De la misma manera que hay frutas y plantas cuya procedencia se sabe con seguridad, el caso de la fresa es un poco especial. No sólo por el hecho de que no fuera exclusiva de un continente sino también porque la variedad que consumimos actualmente es una muy concreta y porque su introducción en Europa no correspondió a quienes se cree tradicionalmente.

Vamos por partes. La fresa es el fruto de la Fragaria, un tipo de planta herbácea de la familia de las Rosaceae que tiene quince subtipos. Uno de ellos es el Fragaria chiloensis, popularmente conocido como fresa chilena, frutilla chilena o frutilla de Chiloé, entre varios nombres.

De esta variedad desciende la Fragaria annanasa, que es la que proporciona las fresas y fresones de consumo actuales, aunque merced a un cruce con otro de los subtipos existentes, la Fragaria virginiana.

Si la primera se daba en todo el continente americano, esta última era exclusiva de Norteamérica (actuales EEUU y Canadá), debido a que esa tierra es más alcalina; de hecho, se cree que fueron las aves migratorias las que llevaron las semillas a la parte meridional en sus viajes.

Como decía antes, la tradición, debidamente publicitada, atribuye a los anglosajones la introducción de la fresa en Europa por iniciativa de los colonos de Virginia en el siglo XIX. Aunque en realidad ya había fresas en el Viejo continente, tal como atestiguan los autores clásicos, éstas eran silvestres y pequeñas, de la especie Fragaria vesca, que se usaban como complemento alimentario probablemente desde la Prehistoria, si bien no se cultivaron hasta el siglo XIV.

Retrato de Sebastián de Covarrubias (Juan Bautista de Espinosa)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Por entonces se las llamaba frutillas a secas y Sebastián de Covarrubias, que era capellán de Felipe II pero también un erudito, dejó una descripción: «Cierta especie de moras que tienen forma de madroños pequeños». Añadía que se tomaban con vino y azúcar o con leche.

Pero las americanas eran algo distintas, como pudo comprobar el español Alonso de Ovalle, un jesuita hijo de una familia encomendera de Peñalolén (actual Chile) que describió aquella región en su obra Histórica relación del Reyno de Chile. Alonso de Ovalle tomó contacto con los frutos de Fragaria chiloensis en 1614, ya que los cultivaban los nativos araucanos, y fue quien les otorgó su taxonomía científica. Apenas cuatro años después el Mayflower arribaba a las costas virginianas y los peregrinos que se establecieron allí dejaron testimonio en sus cartas de la abundancia de fresas.

Sin embargo, suele olvidarse un curioso episodio posterior a estos hechos pero anterior a las exportaciones freseras decimonónicas: el que protagonizó un francés que, tras un viaje profesional por el Nuevo Mundo, regresó con cinco ejemplares de Fragaria chiloensis para cultivar a este lado del Atlántico, razón por la que sería el verdadero introductor de la planta antes que los virginianos. Es más, la palabra fresa derivaría de su apellido. La cosa tiene una gracia especial porque el personaje en cuestión no era exactamente un científico sino un militar y se fue a América precisamente por una misión de esa índole.

Alonso de Ovalle/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Se llamaba Amédée-François Frézier y había nacido en Chambéry en 1682, hijo de una familia acomodada que durante la Edad Media se estableció en Escocia al formar parte del séquito del embajador francés de Enrique I y que por su colaboración con el rey Malcolm III contra los invasores daneses fue distinguida por el monarca con tierras y un escudo de armas en el que figuraban tres fresas.

¿Por qué ese fruto? Porque el apellido familiar era cacofónicamente similar, ya que originalmente se escribía Fraise y así era como se denominaba a las fresas silvestres en francés arcaico. Otra versión dice que un antepasado llamado Julius de Berry le sirvió una canastilla de fresas silvestres al emperador Carlos el Simple en el año 916 durante unas negociaciones con un cardenal italiano que, al final, accedió a la firma de un acuerdo; el mandatario quedó tan agradecido que le cambió el apellido por el de Fraise. Imposible determinar hoy el grado de veracidad de estas historias.

Malcolm III de Escocia/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En cualquier caso, la efervescente situación en Escocia llevó a los Frézier a regresar definitivamente a su país y así llegamos a finales del siglo XVII, cuando el joven Amédeé se encontró en la tesitura de continuar la carrera de su padre, que era abogado, profesor de Derecho y asesor jurídico del duque de Saboya, una profesión que en realidad no le atraía lo más mínimo. Por eso, aunque llegó a empezar los estudios, los abandonó para aprender ciencias en París (geometría, matemáticas, botánica e incluso teología, que entonces estaba vinculada a los temas anteriores). Se doctoró con una tesis sobre navegación y astronomía que ya perfilaba cuál era su verdadera vocación.

No obstante, todavía habría que esperar para ponerla en práctica porque inmediatamente marchó a Italia para continuar estudiando, esta vez arte y arquitectura, materias que también determinarían su futuro. No volvió a casa hasta ya iniciada la centuria siguiente y fue para alistarse en el ejército, logrando ser teniente de un regimiento de infantería a las órdenes del Duque de Charot.

Cuando publicó un tratado sobre el uso ceremonial y recreativo de fuegos artificiales, hasta entonces limitados al ámbito bélico, el resultado fue tan aplaudido que le valió el traslado al cuerpo de ingenieros.

Edición inglesa de un mapa realizado por Frézier/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Estaba destinado en Saint-Malo, donde también se empapó de las técnicas de navegación, cuando resultó elegido para la que sería la misión de su vida: realizar un viaje por América del Sur para estudiar las fortificaciones españolas del Virreinato del Perú. Esa era la teoría, en el contexto de la Guerra de Sucesión que enfrentaba a los Borbones con los Habsburgo por la vacante corona de España y que se había decantado por Felipe V; pero lo cierto es que se trataba más bien de una labor de espionaje, con vistas a intentar encauzar las riquezas americanas hacia la corte de Versalles, que en esos momentos pasaba un momento de crisis.

Consecuentemente, como suele ser habitual en tales casos, a Frézier se le dio oficialmente de baja y el 7 de enero de 1712, tras un primer intento fallido que había obligado a regresar a puerto por el mal tiempo, zarpó por segunda vez de Saint-Malo. El objetivo era llevar a cabo una exploración hidrográfica, corregir las deficiencias que hubiera en la cartografía y levantar planos exactos de las fortalezas erigidas a lo largo del litoral sudamericano, valorando su capacidad para resistir ataques enemigos.

A bordo del Le St. Joseph, un mercante de trescientas cincuenta toneladas, ciento cincuenta marineros y treinta y seis cañones capitaneado por un oficial llamado Duchesne-Battas, le acompañaba Louis Feuillée, explorador, botánico y geógrafo que acababa de retornar de las Indias tras cuatro meses y con quien terminó manteniendo mala relación cuando Fézier le quiso corregir algunos errores que había cometido en la medición de longitud y latitud en determinados puntos. El periplo duró cinco meses, durante los cuales visitaron Cabo Verde, la isla brasileña de Santa Catarina y las Malvinas, doblaron el Cabo de Hornos el 16 de junio y llegaron a la bahía de Concepción, para luego seguir a Valparaíso, Santiago y El Callao (Lima), entre otras ciudades. Se hacían pasar por marinos mercantes para poder observar las posiciones sin despertar sospechas.

Esquemas de algunas fortificaciones analizadas por Frézier/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Gracias a su buena onda con las autoridades españolas, Frézier pudo redactar un completo informe que incluía mapas de los puertos, análisis tácticos, localizaciones de los depósitos de munición, recuento del número y tipo de piezas artilleras, levantamiento de mapas náuticos (Bouganville y La Perouse los usarían décadas después en sus propias aventuras), señalización de rutas viarias, estimaciones de los efectivos hispanos e incluso un estudio de las minas de oro y plata. En general se llevó una opinión positiva de las guarniciones españolas mientras que los colonos portugueses le produjeron una pésima impresión.

Aparte de las cuestiones militares, también prestó atención a otros temas, como la labor de la Iglesia (fue muy crítico con su oscurantismo y en especial con los jesuitas, en parte por un enfrentamiento que había tenido con ellos en Saint-Malo) o la geografía y fauna de lo que hoy son Chile y Perú. Asimismo, atendió la producción agrícola y fue ahí cuando se fijó en el cultivo de la Fragaria chiloensis, llamada quellghen por los mapuches: «Cultivan campos enteros de una especie de fresa diferente a la nuestra por las hojas más redondeadas, más carnosas y muy peludas. Sus frutos suelen ser tan grandes como una nuez, y a veces como el huevo de una gallina. Son de un color rojo blanquecino y un poco menos delicado que nuestras fresas del bosque».

La Blanche du Chili (Fragaria chiloensis) dibujada por Frázier/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Toda esa experiencia la publicó en un libro titulado Relation du voyage de la Mer du Sud (Relación de viaje a las costas de Chile y Perú) que publicó dos años después de regresar (lo hizo en verano de 1714 en un mercante que arribó a Marsella); fue todo un éxito, con varias reediciones en múltiples idiomas. Además, Frézier fue generosamente premiado por Luis XIV, quien cinco años más tarde le reeligió para un nuevo viaje a América, esta vez a La Española (Haití), para construir una serie de fuertes siguiendo el modelo que había podido contemplar. Aunque el proyecto estaba pensado para un par de años, al final la estancia se alargó hasta 1728 y cuando por fin pisó Francia otra vez recibió la Cruz de San Luis.

Continuó erigiendo fortificaciones en su país y escribió un tratado de ingeniería militar de tal importancia que se usó como libro de texto durante mucho tiempo. Además, en 1752, envuelto en prestigio, ingresó en la Académie des Sciences. Para entonces ya había contraído matrimonio. En 1764, pese a retirarse oficialmente, siguió publicando obras sobre diversos temas científicos hasta que la muerte le sorprendió en Brest en 1773.

Pero no fue una reseña de la obra la que llevó a que hoy en día comamos fresas, sino el haberse traído consigo cinco ejemplares de Fragaria chiloensis -que él llamó Blanche du Chili por su tono rosa pálido, casi blanco- de aquel primer viaje. Dos de las plantas se las entregó a sus armadores, los hermanos Bruny, y las otras fueron a parar a jardines botánicos. Lamentablemente no fructificaron porque en aquella época se desconocía que las plantas pudieran tener sexos separados y resulta que todas las llevadas por el francés eran femeninas. Un futuro conocido botánico, Antoine Nicolas Duchesne, por entonces un adolescente, descubrió el error en 1764 y decidió cruzarlas con un ejemplar que tenía de Fragaria muschata. Luego hizo otro tanto con Fragaria virginiana y voilá, de ahí salió la Fragaria annanasa que hoy es la que nos da las fresas que consumimos.


Fuentes

Relación del viaje por el Mar del Sur (Amadeo Frezier)/Una historia de la presencia francesa en el Perú, del Siglo de las Luces a los Años Locos (Pascal Riviale)/La ciencia pop (Gabriel León)/Wikipedia


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