¿Se podrían apretar unos guantes femeninos hasta lograr su cabida en la mitad de una cáscara de nuez? Es lo que se decía en otros tiempos, como prueba de su calidad y finura, de los guantes de seda. Pero la idea no se refería a una seda cualquiera sino a una muy concreta y especial: la de mar. Sí, también los océanos proporcionan esa materia prima, aunque no fabricada por gusanos evidentemente. En este caso los autores son los moluscos y, para ser exactos, uno endémico del Mediterráneo denominado nacra.
La nacra, un bivalvo cuyo nombre científico es Pinna nobilis, guarda bastante parecido con el mejillón, aunque éste pertenece a otra taxonomía (Mytilidae): ambos son de la misma clase pero se diferencian en familia, género y especie. También se distinguen en que la nacra se asienta verticalmente en el lecho marino, normalmente en las praderas de posidonia; dado que éstas están desapareciendo de los fondos a marchas forzadas, el molusco está perdiendo su hábitat natural y se acerca al peligro de extinción, agravado por el arrastre de las anclas, la contaminación y la proliferación de especies invasoras.
Pero seguramente la diferencia más grande respecto al mejillón sea el tamaño. La concha de la nacra, la más grande del Mediterráneo, puede llegar a superar el metro de longitud, estando ahí la clave de su utilidad para proporcionar la citada seda de mar. Y es que, como otros moluscos, también dispone de un biso, el penacho piloso con el que se agarra a las rocas. El biso, palabra de origen hebreo, es segregado por una glándula y adopta la forma de mechón de hilo muy fino y color amarillento, midiendo entre quince y veinte centímetros.
En la Antigüedad los pescadores consideraban que tenía propiedades terapéuticas, así que lo usaban como fármaco para la otitis y, sobre todo, para curar las frecuentes heridas que se hacían al manejar anzuelos. Cierto es que también capturaban nacras por la carne y, si había suerte, por las ocasionales perlas que pudieran contener, aunque éstas no eran de tanta calidad como las de las ostras.
Ahora bien, debidamente hiladas y expuestas al sol para que adopten un intenso tono dorado permanentemente (lo que ha originado la interpretación de que el Vellocino de Oro que buscaban los argonautas era biso), esas fibras tenían una cualidad especial: permitir elaborar el tejido homónimo, que por las limitaciones de materia prima -a pesar del tamaño del molusco- resultaba caro y suntuoso, exclusivo por tanto de las clases acomodadas. Es lo que se llamó popularmente seda de mar porque los hilos eran aún más finos que los de la seda auténtica, resultando más ligeros y, curiosamente, muy cálidos. De ahí lo de la cáscara de nuez que, en versión medias, sería en una tabaquera de rapé.
El biso resultaba tan extraño a ojos de las gentes de otros tiempos que se le atribuían los orígenes más inauditos, como hemos visto con la historia clásica de Jasón. Por ejemplo, los chinos lo llamaban jiaoxiao, que significa seda de sirena, aunque también tenían referencias a los jiaoren u hombres dragón y referían la existencia de ovejas acuáticas de las que se extraía esa lana para hacer la tela haixi (o sea, egipcia); si bien algún autor como el historiador Fan Ye desmitificó la cosa, al igual que el Hou Han Shu (Libro de los últimos Han) y el Libro de Tang, el nombre perduró mucho tiempo.
Los asiáticos no fueron los únicos en ese sentido. Los árabes lo denominaban ṣūf al-baḥr, lana de mar, y un geógrafo del siglo IX llamado Estakhri decía que procedía de un animal marino que eventualmente salía a la orilla y allí se frotaba contra las rocas para desprenderse de su capa de lana dorada. Posteriormente le refrendaron otros autores como Ibn al-Baitar, un médico y botánico andalusí que en su obra Kitāb al-Jāmiʻ li-mufradāt al-adwiya wa-l-aghdhiya (Libro recopilatorio de medicinas y productos alimenticios simples) reúne los nombres de mil cuatrocientas especies de uso farmacológico.
Ahora bien, las primeras noticias sobre la seda de mar son muy anteriores; se remontan a finales del siglo II a.C. (aunque ello no quiere decir que no se usase antes, pues han aparecido conchas de nacra en las ruinas micénicas y cretenses) y las encontramos en un documento que es excepcional en sí mismo: la famosa Piedra de Rosetta, encontrada en 1799 por un soldado francés durante la expedición napoleónica a Egipto y traducida en 1822 por el lingüista Jean-François Champollion. El texto cuenta cómo el faraón Ptolomeo V reduce los impuestos a la casta sacerdotal y entre los tributos se reseña uno que se pagaba en especie, en biso. Sin embargo, no está claro si realmente se refería a seda marina o a un tipo de lino, muy fino, utilizado para hacer las sábanas de dormir y las vendas de las momias.
Por esa misma época tenemos el testimonio de Alcifrón, un escritor sofista griego del que no se sabe más que el nombre y su obra: ciento dieciocho cartas estructuradas en cuatro libros titulados Cartas de pescadores, Cartas de labradores, Cartas de parásitos y Cartas de cortesanas. En una de las epístolas, Galeno a Critón, menciona la «lana de mar». Y unas décadas más tarde es el mismísimo Tertuliano, escritor norteafricano considerado uno de los padres de la Iglesia e introductor del concepto de la Trinidad, el que habla del uso de biso para confeccionar el pallium (la manta que tendió a sustituir la toga entre los romanos en aquel período republicano): «También era necesario pescar para conseguir la vestimenta de uno; en búsqueda de una fibra obtenida en el mar en donde viven conchas de tamaño extraordinario con copetes de pelos musgosos».
Ya en la etapa imperial, en el año 301 d.C., Diocleciano promulgó el Edictum De Pretiis Rerum Venalium, un edicto que regulaba los precios de casi millar y medio de productos -incluyendo el coste de la mano de obra-, entre los que figuraba la seda marina. Dos siglos después el historiador bizantino Procopio de Cesarea, cuyas obras son una fuente fundamental para conocer el reinado de Justiniano, deja testimonio del pago que el emperador hizo a cinco sátrapas armenios en forma de túnicas hechas de «lana pinna«, exclusivas de la clase dirigente. Es más, se dice que la esposa de Justiniano, Teodora, tenía algún vestido bordado de seda de mar.
El empleo del biso en la confección textil continuó con el paso de los siglos, siempre con ese carácter excepcional y suntuario (aunque en ocasiones diera juego para otras cosas, como por ejemplo los uniformes que visten los tripulantes del Nautilus en la novela de Julio Verne 20.000 leguas de viaje submarino). La pieza más antigua conservada se encontró en 1912 al excavar el enterramiento de una dama noble en Aquincum, actual Budapest, y fue datada en el siglo IV a.C.; lamentablemente resultó destruida durante la Segunda Guerra Mundial.
Por raro que parezca el tejido de seda de mar todavía se practica hoy en día, bien es cierto que como una costumbre tradicional: es una artesanía que elaboran algunas mujeres de Sant’Antioco, una isla vecina de Cerdeña, donde incluso se le dedica una sección en el museo etnográfico local. La técnica empleada en el bordado se llama unghiata pero sólo permite hacer prendas muy pequeñas, dada la escasez de biso existente al estar protegidos los moluscos.
Fuentes
Harvesting the sea. The exploitation of marine resources in the roman Mediterranean (Annalisa Marzano)/Purpureae Vestes. Vestidos, textiles y tintes. Estudios sobre la producción de bienes de consumo en la Antigüedad (Actas del II Symposium sobre Textiles y tintes del Mediterráneo en el mundo antiguo. Atenas, 24 al 26 de noviembre, 2005 (VVAA)/Textile Terminologies from the Orient to the Mediterranean and Europe, 1000 b.C to 1000 a.D (Salvatore Gaspa, CŽcile Michel y Marie-Louise Nosch)/Woven threads. Patterned textiles of the Aegean Bronze Age (Maria Shaw y Anne Chapin)/Wikipedia
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