En 1907 Adolf Hitler fue rechazado en las pruebas de acceso a la Academia de Bellas Artes de Viena, volviendo a suspender en un segundo intento al año siguiente y recibiendo el bienintencionado, aunque algo humillante, consejo del director de probar con la arquitectura. Como sabemos, el futuro de aquel joven artista fracasado iría por otros derroteros, lo que nos lleva a pensar en cómo a veces la frustración puede dar un giro a la vida de una persona.
Años después hubo un episodio que guardó ciertas similitudes con el del austríaco, aunque no fue tan radical, y en el que un pintor destrozado por la crítica decidió liarse la manta a la cabeza y dedicarse a la falsificación de clásicos, convirtiéndose en un maestro de la impostura: Han van Meegeren.
El caso de Van Meegeren no es exactamente igual porque, al contrario que Hitler, sí fue admitido en una prestigiosa institución y además destacó como alumno, hasta el punto de recibir premios y distinciones, iniciando una carrera profesional que en un primer momento incluso resultó exitosa, haciéndole ganar dinero y prestigio. Sería después cuando tropezó con el muro de una crítica implacable y no supo sobrellevarlo, a pesar de que no le faltaba determinación, como había demostrado al enfrentarse a la voluntad de su padre para que estudiara precisamente arquitectura.
Había nacido en Deventer (Países Bajos) en 1889 y Han no era sino el diminutivo de su nombre completo, Henricus Antonius. Tenía cinco hermanos y era hijo de padres católicos, un profesor de Historia llamado Hendrikus Johannes, casado con Augusta Louisa Henrietta Camps, cuya relación con él siempre fue degradante, burlándose constantemente de sus aptitudes y despreciándole. El pequeño Han sólo encontró comprensión en un profesor llamado Bartus Korteling que además era pintor y le infundió amor al arte, proporcionándole así la única motivación de su vida.
Por supuesto, el padre se negó rotundamente a permitirle hacer una carrera artística, por lo que Han terminó ingresando en la Technische Hogeschool de la ciudad de Delft. Allí se dio una conjunción de factores que determinaron su futuro. En primer lugar, los estudios de arquitectura incluían dibujo y pintura, que fueron las materias que realmente le atrajeron. Asimismo, Delft era la localidad natal del famoso maestro Johannes Vermeer, el artista favorito de su antiguo profesor Korteling y del que le había enseñado su técnica. Por último, su poco interés por la arquitectura -aunque terminó la carrera e incluso su club de remo le encargó el diseño de la nueva sede, recibiendo además la Medalla de Oro por el estudio de interiores de una iglesia de Róterdam-, le hicieron decantarse definitivamente por las artes plásticas.
Así, haciendo caso omiso a su padre, en 1913 entró en la Real Academia de Artes de La Haya, diplomándose al verano siguiente, lo que le habilitaba para dar clases como asistente de profesor. El paso por la institución le dio también satisfacciones en el plano afectivo, pues allí conoció a una alumna con la que se casó, Anna de Voogt, y que le dio varios hijos. Han alternó la enseñanza con la realización de carteles, ilustraciones, postales navideñas y otras creaciones que en 1917 le permitieron presentar su primera exposición particular. De esta forma cumplió su sueño de convertirse en pintor profesional y además bien valorado, pues en 1919 hasta le admitieron en la exclusiva Haagse Kunstkring, una sociedad de artistas.
Consumado autor de bodegones y apreciado retratista, acumulaba encargos y viajaba por toda Europa consiguiendo clientes que le granjearon prestigio y honorarios a partes iguales. Todo parecía dispuesto para su consagración entre los grandes en 1922 con la que iba a ser su segunda exposición, centrada en pinturas de temática religiosa… y entonces todo se fue al traste.
La crítica se cebó con el trabajo de Han, al que consideró desfasado temática y técnicamente en una época en la que lo que se llevaba eran las vanguardias. Le reprocharon ser un mero imitador del arte renacentista carente de originalidad y, aunque los cuadros tuvieron compradores sin problemas, él se empeñó en descalificar a los críticos en una serie de artículos que le supusieron la animadversión total e irreversible por parte de éstos.
La situación le debió de hundir moralmente porque coincidió con su divorcio y la consiguiente separación de sus hijos, ya que Anna se trasladó a París, y ello le llevó a una etapa de adicciones y vida desenfrenada en la que el dispendio de dinero le hacía estar siempre necesitado de ingresos. Pese a que se casó de nuevo en 1928 con Johanna Theresia Oerlemans, una actriz cuyo alcoholismo sería una constante fuente de problemas entre ambos, decidió dar el paso que iba a caracterizar el resto de su vida: empezar a hacer falsificaciones. Se había iniciado en ese mundillo en 1920, a raíz del contacto con un pintor llamado Theo van Wijngaarden que, a su vez, había aprendido de Leo Nardus, un famoso falsificador. Wijngaarden no sólo pintaba imitaciones sino que había montado una red de distribución internacional y dado que Han era un auténtico experto en la técnica de los clásicos -y además superior a él artísticamente-, le reclutó para su negocio.
Así fue cómo Han se dedicó a reproducir obras de, entre otros, Frans Hals y Vermeer, acaso recordando las lecciones que de niño le había dado Bartus Korteling, aquel profesor que despreciaba las tendencias contemporáneas y había echado el ancla en el Siglo de Oro neerlandés. Han estudió a fondo no sólo la técnica de los grandes pintores de la historia sino también sus vidas y procedimientos. Usaba lienzos del siglo XVII, fabricaba los colores con fórmulas de la época, empleaba pinceles con el mismo tipo de pelo y envejecía las pinturas con tratamientos químicos, calentándolas después en hornos y enrollándolas para que aparecieran grietas, que luego rellenaba con tinta china.
Metido de lleno en su nueva vocación, amplió la nómina de artistas al imitar a Pieter de Hooch, Gerard ter Borch o Dick van Baburen, si bien su favorito siguió siendo Vermeer. Los cuadros se vendieron bien y algunos de ellos están en importantes museos e instituciones como el Boymans Van Beuningen de Róterdam o la Pinacoteca de Brera, lo que le supuso ganar una fortuna aparte de los emolumentos que ingresaba por las obras normales, con su firma. Curiosamente, sería una de sus ventas más inauditas la que llevó a desenmascararle.
Se trata del Cristo con la adúltera, un falso Vermeer que en 1942, durante la invasión alemana de Holanda, le vendió nada más y nada menos que al jerarca nazi Hermann Göring por más de un millón y medio de florines. Tres años más tarde este cuadro fue encontrado por los aliados en una mina de Austria junto a miles de obras de arte que los nazis habían ocultado allí, fruto de su rapiña. Las investigaciones posteriores llevaron hasta Han en pocos días y fue detenido, acusado tanto de colaboracionismo y expolio del patrimonio neerlandés; es decir, se pensaba que la pieza era un Vermeer auténtico.
Ante el mal cariz que tomaban las cosas, el pintor informó de que era una falsificación y confesó sus actividades. Como la comprobación de los hechos llevaba tiempo, él mismo pintó una obra públicamente para demostrarlo: Jesús entre los doctores. Resultó convincente y a principios de 1946 fue liberado pendiente de juicio. El proceso se abrió en otoño del año siguiente y como la comisión internacional de expertos corroboró que, en efecto, era una imitación de Vermeer, y que Han van Meegeren había falsificado otras piezas, se sustituyó la acusación inicial por las de fraude y estafa. «Mi triunfo como falsificador fue mi derrota como artista creativo» dijo compungido. Declarado culpable, se le condenó a un año de prisión pero a los pocos días sufrió un doble ataque al corazón y falleció sin que siquiera diese tiempo a apelar la sentencia.
Su viuda fue exculpada por el propio Han, pero el patrimonio restante de éste -llegó a tener más de sesenta inmuebles- se subastó para indemnizar a los estafados, algunos de los cuales demandarían a los asesores a los que habían confiado la autentificación de las pinturas antes de comprarlas. Es curioso señalar que hubo cuadros que se vendieron por miles de dólares, aún a sabiendas de su falsedad, mientras los museos sometían a sus cuadros de Vermeer a análisis químicos para determinar si eran verdaderos o no. Se identificaron dieciocho y hay algunas más dudosas por culpa de su hijo Jacques, que también se dedicó al arte ilegal pintando cuadros que firmaba con el nombre de su padre, enredando aún más la madeja; paradójicamente le desacreditaba, ya que no tenía su talento.
Fuentes
The man who made Vermeers. Unvarnishing the legend of master forger Han van Meegeren (Jonathan López)/The deception. The life of the master forger Han van Meegeren (Frederik Hendrik Kreuger)/Forged. Why fakes are the great art of our age (Jonathon Keats)/Art forgery. The History of a modern obsession (Thierry Lenain)/Wikipedia
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.