi (caballero, titular de un feudo, la versión ecuestre de los jenízaros), además de concederle una recompensa en plata. Murió años más tarde combatiendo en la península de Crimea. Y, como dice el aforismo, si non é vero é ben trovato.


Fuentes

Lagâri Hasan Çelebi. The first rocketeer (Naeem Ali en Forgotten Islamic History)/Flying’s strangest moments. Extraordinary but true stories from over one thousand years of aviation history (John Harding)/Seyahatname-Book of travels (Evliya Çelebi)/Wikipedia


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