Heliogábalo fue un emperador romano de principios del siglo III que no ha pasado a la Historia con buena fama. Kovaliov lo describe como «corrompido al extremo» y «pervertido sexual», mientras que Gibbon dice «que se abandonó a los placeres más groseros y a una furia sin control». Tampoco sus contemporáneos dejaron un retrato positivo: ni Dión Casio en su Historia romana ni Herodión en su obra de idéntico título ni los anónimos autores de la Historia Augusta, aunque entonces los posicionamientos políticos de los historiadores dejaban siempre una sombra de duda.
La verdad es que a Vario Avito Basiano, que tal era su verdadero nombre si bien al ascender al trono lo cambió por el de Marco Aurelio Antonino Augusto (Heliogábalo era un apodo), no le tocaron vivir tiempos fáciles. El siglo III d.C. fue el de la crisis del imperio por excelencia, tanto en el plano económico como en el político.
Desde el fallecimiento de Marco Aurelio se habían sucedido en el poder primero un personaje de la catadura de Cómodo y luego un senador tan rígido como efímero, Pertinax, llegándose a la bochornosa subasta de la corona que los pretorianos organizaron en el año 193 y que se llevó Juliano como mejor postor… pero a la vez que las legiones fronterizas proclamaban tres emperadores simultáneamente: Albino en Britania, Nigro en Siria y Septimio Severo en Iliria y Panonia.
A la postre, fue éste último el que se impuso tras derrotar uno tras otro a los demás y afianzarse en el puesto siguiendo dos pautas, usar un puño de hierro contra todo opositor y el pragmático consejo que dio a sus hijos antes de morir: «Enriqueced a los soldados y no os preocupéis de lo demás». Severo, que inauguró una dinastía, consiguió remendar parcialmente la crisis con una serie de reformas administrativas pero a costa de poner fin a la poca autoridad que le quedaba al Senado y convertir su régimen en una dictadura militar de facto.
De todas formas, las costuras terminaron por ceder y, tras él, su hijo Marco Aurelio Severo Antonino Augusto, alias Caracalla (por la capa gala que usaba), envolvió a Roma en un caos con la represión de miles de partidarios de su hermano Geta -al que había asesinado- y la concesión de la ciudadanía a todos los habitantes del imperio para cohesionarlo y sacar más impuestos. Sólo que también quiso emular a Alejandro y se metió en una desastrosa guerra contra los partos que le supuso la muerte a manos del prefecto pretoriano Macrino, quien, por supuesto, se proclamó emperador. No duró mucho, un par de años, porque tuvo que comprar la paz a los partos y para ello se vio obligado a bajar los sueldos de los militares que, ni cortos ni perezosos, pusieron los ojos en un nuevo candidato Severo: el sobrino de Caracalla, Basiano.
Basiano, hoy más conocido como Heliogábalo, tenía ese mote porque era sumo sacerdote de El-Gabal (en latín Elagabalus), una divinidad siria cuyo culto tenía su origen en la ciudad de Emesa. Acaso se tratase de una derivación de aquel Moloch Baal del milenio anterior, a su vez procedente del Baal cananeo, que se adoraba en Siria y Fenicia y que los romanos asimilaban a Saturno. No obstante, etimológicamente significaba Dios de la montaña.
En cualquier caso, Basiano nació en la misma Emesa en torno al año 203, hijo del senador Sexto Vario Marcelo y de Julia Soemias Basiana, sobrina de Septimio Severo y prima de Caracalla. Huyendo de Macrino, la familia se había exiliado en esa provincia, desde donde conspiraban contra él difundiendo el bulo de que el pequeño Basiano era hijo secreto de Caracalla para reforzar su aspiración al trono.
Entre eso y el dinero que la abuela Julia Mesa repartió entre los hombres de la Tercera Legión, consiguieron el apoyo de ésta y en mayo del año 218 se proclamó emperador a aquel adolescente que hasta entonces se dedicaba sólo a las labores religiosas. Hartas de Macrino, otras legiones se fueron pasando al bando contrario y, tras una derrota en Antioquía y un grotesco intento de huida con un disfraz, el emperador acabó ejecutado, al igual que su hijo. Los Severos volvían a Roma.
Heliogábalo asumió el poder sin querer renunciar a su función sacerdotal. Por entonces, tanto en las regiones del imperio como en la misma península itálica se habían difundido cultos orientales que ampliaban el panorama religioso creando un sincretismo que, por la misma época, permitiría también difundirse al cristianismo.
Pero la brusca irrupción de la fe del nuevo emperador no sentó bien en la capital; el Senado se sintió molesto con la orden de colocar efigies del mandatario retratado como Elagabalus y, peor aún, con la de asistir a los ritos en su honor; pero tuvo que acceder por su menguante situación.
Sin embargo, el desagrado de los militares fue más patente y ya hubo intentos de insurección desde el principio, aunque fueron aplastados. Se impuso así la voluntad de Heliogábalo, que no contento con honrar a su dios en los solsticios al asimilarlo al Sol Invicto (el mismo del que saldría la Navidad), lo puso a la cabeza del panteón por encima de Júpiter, casándolo con Minerva (aparte de su esposa Astarté) y aprovechando unos cimientos inacabados de un templo a Júpiter iniciado por Domiciano en el monte Palatino para construirle uno a El-Gabal.
El Elagabalium, como fue bautizado, era de planta rectangular, de setenta por cuarenta metros, y la figura del dios estaba representada por una piedra cónica de color negro que algunos creen procedente de un meteorito. Allí depositó el emperador las reliquias sagradas que mandó traer de Emesa; más aún, trasladó también las de las otras divinidades romanas, lo que irritó sobremanera a toda la sociedad.
Claro que eso quizá no hubiera constituido un problema mayor de no ser por otros dos factores. En primer lugar, el reparto de cargos destacados que se reservó la familia para amigos y afines. Y en segundo, el comportamiento personal de Heliogábalo y su círculo de cortesanos: aunque se casó cinco veces, parece ser que era homosexual y entre sus relaciones afectivas más íntimas se contaban su auriga (un esclavo cario llamado Hierocles al que solía calificar de esposo) y un esmirno con quien, según la Historia Augusta, celebró públicamente una ceremonia nupcial.
Dión Casio añade que el emperador se arreglaba como las mujeres (depilación, maquillaje, uso de pelucas), que incluso se prostituía (en tabernas y en el mismo palacio) y que ofreció grandes riquezas al médico que supiera sustituir sus genitales masculinos por otros femeninos.
Si esto es cierto, probablemente hoy sería un transexual pero en la Antigüedad sólo se consideraba depravación y todas estas excentricidades culminaron en su intención declarada de nombrar césar a Hierocles, asociándolo así al trono y convirtiéndolo en sucesor.
El escándalo alcanzó una magnitud tan grande que su propia abuela entendió que estaba poniendo en peligro la dinastía y había que quitarlo de en medio, convenciéndole para que se olvidase del esclavo y en su lugar nombrara césar a su primo Alejandro Severo.
Heliogábalo aceptó en primera instancia pero luego comprobó que Alejandro era el favorito de los pretorianos y le revocó todo lo concedido. Fue la gota que colmaba el vaso: en el año 222 los pretorianos se amotinaron, asesinando al emperador y a su madre (murieron juntos, abrazados); luego los decapitaron y arrastaron sus cuerpos desnudos por las calles antes de arrojarlos al Tíber. Como cabía esperar, Hierocles tuvo el mismo destino y con él otros miembros de la corte. Alejandro subió al trono pero, de carácter débil y con sólo trece años de edad, el gobierno efectivo fue de su abuela primero y su madre después.
Durante su gobierno se procedió a eliminar todo lo dispuesto por Heliogábalo, a quien se aplicó la correspondiente damnatio memoriae; también quedó prohibida la entrada de las mujeres al Senado, el cual recuperó -brevemente- parte de sus prerrogativas y procedió a desmilitarizar la vida política para restituir los «verdaderos» principios romanos. En cuanto a a la cuestión religiosa, Elagabalus fue proscrito y su templo del Palatino se demolió, restituyéndoselo más tarde a Júpiter; al fin y al cabo era un sitio odiado, no sólo por su carácter casi blasfemo sino porque, cuenta la improbable leyenda, Heliogábalo presidía en él sacrificios humanos de niños patricios.
Fuentes
Historia Romana (Dión Casio)/Historia Augusta (VVAA)/Breve historia de Roma (Miguel Ángel Novillo López)/Historia de Roma (Sergei Ivanovich Kovaliov)/The emergence of christianity. Classical traditions in contemporary perspective (Cynthia White)/The cult of Sol Invictus (Gaston H. Halsberghe)
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