Si decimos que el 3 de diciembre del año 311 d.C. moría en Dalmacia un hombre que había dedicado sus últimos años de vida a cultivar un huerto de verduras, seguramente nadie pensaría que se tratase de un personaje de relevancia histórica. Pero lo era ¡y tánto! Se trataba nada menos que de Diocleciano, uno de los raros casos de la historia de Roma en que el emperador no sólo no fue asesinado sino que además renunció voluntariamente al poder.

Algo curioso porque Diocleciano es uno de los mandatarios romanos que peor fama tienen históricamente, debido a la llamada Gran Persecución que aplicó a los cristianos. En el año 303 promulgó duros edictos contra aquella nueva religión en defensa de la tradicional y puede decirse que fue el último coletazo del paganismo oficial, ya que quince años después el Edicto de Milán que promulgó Constantino puso fin a ese hostigamiento y estableció la libertad de cultos.

Para entonces Diocleciano había muerto, pero dejaba atrás una ingente y a menudo olvidada obra de reforma del imperio.

Diocleciano rechaza volver a la política por cuidar su huerto/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Todo resultaba atípico en Diocleciano, empezando por su propio origen porque al parecer era hijo de un liberto y apenas se sabe nada de su infancia y juventud. Se sitúa su nacimiento en torno al año 244 d.C. en Salona, la misma ciudad iliria de la costa dálmata, en la actual Croacia, a la que se retiraría, por lo que tampoco era romano de nacimiento (aunque no fue el único caso; por ejemplo, aquí vimos también el de Macrino). A partir de ahí carecemos de datos fiables hasta que con cuarenta años lo encontramos en el ejército del Danubio, según algunos cronistas con experiencia previa en la Galia. Pero realmente aparece en la Historia a raíz del -cómo no- conflicto sucesorio del fallecido emperador Caro.

Caro tenía dos hijos, Numeriano y Carino. El primero era el heredero, pero lo encontraron muerto en su palanquín cuando regresaba, afectado de una enfermedad ocular, de la campaña que dirigía en Siria junto a su padre. Muchos apuntaron a la mano del prefecto Arrio Aper en ambos óbitos y, durante una asamblea de mandos militares, el jefe de la guardia creyó en aquel rumor, matando personalmente a Aper con su espada; inmediatamente los demás lo proclamaron augusto. Aquel vehemente oficial era Diocleciano, que en ese momento aún se llamaba Diocles a secas pero que, dadas las circunstancias, decidió latinizar su nombre.

El emperador Carino/Foto: Lalupa en Wikimedia Commons

Claro que quedaba un fleco pendiente: Carino, el otro vástago de Caro, que también se había proclamado emperador y había tenido que derrotar a las tropas de Sabino Juliano, uno de sus correctores (gobernadores civiles provinciales), quien también intentaba aprovechar la ocasión de hacerse con el trono. Eliminada aquella amenaza, faltaba dirimir si el nuevo emperador sería Carino o Diocleciano y se decidió en el año 285, cuando ambos ejércitos se enfrentaron en la Batalla del Margus, en Mesia (actual Serbia): en principio era superior el de Carino pero éste fue asesinado en plena contienda por su prefecto del pretorio, Aristóbulo, antes de pasarse al enemigo. Diocleciano, que le había sobornado prometiéndole un consulado, quedó como único soberano.

Ahora bien, dada la vasta extensión del imperio ya había quedado patente que era necesario delegar autoridad para poder abarcarlo todo, por eso nombró césar (una especie de ayudante) a su amigo Valerio Maximiano. Al año siguiente lo ascendió a augusto, encargándole regir la parte occidental del imperio, cuya capital se situó en Milán.

La oriental la llevó él personalmente con capital en Nicomedia, que al estar situada en Bitinia (Anatolia) quedaba estratégicamente más cerca de las regiones amenazadas del Este. Además, de esta forma ponía en evidencia la pérdida de importancia de Roma y la desconfianza que generaba esta ciudad, cuna ancestral de conspiraciones y republicanismo. Por contra, Diocleciano enriqueció monumentalmente su nueva capital.

Reconstrucción del palacio dálmata de Diocleciano en (Ernest Hébrard) /Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Residir allí implicó también un cambio conceptual. Aquello era Oriente y, por tanto, sus habitantes estaban acostumbrados a divinizar en vida a sus mandatarios, dotándolos de un aura de grandeza que al nuevo emperador le venía muy bien para afianzar su poder; ello suponía, además, una garantía contra atentados.

Por eso Diocleciano asumió el título de dominus (señor), que no sólo implicaba que todos debían arrodillarse a su paso sino también la instauración de un ceremonial cortesano de lujo deslumbrante, con un vestuario lleno de ricas telas y pedrerías, así como un palacio con consideración de lugar sagrado lleno de funcionarios de todo tipo que dificultaban mucho el acceso al emperador.

La tetrarquía representada en una escultura que hoy adorna el Palacio Ducal de Venecia/Foto: Murray Foubister en Wikimedia Commons

Pese a todo, Diocleciano no olvidó que procedía del mundo militar y se embarcó en numerosas campañas bélicas: cuados y marcomanos en Germania, sármatas y persas en Asia Menor… Las armas le fueron favorables y cuando la cosa no estaba clara recurrió a la diplomacia con éxito. Como Maximiano hacía otro tanto en Occidente (ante bagaudas, francos, alamanes…), el imperio quedó más o menos pacificado. No obstante, las dificultades encontradas en el proceso indicaban que necesitaban más ayuda, de ahí que, tras un encuentro en Milán, ambos acordaran nombrar respectivos césares: Diocleciano eligió a su prefecto del pretorio Galerio y Maximiano al suyo, Constancio Cloro.

Para reforzar esa tetrarquía, los dos augustos casaron a los césares con sus hijas, convirtiéndolos así en yernos. Galerio se encargaría de gobernar la región balcánica, mientras que Cloro se ocuparía de la Galia y Britania. Maximiano dirigiría personalmente la península itálica, Hispania y el norte de África, y Diocleciano Asia, Egipto y Tracia. Estaba previsto que cuando los dos augustos se retirasen, al cabo de veinte años, fueran sucedidos por los césares; los cargos de éstos los ocuparían entonces Majencio y Constantino, hijos respectivos de Maximiano y Cloro.

La tetrarquía no sólo era una forma de evitar problemas en la sucesión sino también de reactivar la economía, ya que debía estimular el comercio entre unas regiones que habían evolucionado hacia unidades económicas cerradas, sin apenas relaciones entre sí. En ese sentido, al igual que en el militar -con auxilios mutuos ante enemigos exteriores-, dio resultado y favoreció una estabilidad que permitió a Diocleciano llevar a cabo una profunda reforma administrativa en diversos planos.

El Imperio Romano durante la Tetrarquía/Imagen: Coppermine Photo Gallery en Wikimedia Commons

El primer plano fue el territorial, reduciéndose la extensión de las provincias a cambio de multiplicar su número hasta el centenar, aunque algunas se agrupaban en diócesis (hubo doce) que gobernaban los prefectos (dos, uno por cada augusto), con poderes civiles y militares, y ayudados por un enorme escalafón de funcionarios. El segundo fue el del ejército, que aumentó para quedar dividido en dos partes: la expedicionaria y la encargada de defender las fronteras, esta última integrada por colonos bárbaros que, de paso, defendían su terruño.

La tercera reforma fue la monetaria y fiscal. Respecto a la moneda, se fijó al alza la cantidad de oro que debía contener el áureo y se promulgó un edicto que marcaba un máximo a los precios para cada oficio, algo que fracasó al ser incontrolable en la práctica. En cuanto a la otra cuestión, se reorganizó la recaudación tributaria unificando los impuestos en todo el imperio. Eso provocó un aumento de las contribuciones a costa de gravar en exceso al pueblo, lo que acentuó la tendencia a la servidumbre y a la vinculación a la tierra, prefigurando una situación que se generalizaría en el Medievo. El descontento fue general.

Fragmento del Edicto de Precios Máximos/Foto: Matthias Kabel en Wikimedia Commons

El último capítulo destacable del período fue la política religiosa que comentábamos al principio. De concepción similar a la que adoptarian los Reyes Católicos un milenio después, para conseguir la estabilidad deseada era necesario también una estabilidad ideológica, sólo que Diocleciano eligió la fe tradicional romana. Probablemente se equivocó porque en el siglo III el cristianismo ya había alcanzado una fuerza considerable y así lo supo ver Constantino.

Pero él seguía viendo a los cristianos como una secta destructiva y rebelde al Imperio, de manera que obró en consecuencia. Adoptando el nombre de Jovius (Hijo de Júpiter), desencadenó la persecución más grave hasta la fecha: prohibición del culto, destrucción de templos, depuraciones en el funcionariado, confiscaciones, ejecuciones…

En el verano del 304 d.C., el emperador enfermó durante la campaña que dirigía contra los carpianos del Danubio. Su salud se deterioró con rapidez y aunque al final del estío regresó a Nicomedia, sufrió unos desvanecimientos que auguraban lo peor. De hecho, se le dio por muerto y hubo quien vistió luto por él, aunque en la primavera del año 305 reapareció públicamente -muy mermado físicamente-, dando tiempo a que llegase Galerio, su sucesor. Fue entonces cuando decidió abdicar; pese a que ya se habían cumplido los veinte años preceptivos, Maximiano se resistió pero al final cedió y también fue sustituido.

La última oración de los mártires cristianos (Jean-Léon Gérôme)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Como estaba previsto, Galerio y Constancio Cloro les sucedieron. Pero el primero rompió la promesa de nombrar césares a Constantino y Majencio, eligiendo en su lugar a Flavio Valero Severo y Valerio Maximiano Daya. Cuando murió Cloro, sus legiones aclamaron augusto a su hijo Constantino y a Galerio no le quedó más remedio que aceptarlo mientras, paralelamente, la postergada Roma se vengaba designando césar a Majencio.

Para rematar el lío, su padre Maximiano se autoproclamó augusto otra vez. La tetrarquía, diseñada por Diocleciano precisamente para evitar esa situación, saltaba en pedazos y empezaba la guerra civil. Algunos acudieron a él para que interviniera pero se negó; estaba plenamente dedicado a sus coles.


Fuentes

Historia de Roma (Serguéi Kovaliov) / Historia de Roma (Francisco Javier Lomas Salmonte y Pedro López Barja de Quiroga) / Sobre la muerte de los perseguidores (Lactancio)


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