A raíz de la película La lista de Schindler se han ido dando a conocer las historias de otros personajes que durante la Segunda Guerra Mundial protagonizaron acciones similares, en mayor o menor grado, a las del empresario alemán inmortalizado por Steven Spielberg. Por ejemplo, se redescubrió para el gran público la figura de Ángel Sanz Briz, aquel diplomático español encargado de la sección de negocios de la embajada en Budapest que, actuando por su cuenta, proporcionó pasaportes de nuestro país a unos cinco mil judíos, salvándoles la vida. Pero hoy vamos a hablar de otro que tenía más parecido con Oskar Schindler por alemán, por miembro del Partido Nacionalsocialista y por haber puesto a salvo a cerca de doscientas mil personas: John Rabe.

Era natural de Hamburgo, donde había nacido en 1882. Orientada su vida profesional a los negocios, pasó unos años en las colonias africanas para luego, en 1908, trasladarse a China. Allí, pese a su juventud, se estableció trabajando como aprendiz para una filial de Siemens en varias ciudades: Mudken (Shenyang), Pekín, Tiensin, Shangái… Finalmente, en 1931, se quedó en Nankín como gerente de la compañía porque la diabetes que sufría le hacía depender de su dosis de insulina, que no siempre era fácil de encontrar en el país asiático. Colaborando con la escuela chino-germana, en 1934 se afilió al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán con el fin de obtener subvenciones, ya que éstas sólo se concedían a nazis militantes. Esa decisión le traería en el futuro un aluvión de consecuencias, unas positivas y otras negativas.

En el verano de 1937 estalló la guerra entre China y Japón al eclosionar la tensión que había entre ambos y que ya se remontaba a un conflicto anterior en el que, a mediados de la última década del siglo XIX y por el Tratado de Shimonoseki, los chinos perdieron Taiwán, las Islas Pescadores y la península de Liaodong. Después, el Tratado de Versalles concedió al gobierno de Tokio jugosas ventajas comerciales en suelo chino, pero los efectos de la Gran Depresión llegaron hasta allí y para paliarlos decidió invadir la rica región de Manchuria en 1931, que convirtió en el estado títere de Manchukuo.

Chiang Kai-shek/Foto: Wikimedia Commons

Gobernaba en China el Kuomintang, un partido nacionalista que fue incapaz de oponerse a los nipones en primera instancia porque centraba su atención en la guerra civil contra los comunistas, pero que más tarde consiguió enardecer a la población, en parte debido a un incidente en el que se enfrentaron tropas chinas y japonesas en el Puente Marco Polo, sobre el río Yonding. Aunque apenas fue un tiroteo alocado, Japón exigió una disculpa oficial a Chiang Kai-shek, el general que tenía el poder en Nankín (la capital por entonces), quien no sólo rechazó darla sino que alcanzó un pacto con los comunistas para enfrentarse al enemigo común.

El Ejército de Kwantung, la élite de las tropas imperiales niponas entre cuyos mandos estaba el teniente general Hideki Tojo (futuro primer ministro), avanzó desde Manchukuo ocupando Qingdao y derrotando a los chinos una y otra vez hasta llegar hasta las puertas de Nankín, con el objetivo de tomar la capital y expulsar al Kuomintang. A lo largo del otoño de 1937 fueron cayendo Taiyuan, Jinan y toda la provincia de Shanxi. El 12 de diciembre los japoneses entraron en Nankín, donde durante, los dos meses siguientes, desataron el horror sobre la población.

Por entonces residían en la ciudad muchos occidentales -empresarios, comerciantes, misioneros, diplomáticos, periodistas, viajeros…-, cuyas residencias se agrupaban en un barrio al que se dio consideración de zona de seguridad. La mayoría fueron evacuados al empezar los bombardeos y apenas quedó una treintena, de la que casi la mitad eran religiosos. Por ser extranjeros y, en consecuencia, ajenos a aquel conflicto, gozaban de cierta inmunidad frente a las barbaridades que cometió el invasor sobre los desgraciados ciudadanos chinos, que iban desde torturas y violaciones a ejecuciones en masa sin distinguir entre militares y civiles.

Integrantes del Comité Internacional/Foto: Wikimedia Commons

Ante ese dantesco panorama, los occidentales organizaron el llamado Comité Internacional de la Zona de Seguridad de Nankín, inspirado en la zona neutral que en Shangái protegía a casi medio millón de personas, y que se dedicó a tratar de poner a salvo a toda la gente que pudiera. John Rabe fue elegido presidente porque al ser alemán y representante local del Partido Nazi se esperaba que tuviera cierto ascendiente sobre los japoneses; al fin y al cabo, Tokio y Berlín eran socios y aliados, ambos firmantes del Pacto Antikomintern el año anterior, al que luego se fueron sumando otros países que se alinearon ideológicamente con el Eje (Italia, Bulgaria, España, Croacia, Finlandia, Dinamarca, Turquía, Rumanía, Hungría, Eslovaquia y Manchukuo; China después).

Dado que Japón se había comprometido a no atacar los lugares de Nankín que no tuvieran fuerzas chinas y que el comité se empeñó en convencer al gobierno chino para que evacuase a sus tropas, las tropelías del Ejército del Kwantung no se extendieron más allá de ocho semanas. Eso sí, fueron muy intensas porque al caer las defensas y entrar los soldados el 13 de diciembre aún había medio millón de habitantes que se quedaron, obviando el consejo de su alcalde Ma Chao-chun; sencillamente, no tenían dónde ir. De saber lo que les esperaba, hubieran preferido cualquier otro sitio.

La Zona de Seguridad, por sus dimensiones (aproximadamente cuatro kilómetros cuadrados, los que ocupaban las embajadas, las viviendas y la universidad), tenía una capacidad limitada lógicamente. Según las estimaciones, aquellos aciagos días murieron víctimas de la represión japonesa entre doscientas y trescientas mil personas, de las que cincuenta o sesenta mil serían civiles de todas las edades y sexos. Las más o menos doscientas mil restantes se libraron precisamente gracias al comité, que les dio cobijo a costa de lidiar continuamente con los invasores.

El propio Rabe acogió a seiscientas cincuenta en su mansión (había mandado a Alemania a su esposa Dora con sus hijos), pagando la manutención de su cuenta y fajándose a diario con las autoridades militares japonesas gracias a a sus credenciales nazis. Al parecer, la esvástica del brazalete y la insignia impresionaba lo suficiente a los nipones como para mantenerlos a raya; aunque en algunos casos sólo consiguió retrasar un poco el fatal destino de algunos, en conjunto se puede decir que buena parte de los chinos de Nankín le debieron la vida. «No puedo traicionar la confianza que estas personas me han dedicado y es conmovedor ver cómo creen en mí» dejó escrito en su diario, que después de la Segunda Guerra Mundial le serviría al mundo para tomar conciencia de aquel infame episodio silenciado por las propias víctimas avergonzadas.

La residencia de Rabe en Nankín/Foto: Thomas.plesser en Wikimedia Commons

Y es que Rabe no tuvo tapujos en describir la barbarie: calles sembradas de cadáveres con heridas de bala en la espalda, soldados saqueando tiendas (incluyendo las de los residentes occidentales), destrucción por todas partes, el pánico de la gente… La situación había sido tan brutal que si el 14 de diciembre se había dirigido al comandante japonés con palabras de agradecimiento por respetar la Zona de Seguridad y mostrarse colaborador, tres días más tarde le escribió en un tono muy diferente, denunciando allanamientos en su propia casa, robos constantes, la violación de un millar de mujeres y niñas, el asesinato a bayonetazos de los familiares que intentan impedirlas, etc.

Con la misma fecha envió otra carta a la embajada de Japón denunciando la bestialidad de sus soldados y pidiendo el restablecimiento del orden. Al no obtener respuesta, mandó una segunda misiva exigiendo la salida de los militares de la Zona de Seguridad (solían entrar en persecución de prófugos), que dejaran en paz a las dos mil quinientas familias chinas refugiadas en el seminario (donde, clamaba, varias mujeres habían sido violadas públicamente en presencia de sus maridos e hijos) y que se permitiera el paso de los camiones cargados de arroz que intentaban acceder para poder alimentar a la gente. La embajada siguió sin dar respuesta hasta el 10 de febrero de 1938, en que el secretario le llamó para amenazarle por haber informado de todo aquello a la prensa internacional.

Ese mismo mes Rabe abandonaba Nankín por orden de su empresa, siendo despedido por los chinos en medio de una multitudinaria muestra de gratitud. El 15 de abril llegaba a Berlín, donde volvió a denunciar la situación, algo que refrendaron algunos periodistas japoneses, y remitió al mismísimo Hitler un informe titulado Aviones enemigos sobre Nankín acompañado de fotos y una película hechas por él mismo, así como de una solicitud para que interviniera ante el gobierno japonés y pusiera fin a los abusos. Sin embargo, el Führer nunca recibió nada. Todo fue incautado por la Gestapo, que le arrestó e interrogó sospechando de tanto desvelo en contra de un país aliado. Pudo librarse gracias a la mediación de Siemens, pero no le devolvieron el material gráfico, del que no se supo más -en cambio, se conservan varias copias del informe-, ni le permitieron seguir hablando del tema.

Cartel de la película de 2009 «John Rabe», basada en sus diarios

Rabe regresó a su trabajo, destinado primero en Afganistán y luego de vuelta en la capital germana durante la Segunda Guerra Mundial. Al acabar la contienda le detuvo el NKVD soviético, que se lo entregó a los británicos, pero finalmente fue puesto en libertad hasta que se descubrió por una denuncia de un conocido que estaba afiliado al partido. Como ello le supuso la retirada del permiso de trabajo, solicitó someterse al programa de desnazificación; sin embargo le rechazaron y pasó una mala época, sin ingresos y empleando sus ahorros (y la venta de su valiosa colección de arte chino) en pagar la apelación. Chiang Kai-shek le ofreció acogerle en Taiwán, pero su salud, muy deteriorada por la diabetes, le impedía viajar.

Al final, en junio de 1946, se le declaró oficialmente desnazificado pero él y su familia siguieron viviendo en la miseria, todos en una habitación y pasando hambre, hasta que en Nankín se enteraron de su apurada situación. Organizaron una colecta que recaudó dos mil dólares de la época (al cambio unos veinte mil actuales) que le hizo llegar el alcalde, quien se desplazó personalmente a Alemania para ello; también le escribieron abundante correspondencia mostrando agradecimiento por sus pasados esfuerzos. Desde entonces la familia Rabe recibió regularmente paquetes de comida hasta que en 1948 triunfó la Revolución China y se acabaron los envíos.

Dos años después, Rabe murió de un derrame cerebral y quedó en el olvido hasta que en 1996 se publicó su diario bajo el título Der gute Deutsche von Nanking (El buen alemán de Nankín), rápidamente traducido al inglés y considerado actualmente como una de las principales fuentes documentales para conocer aquel negro episodio de la Historia. Al año siguiente, una delegación china trasladó la lápida de su tumba a Nankín para hacerle un monumento que se completó en 2006 con la apertura del Salón Memorial de la Zona de Seguridad Internacional John Rabe, ubicado en su residencia de Nankín debidamente restaurada. Muchos niños de Nankín se llaman Rabe en su recuerdo.


Fuentes

The good man of Nanking. The diaries of John Rabe (John Rabe)/La violación de Nanking. El holocausto olvidado de la Segunda Guerra Mundial (Iris Chang)/John Rabe and Nanjin 1937 (Benjamin Lai en Osprey Publishing)/Wikipedia


  • Compártelo en:

Descubre más desde La Brújula Verde

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Something went wrong. Please refresh the page and/or try again.