¿Recuerdan El último mohicano? La novela de Fenimore Cooper (o sus versiones cinematográficas) cuenta la tragedia de la extinción de esa tribu algonquina en la Costa Este de EEUU en el contexto de la Guerra de los Siete Años entre ingleses y franceses.
Aunque en realidad ese pueblo aún existe, si bien mezclado con el lenape bajo la denominación Stockbridge-Munsee Community, nos queda en la memoria la frase del viejo Chingachgook: «Cuando Uncas siga mis pasos, no quedará ya nadie de la sangre de los sagamores, pues mi hijo es el último de los mohicanos». Lo verdaderamente triste es que esa situación se repitió más veces en las décadas siguientes con otros indígenas.
Hace unos días hablábamos en otro artículo de la Fiebre del Oro que sacudió California a mediados del siglo XIX, recordando cómo miles de personas en busca de fortuna se lanzaron al duro trabajo minero.
La mayoría de ellos no tuvo suerte pero durante un tiempo vivieron un sueño que se plasmó en la creación de enormes campamentos, auténticos pueblos improvisados, con todo lo que eso conlleva para el estímulo de una economía local en forma de transportes, aprovisionamiento, material, ocio, etc. Por supuesto, la sed de metal dorado no se detenía ante nada y si alguien salió perjudicado en aquel proceso fueron los indios, que de pronto se veían aplastados por la creciente presión demográfica y sus consecuencias.
En el caso de la región californiana, los yana vivían precisamente en Sierra Nevada, uno de los sitios donde aparecieron vetas auríferas y argentíferas. Pertenecían a la familia lingüística hokana, que se extendía por California y el norte de México, y estaban organizados en pequeños grupos de cazadores y pescadores que, a su vez, se repartían entre cuatro más grandes con su correspondientes dialectos (incluso había uno para hombres y otro para mujeres). Uno de esos grupos era el yahi, palabra que significa algo así como persona o ser humano. Los yana no eran nómadas como los indios de las praderas, por lo que sus poblados estaban formados por cabañas en vez de tiendas, sabiéndose realmente muy poco de su organización social.
Aunque eran guerreros, como casi todas las tribus, no alcanzaban la belicosidad de otros. Quizá por eso su encuentro con los blancos, a los que generalmente procuraban rehuir, resultó nefasto. Como decíamos, un carpintero llamado James W. Marshall que tras arruinarse en el negocio ganadero había puesto un aserradero en el río Americano (en Coloma, California), descubrió oro por casualidad el 24 de enero de 1848. Fue el pistoletazo de salida para que una miríada de aventureros se lanzaran en pos del metal precioso. Entre ese año y 1855 se calcula que llegaron de todo el mundo y con ese objetivo hasta trescientas mil personas, y con ellas las enfermedades, los conflictos, las hambrunas, la destrucción medioambiental…
Los yana se perfilaban como víctimas potenciales. Para empezar porque eran muy pocos -las estimaciones apuntan a entre millar y medio y dos millares, como mucho, en el último cuarto del siglo XVIII- y aquella masiva invasión se llevaba toda la caza y la pesca, además de desviar el curso de los ríos y dejarles sin agua. Pero también porque el característico racismo de la época desató, una vez más, una matanza. Al incorporar casi la mitad del territorio de México a EEUU por el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, las pequeñas guarniciones ubicadas en California se encontraron de pronto con un vastísimo territorio que vigilar y, ante la ausencia de tropas que pusieran orden, los cada vez más frecuentes incidentes entre indios y blancos tendieron a solventarse mediante enfrentamientos armados que los historiadores agrupan bajo el epigrafe Californian Indian Wars; en plural porque se extendieron hasta 1873.
Algo que se agravó con la costumbre de los mineros, avalada por la Act for the Government and Protection of Indians -nombre bastante irónico, por cierto-, de hacer incursiones en los poblados indígenas para llevarse mano de obra esclava; normalmente exterminaban a los varones y se llevaban a mujeres y niños, siendo éstos educados en escuelas específicas donde se les sometía a un proceso de aculturización.
Una de esas masacres fue la de Three Knolls, ocurrida en 1865 y resultado de la cual murieron cuarenta miembros de los yahi, quedando vivos la treintena que pudo escapar; no lo hicieron por mucho tiempo porque fueron perseguidos y sólo sobrevivió la mitad. Entre ellos estaba una familia que logró ocultarse en las montañas y salir adelante a base de evitar el contacto con los blancos en lo sucesivo. Como el mohicano de Cooper, eran los últimos de su tribu, ya mermada por la falta de alimentos, las epidemias (viruela y sarampión) y los cincuenta centavos que se pagaban por cada cabellera india (o cinco dólares, si el trofeo era la cabeza entera). Paradójicamente, también eran indios los que llevaron a cabo el ataque, contratados ad hoc como represalia por la muerte de tres colonos.
En 1908, olvidado ya ese negro episodio de la Historia, saltó la noticia: un equipo de topógrafos se topó con una familia india que vivía en estado salvaje. Eran seis y al ser descubiertos huyeron excepto dos, una mujer enferma y su hijo -ya adulto, de unos cuarenta y siete años-, que se quedó a su lado para defenderla. Sin embargo la cosa no tuvo mayor trascendencia. Los intrusos se fueron, la mujer murió al poco y el hombre, según contó después, nunca pudo encontrar a sus parientes, por lo que pasó tres años en el monte en soledad absoluta hasta que en 1911 le sorprendieron rondando el pueblo de Oroville en busca de comida.
Protegido de las miradas curiosas por el sheriff local, resultó ser un descendiente de aquellos que habían sobrevivido a Three Knolls. Dos antropólogos de la Universidad de Berkeley, Thomas Talbot Waterman y Alfred L. Kroebber, se lo llevaron para estudiarlo. La tarea no resultó fácil. Para empezar, nunca pudieron saber cómo se llamaba, ya que para los yahi era tabú decir su propio nombre o el de un difunto; él mismo explicó que ya no tenía, puesto que no quedaba ninguno de los suyos para pronunciarlo. Había que ponerle uno y eligieron Ishi, que en su lengua significa Hombre.
Ishi se alojó primero en las instalaciones universitarias, aunque luego Waterman le hospedó en su casa. Durante cinco años les fue desvelando todo lo relativo a la historia de los yana, así como su cultura, costumbres, religión, etc. La información era incompleta y algo confusa debido al aislamiento que había experimentado y a la ausencia de convivencia social, pero lo que sí resultó muy valioso fue el aspecto lingüístico, que permitió a los filólogos conocer más a fondo los dialectos indios del norte de California.
Lamentablemente para Ishi, carecía de anticuerpos para las enfermedades propias de la civilización y al establecerse en San Francisco quedó expuesto a ellas, enfermando a menudo y requiriendo servicios médicos (el dr. Saxton T. Pope, que le atendía, llegó a establecer con él una estrecha amistad). Así, el 25 de marzo de 1916 falleció de tuberculosis y entonces se produjo una tensa polémica entre los antropólogos y los patólogos de la universidad; estos últimos hicieron caso omiso de los primeros y practicaron una autopsia al cadáver, a lo que los otros se oponían porque en la tradición yahi el cuerpo debe conservarse intacto. Al final, Ishi fue incinerado y las cenizas se inhumaron, junto a sus primitivos objetos personales (arco, flechas, un cesto, una bolsa de tabaco, adornos, lascas de obsidiana…), en el cementerio de Mount Olivet.
En realidad no todos sus restos: el cerebro se envió al Smithsonian, que lo conservó hasta que en el año 2000, siguiendo los dictados de la National Museum of the American Indian Act de 1989, fue entregado a los descendientes de las tribus Redding Rancheria y Pit River. No se sabe qué hicieron con él, aunque se supone que lo enterraron. ¿Era el punto final a la historia del último yana? No exactamente. En efecto, a principios del siglo XX se daba por extinguida a esa tribu porque en 1910 sólo había censados treinta y nueve. El censo del año 2000 registró cuarenta y dos yanas puros, veintidós mezclados con otros indios, veintiuno con otras razas y quince con una mezcla de estos dos últimos casos. O sea, un total de un centenar de individuos, la mayoría de los cuales presentaban mestizaje.
De hecho, hay investigadores que no ven clara la adscripción de Ishi como yahi, deduciéndolo de sus características morfológicas (rasgos faciales, altura…) y las características de esos objetos que le habían pertenecido, que al parecer son más típicos de otros pueblos como los nomlaki, los wintu o los maidu. Habría que determinar con exactitud si se trató de intercambio cultural o si, como proponen esos autores, Ishi no era un yahi puro en realidad. En cualquier caso, como se ve, tampoco era el último.
Fuentes
Ishi the last yahi. A documentary history (Robert F. Heizer y Theodora Kroeber, ed)/Ishi in three centuries (Karl Kroeber y Clifton B. Kroeber, eds)/Ishi, el último de su tribu (Theodora Kroeber)/Days of gold. The California Gold Rush and the american nation (Malcolm J. Rohrbough)/The terrible Indian Wars of the West. A History from the Whitman Massacre to Wounded Knee 1846-1890 (Jerry Keenan)/Historic spots in California (VVAA)/Ishi in two worlds. Biography of the last wild indian in North America (Theodora Kroeber)
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