En el año 2012 el Musée du Quai Branly de París, una institución dedicada a etnología y antropología, organizó una exposición titulada Exhibitions. L’invention du sauvage, que, a través de fotos, carteles, películas y postales, e impulsada por el exfutbolista de la selección francesa Lilian Thuram, recordó al público la bochornosa existencia hasta muy poco tiempo antes de unos inauditos zoológicos que exhibían seres humanos en vez de animales salvajes.

No se trataba de ninguna perfomance sino de un concepto grotesco de ciencia que, al catalogar a los indígenas africanos de inferiores intelectual y socialmente, consideraba normal mostrarlos en ese tipo de sitios para curiosidad del público.

El último se celebró en 1958, en el contexto de la Exposición General de Bruselas, aunque todavía hoy perviven casos como el del Zoo de Augsburgo, que en 2007 inauguró una aldea africana en sus instalaciones. No deja de ser paradójico que ese pseudo-zoo humano -supongo que limitado a las chozas, sin habitantes- se sitúe en Alemania, el primer país que abolió ese tipo de espectáculos; paradoja por partida doble, además, ya que la iniciativa de esa proscripción partió en los años treinta de un régimen tan profundamente racista como el nazi.

Cartel anunciando un espectáculo Sami en Hamburgo | foto dominio público en Wikimedia Commons

La carrera imperialista de las potencias europeas estuvo estrechamente relacionada, al menos al principio, con el interés científico por descubrir los misterios más profundos del continente negro. Los exploradores fueron la avanzadilla al buscar febrilmente las fuentes del Nilo, desentrañar los rumores sobre un raro humanoide que resultó ser el gorila o corroborar que en plena África ecuatorial había una montaña coronada por nieves perpetuas. Después llegaron la conquista y la explotación económica; y, con ellas, una segunda oleada de científicos que centraron su atención en el estudio de los nativos para asentar el colonialismo desde un punto de vista cultural.

Así apareció el supremacismo, doctrina por la que la civilización occidental justificaba su presencia en esas latitudes: la inferioridad de la raza negra frente a la blanca obligaba a ésta a ejercer sobre aquélla un papel protector y pedagógico. Para ello se partió del darwinismo social, una caprichosa interpretación de la teoría evolutiva que enunció Herbert Spencer, quien se consideraba a sí mismo predecesor e inspirador de Darwin, aunque es cierto que éste mismo dividía a las razas humanas en civilizadas y salvajes, y que las segundas constituían un obstáculo para el desarrollo y un riesgo para la especie.

Caricatura de la Venus hotentote/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Era la segunda mitad del siglo XIX y esos postulados se cimentaron en otros estudios, como la antropometría, que se basaba en un sistema de medidas morfológicas que «demostraba» la menor capacidad craneana de los pueblos primitivos y, en consecuencia, su inferioridad humana y cultural. Ello también daría pie al nacimiento de la eugenesia, aunque aquí ya nos desviamos del tema principal.

El caso es que la idea de la superioridad del hombre blanco y de su civilización perduró. Y en aras de la ciencia, de ese paternalismo antes reseñado (solía decirse que los africanos eran como niños), se vio normal traer especímenes humanos a Europa para mostrarlos a la gente como curiosidad científica.

En realidad exhibir gente no era algo nuevo, incluso en contextos históricos muy anteriores, en otros rincones del mundo y en diferentes culturas. Al margen del traslado por simple curiosidad, como los indios que Colón se llevó de vuelta a Castilla tras su primer viaje, los cuatro groenlandeses que un marinero holandés introdujo en la corte danesa en 1664, o incluso el pigmeo llevado ante el faraón Pepi II; al margen, repetimos, se puede reseñar que el zoo de Moctezuma (Huey Tlatoani mexica cuando llegaron los españoles) incluía un grupo de personas afectadas de deformidades diversas (enanismo, albinismo, hipercifosis…) y cabe recordar que el cardenal Hipólito de Médici, nieto bastardo de Lorenzo el Magnífico, reunió un pintoresco conjunto de «barbaros» de múltiples etnias.

Máximo y Bartola ya crecidos/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

En el Londres de 1815 se hizo famosa Saartjie Baartman, alias la Venus hotentote, una esclava khoikhoi a la que se obligaba a desfilar desnuda por una tarima para mostrar -y dejar tocar- su esteatopigia (nalgas gigantes, «de mandril» dijeron en la época). Por cierto, el esqueleto de Saartjie permaneció expuesto hasta 2002 en el parisino Musée de l’Homme; ese año se enviaron sus restos a Sudáfrica y se inhumaron, tal cual pasó con el célebre Negro de Bañolas, un bosquimano disecado que fue la gran atracción del Museo Darder (Gerona, España) hasta que en el 2000 se devolvió a Botsuana para su entierro.

No obstante, fue a partir de mediados del siglo XIX cuando se generalizaron las exhibiciones humanas. A veces también como parte de un mero espectáculo de entretenimiento, caso del circo Barnum, donde se podían ver lo que llamaban freaks (siameses, enanos, etc), o el de los fueguinos que un marino alemán se llevó presos para enseñar por varios países europeos de forma itinerante.

Pero otras con auténticas pretensiones científicas, como la gira por EEUU y Europa de Máximo y Bartola, conocidos como los Niños aztecas (dos pequeños salvadoreños afectados de microcefalia) o los once indios onas, también de Tierra del Fuego, a los que se raptó y alojó en un poblado artificial construido para la Exposición Universal de París de 1889; calificados de caníbales, se les mantenía en un estado lamentable para parecer más salvajes y cuando se formó cierta presión mediática para acabar con aquel espectáculo fueron transferidos al Musée du Nord de Bruselas hasta su liberación y repatriación definitivas (para entonces habían muerto la mitad de ellos).

Indios sioux de gira por Alemania con el Circo Sarasani en 1928/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

Todavía hubo más casos, especialmente en ciudades de Alemania y, sobre todo, de Bélgica, donde la Sociedad de Antropología mostraba un interés especial por su estudio, algo que continuaría durante décadas ya en siglo XX. Se puede recordar al respecto el lamentable papel que tuvieron antropólogos de ese país en Ruanda, estableciendo artificiosas diferencias raciales entre tutsis y hutus que éstos mismos asumieron como ciertas y que, combinadas con las correspondientes desigualdades económicas y sociales que implicaban, desembocaron en el genocidio de 1994.

Pero desde el último tercio decimonónico lo que se puso de moda fueron los zoos humanos, que tenían un carácter más «científico». Los hubo en París, Hamburgo, Amberes, Barcelona, ​​Londres, Madrid, Oslo, Milán y Nueva York, entre otras muchas ciudades, pasando por ellos una gran variedad de etnias: samis, polinesios, nubios, inuits, indios, beduinos, senegaleses…

Los indios kalinas de Guayana que se exhibieron en el Jardin d’Aclimattattion en 1892/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

Casi siempre se les presentaba desnudos o semidesnudos, a veces en jaulas aunque la mayoría en recreaciones más o menos fieles de sus poblados y hábitats para explicar sus modos de vida. No se sabe con exactitud cuántas personas vivieron aquella experiencia, pero se calcula que unas treinta y cinco mil, teniendo en cuenta que sólo en la Feria Internacional de París de 1878 se abrió un sitio bautizado como Village Nègre donde vivían cuatrocientos indígenas como atracción.

Asimismo, ante el éxito de público que tenían, el Jardin d’Acclimatation del Bois de Boulogne parisino llegó a organizar una treintena de exposiciones etnológicas entre 1877 y 1912. Y en otros sitios igual. Curiosamente casi siempre se les pagaba por ello, con lo que la cosa no estaba tan cerca de la ciencia como se pretendía; máxime teniendo en cuenta que el número de espectadores que debió contemplarlos rozó los mil millones de personas.

Estados Unidos no fue ajeno a todo esto y en 1896 el Zoo de Cincinatti abrió un poblado sioux con cien indios durante tres meses, al igual que en 1904 la Feria Internacional de San Luis exhibió nativos de los nuevos territorios arrebatados a España: Guam, Filipinas, Puerto Rico… El objetivo era refrendar la labor civilizadora estadounidense y legitimar el expolio de 1898.

Ota Benga en el Zoo del Bronx/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

Dos años después, el Zoo del Bronx neoyorquino mostraba a un pigmeo del Congo llamado Ota Benga conviviendo con chimpancés y orangutanes en una jaula, sugiriendo así su proximidad taxonómica; hubo fuertes protestas, especialmente de religiosos, pero el alcalde hizo oídos sordos ante el éxito de público.

En fin, a raíz de la citada exposición francesa de 2012 no faltaron críticas hacia su planteamiento -muchas incluso desde posiciones progresistas-, al que tildaron de maniqueo y moralista. Consideraban que la costumbre de los zoos humanos iba más allá de la mera autopropaganda colonial y el evento del Musée du Quai Branly no hacía sino subrayar cierto victimismo muy al uso en los últimos tiempos. Según dijeron, el mensaje era sesgado y dejaba fuera lo que no interesaba -por ejemplo que desde mediados del siglo XIX todos esos especímenes eran voluntarios-, dando por hecho que todo el mundo es manipulable e incapaz de discernir…

Paradójicamente, la misma acusación que se aplicaba antaño a los pueblos primitivos.


Fuentes

Exhibitions. L’invention du sauvage (Pascal Blanchard, Gilles Boëtsch y Nanette Jacomijn Snoep eds. en Musée du Quai Branly Jacques Chirac)/Colonial exhibitions, ‘Völkerschauen’ and the display of the ‘other’ (Anne Dresbach en European History Online)/The invention of race. Scientific and popular representations (Nicolas Bancel, Thomas David y Dominic Thomas eds)/Human exhibitions. Race, gender and sexuality in ethnic displays (Rikke Andreassen)/Wikipedia


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