Aunque el desastre natural más famoso del Mar Egeo probablemente fue la brutal erupción del volcán Tera a mediados del segundo milenio a.C., fruto de la cual ha quedado la isla de Santorini y sobre cuyos efectos se teoriza que pudieron originar un tsunami lo suficientemente grande como para llegar a Egipto, con su correspondiente identificación con la apertura del Mar Rojo que cita el Éxodo bíblico, lo cierto es que el Mediterráneo oriental es una región abonada a ese tipo de fenómenos por su geomorfología y a lo largo de la Historia se han registrado otros casos tan importantes que también dejaron huella en las crónicas. Uno de ellos fue el terremoto de Creta del año 365 d.C.
La fecha exacta se sitúa el amanecer del 21 de julio, según indica el registro arqueológico y, sobre todo, la datación por carbono 14 aplicada a los corales de los fondos submarinos de la isla griega, pues el epicentro se situó allí y provocó que la mitad occidental de Creta se elevara entre nueve y diez metros respecto a sus cotas anteriores, tal como se aprecia en el siguiente gráfico realizado por científicos en 1978 y que muestra la subida progresiva de la cota en dirección oeste.
¿Por qué se produjo esto? Pues debido a que la isla se sitúa encima de una gran falla que, a su vez, se ubica en la Fosa Helénica, una larga depresión que abarca desde la placa tectónica Anatólica hasta la Africana y, por tanto, un punto caliente de subducción al hundirse la segunda bajo la primera. Fue uno de esos seísmos especiales que estadísticamente sólo se producen cada cinco mil años, si bien hay constancia de otros anteriores y posteriores de menor intensidad que se dan a un ritmo más frecuente, aproximadamente cada ochocientos años, seguramente por el movimiento de otros segmentos de la falla.
Según estudios científicos realizados por geólogos en 2001, el terremoto de Creta fue de 8,6 grados en la escala Richter -el más fuerte ocurrido jamás en el Mediterráneo- y formó parte de todo un período de intensa actividad sísmica que se registró en el Mediterráneo oriental entre los siglos IV y VI d.C. (ahí está el ejemplo de Curio, una ciudad del sur de Chipre y destacado centro de culto sagrado que fue azotada sucesivamente por cinco seísmos en apenas ochenta años, quedando destruida y abandonada). Desde entonces no ha vuelto a suceder nada de esa magnitud en esas latitudes, aunque, como decimos, hubo numerosas réplicas y otros terremotos posteriores que formaron un ciclo bisecular.
Es difícil concretar porque nadie tiene claro si las fuentes antiguas, cuando hablan del suceso, se refieren sólo a un caso (el cretense del 365 que nos ocupa) o a una serie de ellos, algo complicado aún más por la tendencia de los historiadores clásicos a vincular los desastres naturales con castigos divinos por determinados episodios históricos contextuales. Eso ocurría tanto en el mundo pagano como en el cristiano y, a menudo, como resultado del enfrentamiento entre ambos. El resultado es una distorsión de los hechos que obliga a los historiadores a hacer un trabajo de cirujano y que se agrava además por la escasez de referencias generales. El que en esos siglos dichas referencias se multipliquen es algo bastante significativo, pero entonces, al entrar en el análisis, es cuando llega la confusión.
Buen ejemplo de ello serían las obras de Libanio (alias el Pequeño Demóstenes, un retórico sofista de Antioquía cuyos trabajos proporcionan una interesante visión de la penetración de la nueva fe en el Bajo Imperio Romano) y Sozomeno (abogado e historiador cristiano palestino que escribió una Historia Ecclesiastica), que funden el terremoto de Creta del año 365 con otros menores con contrapuestos objetivos políticos: el primero era amigo y defensor de Juliano el Apóstata, el emperador romano que quiso retornar al paganismo, mientras que el segundo se posicionaba en su contra; Libanio atribuyó el desastre al disgusto de los dioses por el fallecimiento de Juliano y Sozomeno al enfado de dios por su renuncia a la verdadera religión.
Como se ve, cuando tembló la tierra aquel fatídico verano el centro del imperio ya no era Roma sino Constantinopla. Diocleciano, en su célebre reforma administrativa, había separado Creta de la provincia Cirenaica para incorporarla a Mesia y desde entonces fue pasando a Iliria y Macedonia hasta que quedó directamente dependiente de la capital bizantina a partir del año 395. En la época del suceso tenía más o menos un cuarto de millón de habitantes que, desde luego, tuvieron un mal despertar esa mañana.
El terremoto, que duraría en torno a un minuto, no sólo destruyó las ciudades insulares sino que sus efectos se extendieron hasta el centro de Grecia, Turquía, Chipre, Sicilia, Palestina e incluso Hispania. La costa norteafricana sufrió igualmente, como en el litoral libio, donde la ciudad de Apolonia quedó prácticamente sumergida. Pero se notó de forma muy especial en el delta del Nilo y, más concretamente, en Alejandría, donde incluso se instituiría una jornada para recordar el bautizado como Día del horror, por la labor de los cronistas y la importancia del lugar.
Alejandría era entonces una de las grandes urbes del mundo mediterráneo. Allí se ubicaban la escuela homónima (una corriente filosófica neoplatónica y ecléctica), otra catequística y la famosa biblioteca. Pero el 21 de julio del 365 sus habitantes debieron estremecerse al ver avanzar desde el horizonte marino una aterradora pared de agua, una ola gigante que arrasó la ciudad inundándola, arrastrando los barcos del puerto tres kilómetros hacia el interior y matando a miles de personas.
El historiador romano Amiano Marcelino, que era de ascendencia griega y, por cierto, también gran admirador de Juliano el Apóstata, tiene una obra titulada Rerum Gestarum Libri XXXI (más conocida como Historia a secas) que es fundamental para conocer el devenir del Bajo Imperio. En ella cuenta de forma espeluznante aquella infausta jornada:
«Poco después del amanecer, tras una negra tormenta llena de relámpagos y truenos, toda la superficie de la tierra se vio sacudida y tembló; el mar se abrió y las olas se replegaron, de manera que quedaron al descubierto las profundidades y pudo verse a muchas especies de animales marinos atrapados en el fondo. Fue entonces cuando, según se creyó, valles y montes enormes vieron por primera vez la luz del sol, después de que la naturaleza creadora los hubiera colocado en las profundidades del mar. Así, muchas naves quedaron varadas como si estuvieran en tierra firme y, libremente, entre lo poco que quedaba entre las olas, podían capturarse con las manos peces y otras especies similares.
Entonces el fondo del mar, bramando como si estuviera en desacuerdo con ese retiro forzoso, se elevó a su vez y, a través de grandes superficies, se lanzó con violencia sobre islas y sobre la tierra firme, arrasando innumerables construcciones y templos, ya en ciudades o ya donde se topaba con ellas.»
Amiano Marcelino detalla además que «murieron ahogadas varios miles de personas» y los mismos remolinos que se tragaban las naves escupían los cadáveres de sus ocupantes, que quedaban «flotando boca arriba o boca abajo» mientras «otros barcos enormes, arrastrados por la furia de las olas, llegaron a encallar en lo alto de algunas construcciones, como sucedió en Alejandría. Y algunos fueron lanzados hasta una distancia de dos millas tierra adentro, lo que posibilitó que, cuando caminábamos junto a la ciudad de Mothone [Modona, en Mesenia], viéramos un barco laconio completamente destruido por haber estado a la intemperie durante mucho tiempo» (Libro XXVI).
El relato, corroborado por otros autores de la época, tiene la virtud de distinguir las tres fases básicas de un tsunami: el maremoto, el retroceso de las aguas y la ola gigante. Contaba, eso sí, con el precedente de Tucídides, que fue el primero en relacionar los seísmos con los tsunamis al describir el que golpeó el golfo griego de Maliakos en el año 426 a.C.
Por supuesto, las olas del año 365 fueron multidireccionales y teniendo en cuenta que alcanzaron las playas de Grecia y Sicilia en poco más de una hora -como demuestran los análisis químicos practicados a sus arenas y, de nuevo, el carbono 14-, se calcula que debían tener ente los seis metros de altura de la que llegó al litoral italiano y los quince de la que batió Libia (la de Alejandría tendría doce). Un tamaño tal que a su paso dejó cambios permanentes en la geografía (por ejemplo, la fusión de la isla de Faro con la ciudad vieja de Alejandría). El número total de vidas cobradas se calcula en torno a cuarenta y cinco mil.
Fuentes
Ancient earthquakes (Manuel Sintubin, Iain Stewart, Tina Niemi y Ethan Altumel, eds.)/Impact of tectonic activity on ancient civilizations. Recurrent shakeups, tenacity, resilience and change (Eric R. Force)/Earthquakes in the Mediterranean and Middle East. A multidisciplinary study (Nicholas Ambraseys)/Historia (Amiano Marcelino)/MeteoWeb/Wikipedia
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