Hace unos años, durante un viaje por Egipto, me llevé cierta decepción al descubrir que el lugar donde se libró la llamada Batalla de las Pirámides ya no existía como tal; no sólo porque había sido absorbido por el incontrolable crecimiento urbano de El Cairo, sino también porque en realidad las pirámides apenas se oteaban en el horizonte y Napoleón eligió ese nombre para bautizar aquel episodio por su solemnidad.
De manera que la única razón turística que queda para acercarse a esa zona es visitar las susodichas pirámides y la Esfinge de Giza. No es poca cosa, por supuesto; simplemente era otro tipo de interés y el hecho curioso de que a los pies de esos colosales monumentos de piedra casi pentamilenarios se hubiera librado uno de los combates que más fama dieron a Bonaparte.
Este militar, originario de Córcega y que se había hecho un nombre durante la Revolución Francesa apoyando a la facción jacobina, alcanzó tanta influencia sobre el Directorio que incluso se permitió el lujo de desobedecer sus instrucciones, interviniendo en Roma para destituir al papa Pío VI y expulsar de la península itálica a los austríacos, creando la República Cisalpina.
Esta campaña italiana le catapultó a la fama, permitiéndole ampliar su espectro de actividades, ya que era mucho más ambicioso: fundó periódicos, entró en política y el 18 de fructidor (4 de septiembre) de 1797 dio un golpe de estado haciéndose con el control del Directorio.
Llegó entonces el momento de plantear una campaña por Egipto que por un lado permitiera cortar la comunicación de Gran Bretaña con la India («No está lejano el día en que comprenderemos que para destruir de verdad a Inglaterra es necesario apoderarse de Egipto» había escrito una vez) y por otro ampliara las redes comerciales francesas, tal como reclamaba la creciente burguesía mercantilista gala; el gobierno le apoyó con entusiasmo porque así le mantenían alejado del poder. En aquella época, el país norteafricano formaba parte del Imperio Otomano y se preveía que no iba a recibir al invasor con los brazos abiertos.
La que fue bautizada como Armée d’Orient zarpó de Toulon en mayo de 1798 con Bonaparte anunciando que se dirigía a Irlanda, para despistar a la todopoderosa Royal Navy, cuyo líder, el vicealmirante Nelson, se apresuró a bloquear el Estrecho de Gibraltar para cerrarle el paso mientras los barcos franceses navegaban tranquilamente en dirección contraria. Gracias a esa falta de oposición, Napoleón se detuvo en el trayecto para conquistar Malta y luego continuó. Al percatarse del engaño, Nelson puso proa a Egipto y forzando al máximo consiguió llegar antes incluso que la flota francesa. Tan rápido fue que creyó haberse equivocado y de Alejandría partió hacia Constantinopla, dejando expedito el desembarco al enemigo.
Napoleón se presentó como libertador de la población árabe, que estaba sometida al dominio que los turcos ejercían a través de los mamelucos. Éstos constituían una casta militar descendiente de esclavos y cuyos orígenes se remontaban a los cumanos y circasianos que habitaban el entorno del Mar Negro. Habían obtenido la libertad a cambio de entrar al servicio del sultán otomano, en una especie de relación de servidumbre tipo medieval que les convirtió en una élite guerrera.
El ejército francés se adueñó de Alejandría sin problemas y continuó avanzando hacia El Cairo, llegando a mediados del verano. A seis kilómetros de la capital se encontró con los mamelucos esperándole en Shubra Khit a las órdenes de dos generales de origen georgiano, Murad Bey e Ibrahim Bey. Aquel primer choque se produjo el 13 de julio y se conoce como la Batalla de Chobrakit. Napoleon se percató desde el primer momento -por algo era un genio militar- de que la principal fuerza mameluca era su formidable caballería, abrumadoramente superior en número a la suya. Por tanto, en vez de plantear un choque frontal de ambas, dispuso a sus tropas en cuadros de seis a diez filas de profundidad, con los bagajes dentro protegidos por pequeñas unidades de caballería y las esquinas -los puntos más vulnerables de un cuadro- defendidas con cañones.
De esta forma, las cargas de los jinetes mamelucos se sucedieron a lo largo de tres horas pero sin encontrar un hueco para deshacer los cuadros, mientras jinetes y caballos eran masacrados por el fuego de los fusiles y la artillería. Paralelamente se libró una lucha entre una flotilla francesa y otra enemiga, esta última formada por siete cañoneras que tripulaban marineros griegos; pusieron en un brete al capitán Peree, que perdió dos de las suyas y una galera, debiendo pasar a todos los supervivientes a la que quedaba y a un jabeque.
El propio Napoleón tuvo que ordenar disparar desde tierra para cubrirles mientras sus adversarios redoblaban esfuerzos, al ver disminuir la cadencia de fuego. Sin embargo, una de las naves egipcias fue alcanzada y voló por los aires, desanimando a los mamelucos: todos sus esfuerzos por romper los cuadros fueron estériles y tuvieron que retirarse a la vecina aldea de Embabeh. No obstante, las espadas seguían en alto.
Ocho días después, en aquel magnífico escenario que impulsó a Bonaparte a arengar a sus soldados con la famosa frase «Desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan», ambos ejércitos se enfrentaron de nuevo. Las fuerzas seguían siendo desiguales: la Armée d’Orient contaba con veinte mil hombres -de los cuales sólo tres mil eran de caballería- y cuarenta y dos cañones; enfrente tenía a unos veinticinco mil mamelucos, de los que seis mil iban a caballo. Dado el éxito obtenido en Chobrakit, Napoleón decidió repetir táctica y formó sus cinco divisiones en cuadros, con su caballería y bagajes en el centro y cañones en las esquinas.
Los cuadros, cada uno de los cuales tenía un general al mando (Desaix, Reyner, Dugua, Vial y Bon), avanzaron lenta pero amenazadoramente en dirección sur, con su flanco izquierdo protegido por el Nilo y el derecho por la aldea de Biktil, ocupada por los franceses con ese própósito.
Murad también fortificó con infantes y viejos cañones el pueblo de Embabeh para asegurar su flanco derecho, mientras desplegaba su impresionante caballería en terreno abierto, lindando ya con el desierto. Entretanto, Ibrahim estaba con sus hombres al otro lado del río, inmovilizado sin poder intervenir al no disponer de medios para vadearlo.
Murad lanzó súbitamente su carga hacia las 15:30, siendo rechazada por una mortífera cortina de fuego tan contundentemente que muchos mamelucos se desviaron hacia el oeste para concentrar su ataque en el cuadro de Desaix; tampoco obtuvieron resultados. Entonces, Bon decidió asaltar Embabeh y ordenó a sus soldados cambiar de formación, organizándose en columnas; éstas superaron las defensas enemigas y entraron en el pueblo, empujando hacia el Nilo a los defensores, que presa del pánico tuvieron cientos de muertos por ahogamiento en medio del caos. La victoria de Napoleón resultó, pues, relativamente sencilla, como demuestra el haber tenido apenas trescientas bajas -de las que sólo una treintena fueron mortales- frente a las miles del adversario.
Murad huyó con lo que le quedaba de ejército hacia el interior, iniciando una guerra de guerrillas que tampoco tuvo fortuna -el terreno llano no es propicio para ello- y terminó muriendo a manos de Desaix al año siguiente. A Napoleón le quedó el camino franco hacia El Cairo, donde se instaló y aplicó un ambicioso paquete de reformas administrativas que incluía la supresión del feudalismo, la abolición de impuestos, el reparto de tierras, la promulgación de derechos ciudadanos y el respeto a la religión islámica. Con él como autoridad suprema, por supuesto.
Los mamelucos, expulsados de Egipto, se refugiaron en Siria, que los franceses pusieron como siguiente objetivo. Sin embargo esa campaña les resultaría bastante más difícil y las penosas condiciones sufridas -los adversarios envenenaban los pozos de agua- les llevó a usar el terror como arma disuasoria, con matanzas como las de Jaffa.
Finalmente se ordenó una penosa retirada, decidida por la heroica resistencia de Acre y el corte de comunicaciones con Francia por parte de Nelson, que esta vez sí dio con la flota gala y la destruyó en la bahía de Abukir. En ese mismo sitio, pero en tierra, la Armée d’Orient consiguió frente a los mamelucos su última y aplastante victoria. Parte de ellos aceptaron ponerse al servicio de su vencedor y formarían una compañía de la Guardia Imperial, inmortalizada por Goya en su cuadro El 2 de Mayo.
La Batalla del Nilo, como se llamó a la naval, dejaba a Napoleón sin posibilidad de recibir suministros ni refuerzos, lo que en la práctica suponía el final de su aventura egipcia. Regresó a su país dejando a Jean Baptiste Kléber al mando. Fue este general el que ordenó recopilar todos los trabajos llevados a cabo por la parte científica de la expedición para publicarlos, aunque él no llegó a verlo porque en 1800 un fanático religioso le asesinó en El Cairo, casualmente el mismo día que moría Desaix en la Batalla de Marengo.
En cuanto a Napoleón, que en un nuevo golpe realizado el 18 de brumario se había proclamado cónsul, aún tenía por delante un brillante futuro como militar y como estadista.
Eso sí, se dio una curiosa paradoja: la Batalla de las Pirámides había dejado claro que la caballería nunca podía romper una formación en cuadro disciplinada si antes no se mermaban dichos cuadros con fuego de artillería y si el ataque no se acompañaba de manera coordinada del avance de la infantería; curiosamente, los errores que se cometerían en Waterloo.
Fuentes
Bonaparte in Egypt (J. Christopher Herold)/At Aboukir and Acre. A story of Napoleon’s invasion of Egypt (George A. Henty)/El Nilo Azul (Alan Moorehead)/A military history of Modern Egypt. From the ottoman conquest to the Ramadan War (Andrew James McGregor)
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