El 29 de mayo de 1453 es una fecha histórica por un doble motivo. Primero, porque ese día Constantinopla fue conquistada por los otomanos, poniendo fin al último vestigio que quedaba del Imperio Romano de Oriente; y segundo, porque muchos historiadores toman esa fecha como final de la Edad Media europea e inicio de la Moderna.

Meses antes, viendo el formidable ejército del sultán Mehmed II que se dirigía hacia sus murallas, el emperador Constantino XI Paleólogo lanzó una dramática petición de auxilio al resto de la cristiandad y uno de los pocos que la atendieron fue un pirata genovés llamado Giovanni Giustiniani Longo.

El Imperio Bizantino llevaba ya inmerso en una progresiva decadencia desde el siglo XII, agobiado por el expansionismo otomano pero también siendo fruto de la rapiña eventual de los propios cristianos, que tras el establecimiento del Imperio Latino durante la Cuarta Cruzada terminaron por disgregar su territorio en tres estados: los imperios de Nicea y Trebisonda y el Despotado de Epiro; Constantinopla quedó posteriormente bajo dominio del primero tras su toma por Miguel VIII Paleólogo.

El mermado Imperio Bizantino a principios del siglo XV/Imagen: Wikimedia Commons

Como había quedado patente, la ciudad era vulnerable y fue sometida a una labor de fortificación, especialmente en la parte abierta al mar, donde se levantaron murallas capaces de repeler ataques navales y se tendió una gigantesca cadena desde un extremo del Cuerno de Oro al otro lado del estuario, cerrando el paso a la navegación que no tuviera permiso para pasar. Las medidas no disuadieron al Imperio Otomano, que, ante la negativa a permitirle establecer un barrio para sus comerciantes, intentó hacerse con la urbe en tres ocasiones en 1391, 1396 y 1422.

Esos tres asedios fracasaron por diversas razones contextuales pero los bizantinos tampoco se librarían de las suyas y la más importante, el Cisma de Occidente que escindió la Iglesia en dos (Romana y Ortodoxa), resultaría decisiva para su destino. El emperador Juan VIII promovió una reconciliación pero ello provocó la división en el pueblo, plasmada a través de una serie de enfrentamientos entre los que estaban a favor y los que se mostraban en contra. La situación sólo se recondujo en 1448, tras el fallecimiento del emperador y su relevo por su carismático hermano Constantino XI.

Mehmed II(Gentile Bellini)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Pero éste se comportó con demasiada suficiencia ante Mehmed II, que a su vez en 1451 había sustituido a su padre Murad II: al exigírsele la manutención de los habituales príncipes turcos rehenes, el nuevo sultán se sintió insultado y resolvió apoderarse de Constantinopla de una vez por todas reuniendo un formidable ejército de más de cien mil hombres, tres cuartas partes de ellos soldados veteranos, acompañados de una potente artillería y una flota que rondaba el centenar de barcos.

Al empezar a sonar los tambores de guerra, los bizantinos también se aprestaron para el inminente combate. Dados los escasos efectivos con que contaban, apenas siete mil soldados para defender un perímetro de veintidós kilómetros, Constantino solicitó ayuda al mundo cristiano. Pero aunque las promesas fueron numerosas, en la práctica los refuerzos que llegaron fueron casi testimoniales: los principales fueron las quince naves y ochocientos soldados enviados desde Venecia, a los que se sumaron algunos barcos aragoneses desde Sicilia, Estados Pontificios y Pisa, además de turcos renegados, griegos… El resto de países miró hacia otro lado.

La otra excepción fue la República de Génova, que autorizó a acudir a su antiguo cónsul ante los mongoles en Caffa (Crimea), Giovanni Giustiniani Longo, con un contingente de setecientos hombres financiados a su costa. Giustiniani era un católico devoto que tenía experiencia en la lucha contra los otomanos porque en la década anterior había defendido la isla de Quíos de sus ataques; paradójicamente, él mismo había protagonizado muchas correrías por los archipiélagos del Egeo años atrás.

Génova y su potente flota en la segunda mitad del siglo XV (Christoforo de Grassi)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Genovés de noble cuna, nacido probablemente en 1418 (aunque no hay seguridad al respecto) en el seno de una familia emparentada con los Doria, durante su juventud no quiso meterse en política como sus ancestros y se dedicó a la piratería contra intereses de los enemigos de Génova que, por entonces, se repartía el Mediterráneo oriental con los bizantinos pero también con los venecianos y los otomanos, constituyendo estos últimos el rival más frecuente por su número, su religión y su creciente e imparable expansión.

Los Giustiniani tenían intereses comerciales en Quíos, Caffa y Pera (la parte de Constantinopla situada al otro lado del Cuerno de Oro, actualmente un barrio de Estambul llamado Beyoğlu). Como Bartolomeo di Antonio, su padre, se empeñaba en mantener a su hijo bajo su control, Giovanni se mostró rebelde y contrajo algunas deudas que encima se complicaron por rivalidades familiares con otro clan genovés, el de los Adorno, que controlaban el poder en ese momento.

Finalmente, un cambio de dinastía en el trono del dux a favor de los Fregoso, a los que el joven Giovanni apoyó, solucionó la cuestión. Fruto de esa resolución favorable fue el consulado que recibió en Caffa durante un año y su matrimonio con Clemenza, la hermana del futuro dux Pietro Fregoso, mientras su hermano Galeazzo conseguía la alcaldía de Quíos. Ante la amenaza otomana Fregoso recurrió a los Giustiniani, que todavía seguían asaltando barcos enemigos; una forma de enviar ayuda a los bizantinos sin comprometerse oficialmente.

Uno de los colosales morteros de piedra otomanos. Medía ocho metros de longitud/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Giustiniani llegó a Constantinopla con su tropas el 29 de enero, siendo recibido entusiásticamente, aunque él, con su currículum en poliorcética, no tardó en percatarse de que salvar la ciudad era poco menos que una causa imposible, dada la escasez de soldados. No obstante, fiel a su compromiso, a la amistad que hizo con el emperador y a cierto espíritu de cruzada que impregnaba su intensa fe (también porque Constantino le ofreció la isla de Lemnos), decidió quedarse. Nombrado protostator del ejército (un cargo militar equivalente a capitán), distribuyó a la gente por las murallas.

Éstas eran las más recias del continente, formando un recinto que cerraba la península por tierra a lo largo de siete kilómetros con ocho puertas y cincuenta torres, y que mediante el castillo de Yedikule se unía al cinturón defensivo litoral, de otros doce kilómetros. Con tropas suficientes sería inexpugnable pero en sus tristes condiciones los defensores sólo podían poner un hombre cada cinco metros; la superioridad numérica del enemigo era casi de diez a uno y además contaba con una artillería compuesta exclusivamente por cañones, frente a la bizantina que mezclaba piezas de ese tipo con ballestas y balistas.

No es extraño el grito de «¡Si es necesario moriremos por el honor de Dios y de toda la cristiandad!», que Giustiniani proclamó a manera de arenga una vez que Constantino rechazó el ultimátum de Mehmed el 5 de abril, por el que éste se comprometía a respetar la vida de los habitantes y sus propiedades. Inmediatamente empezó un demoledor bombardeo en el que tuvo protagonismo especial una colosal bombarda de bronce de diez metros de longitud que, cuentan, necesitaba cincuenta parejas de bueyes para moverla y cientos de servidores, pero arrojaba proyectiles de seis quintales de peso y ochenta centímetros de diámetro que abrían importantes boquetes en las defensas.

Esquema del asedio de Constatinopla/Imagen: Wikimedia Commons

Por uno de ellos irrumpieron el 18 de abril los jenízaros, la infantería de élite otomana, aunque los genoveses acudieron a cerrar la brecha y consiguieron rechazarlos hasta tres veces más. De hecho, en los primeros compases del asedio, Giustiniani encabezaba esporádicas salidas sorprendiendo al adversario en sus propias líneas, aunque no pudo mantener esta táctica demasiado tiempo y al final tuvo que limitarse a impedir los asaltos bien parapetado. Mehmed también cambió de táctica y movió una nueva ficha: su todopoderosa flota.

Constantinopla tenía reservas de agua suficientes en sus grandes cisternas pero para todo lo demás dependía del aprovisionamiento exterior. El sultán cerró esa vía con una portentosa obra de ingeniería: ya que sus naves no podían salvar las defensas que cerraban el Cuerno de Oro, puso a millares de hombres y bueyes a construir con rodillos un camino de ocho kilómetros a través de la península de Gálata, por el cual transportó setenta galeras el 23 de abril; luego trasladó a la tropa al otro lado mediante un puente de pontones. El cerco se estrechaba y cuando un mes más tarde el emperador rechazó una nueva oferta de rendición se dispuso a la carga final.

Fue el 29 de mayo, con una Constantinopla envuelta en enfrentamientos internos entre católicos y ortodoxos, si bien la noche antes todos asistieron angustiados a una misa oficiada por el cardenal Isidoro en Santa Sofía que se preveía la última. El ataque se hizo por la zona más endeble de las murallas, las que se asomaban al río Licinio, donde Constantino en persona se sumó a las filas de Giustiniani en el Mesoteichion para intentar rechazarlo. En efecto, repararon los desperfectos rápidamente, abrieron un foso y resistieron las dos primeras oleadas, desatadas a lo largo de veintidós horas, en la puerta de San Romano.

Mehmet II entra victorioso en Constantinopla (Jean-Joseph Benjamin-Constant)/Imagen: Wikimedia Commons

Pero a la tercera fueron desbordados: los jenízaros descubrieron que la Puerta del Circo estaba sin custodia y penetraron por allí sorprendiendo a los defensores desde dentro ya. Para entonces Giustiniani, el principal soporte de éstos, había sido alcanzado por un cañonazo provocando un terrible efecto desmoralizador que agravó otro anterior, cuando el genovés amenazó con su daga al megaduque Luca Notara por no cumplir su promesa de traer pólvora para las armas. Cuando los soldados vieron a los genoveses retirándose con su jefe malherido consideraron perdida la batalla y abandonaron también sus puestos antes de ser arrollados.

Constantino siguió allí, espada en mano, luchando hasta el último momento con su famoso grito «¡La ciudad está perdida y yo aún vivo!». No está claro su final; unos narran que murió aplastado por la muchedumbre que huía mientras que otros dicen que fue cosido a lanzazos y su cadáver, reconocible sólo por las botas de color púrpura propias de su rango, decapitado para enviar la cabeza a Mehmed II. Entretanto por las calles se extendieron matanzas, robos y violaciones, pues el sultán prometió a los suyos tres días de saqueo. Después impuso orden e incluso permitió al patriarca Genodio II gobernar sobre los bizantinos bajo su autoridad.

Giustiniani fue evacuado en el último momento, poco antes de la caída, en medio de un caos de embarcaciones que trataban de ponerse a salvo. Lo llevaron en una galera a Quíos, donde se había reunido la flota veneciana, pero no vivió mucho más: el barco arribó el 10 de junio y él falleció a causa de las heridas a principios de agosto, dejando a Galeazzo comno albacea y heredero. Fue enterrado en la iglesia de Santa María, de los dominicos; sin embargo, un terremoto registrado en 1881 destruyó el lugar y con él se perdió la tumba.


Fuentes

Breve historia del Imperio Bizantino ((David Barreras y Cristina Durán)/Historia del Estado Bizantino (Georg Ostrogorsky)/Giovanni Giustiniani (Giustina Olgati en Treccani-Dizionario biografico degli italiani)/Constantinopla 1453. Mitos y realidades (Pedro Bádenas de la Peña e Inmaculada Pérez Martín, eds)/The fall of Constantinople 1453 (Steve Runciman)/Breve historia del Imperio Otomano (Eladio Romero García e Iván Romero)/Wikipedia


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