Si hay algo que caracteriza a la arqueología es el cuidado, el tacto casi exquisito que se dispensa a los yacimientos y que convierte a una herramienta tan simple y limitada como un pincel en la protagonista de las excavaciones, haciendo que el arqueólogo tenga que pasarse horas y horas bajo el sol apartando apenas unos centímetros de arena o tierra para asegurarse de que no se le escapa una pieza por pequeña que sea. Así, la realidad contrasta con la imagen fantástica que ha dejado el cine y la aventura está más en el proceso de descubrimiento, por lento que sea, que en la acción. Pero no siempre fue así; en sus inicios, la arqueología buscaba exhumar restos de otras civilizaciones a toda costa y las cosas se hacían sin tantas zarandajas. Buen ejemplo de ello fue Giuseppe Ferlini.

Situémonos cronológicamente en la primera mitad del siglo XIX, la época en la que la Arqueología nace como ciencia auxiliar de la Historia. Por supuesto, el Hombre siempre había tenido interés por su pasado y ya los antiguos cronistas prestaban atención a tiempos anteriores para explicar su presente. Sin embargo no fue hasta el Renacimiento cuando se experimentó un revival de la Antigüedad Clásica a través de la recuperación -e imitación-de su arte; sabemos que Brunelleschi, Miguel Ángel o Domenico Fontana asistieron a aquellas excavaciones romanas, fruto de las cuales salieron a la luz el famoso grupo escultórico Laocoonte y sus hijos, así como las ruinas de Pompeya, entre otras.

En las centurias siguientes se asentó ese gusto por el pasado, aunque desde un punto de vista más bien coleccionista. La ciudad sepultada por el Vesubio fue redescubierta después de que Johann Joachin Winckelmann hallara Herculano y pasara a la posteridad como el padre de la Arqueología. Se había abierto la veda, todos se lanzaron a horadar la tierra en busca de tesoros, Napoleón realizó su campaña egipcia llevando consigo un equipo científico y empezaron a aparecer los llamados gabinetes de curiosidades. En ese contexto, en el que la pasión por Egipto se había puesto de moda saltando de Francia a Inglaterra y a otros países, es en el que hay que colocar a Ferlini.

Retrato de Ferlini anciano | foto dominio público en Wikimedia Commons

Nació en Bolonia en 1797 pero dejó pronto su casa huyendo de la imposible convivencia con su madrastra. Pasó por las ciudades de Venecia y Corfú, en alguna de las cuales estudió medicina, aunque él decía que ya había empezado antes sus estudios. El caso es que, dando botes, en 1817 lo encontramos en Albania, país que entonces formaba parte del Imperio Otomano pero que, hallándose en conflicto con el sultán, daba la bienvenida en su ejército a cualquiera. Si además era médico mejor que mejor y, en cualquier caso, nadie le exigió a Ferlini el título.

De todas formas, cinco años más tarde forma parte de los rebeldes griegos que se enfrentaban a los turcos en la península del Peloponeso. Derrotados por las tropas enemigas de Ibrahim Bajá, hijo del gobernador de Egipto Mehmet Alí, que obtuvo resonantes victorias como la de Mesolongi, Ferlini tuvo que escapar una vez más y no regresó a territorio griego hasta 1827, aunque lo hizo más bien para enterrar a su amante. Para entonces la guerra estaba terminando, ya que las tres grandes potencias europeas (Rusia, Francia y Reino Unido) habían decidido intervenir y consolidar, merced a la victoria naval en Navarino, lo que se había bautizado como Primera República Helénica.

Ferlini decidió reunir sus ahorros y emigrar una vez más. El destino esta vez fue Egipto, que le atraía por dos razones. La primera, que buena parte de las tropas destacadas en Grecia por el Imperio Otomano eran egipcias y ahora se disponían a reembarcar de regreso a su tierra, presentándose una buena oportunidad para encontrar hueco en alguno de los barcos; la segunda, que Mehmet Alí estaba empeñado en una modernización de su administración y, en consecuencia, contrataba técnicos europeos. Un médico sería bienvenido.

Aspecto de la pirámide de Amanishajeto antes de su demolición por Ferlini/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Efectivamente. el italiano desembarcó en Alejandría en 1829, dirigiéndose a El Cairo. Una de las cosas que el gobernador quería mejorar era el ejército y eso incluía dotarlo de una sanidad militar más eficiente, así que Ferlini se alistó como ayudante y al año siguiente ya era médico titular de un batallón de infantería. Como tal acompañó al I Regimiento en su marcha hacia Sennar, la capital del sultanato homónimo, a donde ese cuerpo había sido destinado. Sennar estaba situada en el sudeste de Sudán, a orillas del Nilo Azul, pues las campañas de Mehmet Alí habían ampliado las fronteras hasta Etiopía.

El viaje duró más de cinco meses y en ese tiempo Ferlini conoció sitios como Khartum o Wadi Halfa, en los que había abundancia de restos arqueológicos, levantando en él su primer interés por las civilizaciones antiguas. De hecho, tras una negra etapa en la que se casó con una esclava etíope, perdió el hijo que tuvo con ella y se vio obligado a combatir una epidemia de malaria en un hospital con precarios medios y en duras condiciones, fue trasladado a Khartum para integrarse en un equipo médico. Allí todo fue más llevadero y además entabló amistad con el gobernador, Curschid, a quien acompañó en varias expediciones por Nubia en busca de oro.

Relieve mostrando a la reina Amanishajeto entre la diosa Amesemi y el dios Apedemak/Foto: Khuner en Wikimedia Commons

Seguramente la escasez de metal encontrado incitó al italiano a buscar una alternativa: los faraones habían acumulado mucho en su época de esplendor; sólo había que localizarlo y desenterrarlo. De hecho, tenía precedentes: en aquel primer cuarto del siglo XIX el francés Bernardino Drovetti, el paduano Giovanni Batista Belzoni y el inglés Henry Salt habían dado los primeros pasos serios de la egiptología precisamente al servicio de Mehmet Alí. Ferlini eligió Meroe como objetivo, la ciudad del Reino Meroítico que había proporcionado al Antiguo Egipto sus dinastías negras, y allá se fue en una expedición asociado al comerciante albanés Antonio Stefani, que financiaba el equipamiento a cambio de la mitad de los beneficios que se obtuvieran.

La columna, compuesta por ellos dos más sus esposas, una treintena de sirvientes, cientos de porteadores y un buen número de caballos y dromedarios, se puso en marcha en agosto de 1834. Los resultados de aquella aventura no fueron buenos. Primero, intentaron acceder a un templo semienterrado pero sin éxito, a pesar de picar en las paredes para abrir una entrada. Luego fracasaron también con unas ruinas cubiertas de arena donde hallaron un gran obelisco decorado con jeroglíficos pero que por sus enormes dimensiones tuvieron que dejar. Mientras, las enfermedades empezaron a hacer mella en los operarios y los animales.

La cosa empezaba a ponerse difícil y Ferlini decidió probar suerte con las pirámides. No las egipcias propiamente dichas sino las de Meroe, donde hay más de un centenar, aunque son mucho más pequeñas que las otras -ninguna supera los treinta metros de altura- y, en cambio, poseen un ángulo bastante mayor. Las había descubierto en la década anterior el francés Frédéric Cailliaud, también al servicio de Mehmet Alí y también mientras buscaba oro, ya que las tribus locales contaban una leyenda al respecto, de ahí que Ferlini quisiera probar como último recurso. Concretamente se centró en las cuarenta y siete de Es-Sour y esta vez no anduvo con contemplaciones: contrató a medio millar de peones indígenas que, con sus picos, se dedicaron a demolerlas. Aquel irreparable estropicio fue en vano.

Brazalete de la reina Amanishajeto/Foto: Sven-Steffen Arndt en Wikimedia Commons

Desesperado ya, el boloñés escogió la pirámide más grande, la conocida hoy como N6, y en lugar de picarla lateralmente lo hizo desde la cúspide hacia abajo. Esta vez sonrió la fortuna y apareció un sarcófago -sin momia- acompañado de un ajuar funerario. No es que fuera una maravilla pero correspondía sin duda a un personaje real (hoy identificado como la reina Amanishajeto, que gobernó a caballo entre el año 15 a.C y el 1 d.C) y era lo suficientemente sugestivo como para suponer que podía haber más. Y así fue porque dos semanas más tarde apareció una cámara secreta bellamente decorada y con algunos objetos interesantes; casi todos eran de bronce, más que de oro, pero al menos ya no volverían con las manos vacías. Eso sí, fue necesario mantener las piezas ocultas al dudar de la fidelidad de los nativos, que acudían masivamente a las excavaciones al enterarse de que se habían producido hallazgos.

Finalmente, los sirvientes alertaron a Ferlini y Stefani de una traición y entre todos cargaron lo encontrado en sus camellos: una decena de pulseras de oro, plata y bronce, dieciséis escarabajos también de oro con esmaltes, decenas de sortijas, brazaletes, cruces ansadas, collares, figurillas de piedras diversas… Consiguieron llegar hasta el Nilo, embarcándose y poniendo distancia de por medio. Bajaron por el río hasta la Quinta Catarata y luego el boloñés se trasladó a El Cairo para presentar su informe al gobernador.

Lápida de la tumba de Ferlini/Foto: Khuner en Wikimedia Commons

Dicho informe o una versión ampliada y detallada, lo publicó más tarde, en 1836, cuando había regresado a su ciudad natal; su título fue Nell’interno dell’Africa 1829-1835.

Aquel tesoro se repartió por Europa entre ventas, donaciones y subastas para intentar recuperar lo invertido; la mayor parte se dividió entre los museos egipcios de Berlín y Múnich, ya que fue validado por el egiptólogo alemán Karl Richard Lepsius, frente a los expertos del British Museum, que lo consideraron falso y, consecuentemente, no quisieron ninguna pieza.

Ferlini murió en Bolonia a finales de 1870 y fue enterrado en el cementerio del monasterio cartujo de Certosa di Bologna, donde yacen los restos de otras personalidades como el cantante Farinelli, los fabricantes automovilísticos Alfieri Maserati y Ferrucio Lamborghini, Letizia Murat (la hija del famoso mariscal napoleónico) o Isabella Colbran (esposa del compositor Rossini). Hoy apenas se le recuerda salvo por haber destruido cuarenta pirámides.


Fuentes

Wonderful things. A history of Egyptology 1: from Antiquity to 1881 (Jason Thompson)/Dictionary of african biography (Emmanuel Akyeampong y Henry Louis Gates, Jr, eds)/Daily life of the nubians (Robert Steven Bianchi)/Wikipedia


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