Cuando se habla de una rebelión de esclavos en la Antigua Roma inevitablemente nos viene a la cabeza el nombre de Espartaco. Es lo lógico por varias razones, desde las dimensiones de la revuelta -que llegaron a amenazar la misma capital- hasta el tono legendario que alcanzó gracias a novelas y películas, pasando por el hecho de ocurrir en una etapa de la Historia muy oportuna -con la participación en los hechos de personajes tan relevantes como Craso y Julio César-. Pero Espartaco no fue el primero en meter miedo a los romanos levantando en armas a los parias de la sociedad; de hecho tampoco el segundo, como veremos. Antes que nadie lo hizo Eunoo.
Al igual que pasa con Espartaco, es muy poco lo que sabemos a ciencia cierta sobre la vida de Eunoo (o Euno). Apenas que procedía de Apamea, una ciudad ubicada cerca del río sirio Orontes, cuyas magníficas ruinas aún se conservan hoy y que fue el germen de la actual Qal`at al-Madhīq, en Siria, que por entonces aún no había sido anexionada por Roma. Hablamos del primer cuarto del siglo II a.C. pero sin concretar porque se ignora la fecha de nacimiento del personaje.
No obstante, quien domine la Historia Antigua se habrá percatado del contexto: las Guerras Serviles que azotaron la República y supusieron a la postre una serie de importantes cambios en el rumbo de aquel pueblo. Espartaco lideró la que se conoce como Tercera Guerra Servil entre los años 73 y 71 a.C. Como decía al principio, es la más conocida y la que puso en mayor peligro a la República: una revuelta de gladiadores que poco a poco se fue incrementando y extendiendo por buena parte de la península itálica hasta ser finalmente aplastada por las legiones.
Veintinueve años antes, del 104 al 100 a.C, había tenido lugar la Segunda Guerra Servil, dirigida por Trifón y Atenión, y originada por una curiosa paradoja: la liberación de ochocientos esclavos de Sicilia por el cónsul Cayo Mario para enviarlos a Bitinia y conseguir a cambio el apoyo de su rey Nicomedes II en la lucha contra los cimbrios, dada la escasez de tropas disponibles. Como los propietarios protestaron, el Senado dio marcha atrás a la iniciativa indignando a los frustrados beneficiarios, que se alzaron en armas y lograron reunir un ejército de veinte mil infantes más dos mil jinetes que con el paso del tiempo fue incrementando su número. El levantamiento, que provocó una hambruna entre los romanos al abandonarse los campos de cultivo sicilianos, fue finalmente dominado por Manio Aquilio, que compartiría el consulado de Mario.
Pero estas dos insurrecciones tuvieron un precedente unas décadas antes, entre los años 135 y 132 a.C, lo que demuestra que más allá de la condición de sus protagonistas o de razones puntuales como la anteriormente citada, de fondo había todo un sistema económico que estaba haciendo agua. En ese sentido, la Roma del siglo II a.C. era un gigante con pies de barro, como se ha dicho alguna vez, contrastando esa fragilidad con su incontestable poderío militar, que acababa de aplastar sin piedad la amenaza del cartaginés Aníbal. Y es que, pese a que ya controlaba casi todo el norte de África y recibía ricos tributos, su compleja organización política, concebida para impedir el retorno a la monarquía a base de dividir los territorios en provincias consulares y provincias senatoriales, junto con una desigual estratificación social, habían llevado a un empobrecimiento de los pequeños propietarios, que tuvieron que abandonar el campo para irse a la ciudad y sobrevivir vendiendo su voto político o sus servicios a los candidatos de las clases pudientes (patricios y ecuestres) en una relación clientelar.
Ese vacío rural se cubrió con esclavos, abundantes gracias a las continuas victorias en las guerras por todo el Mediterráneo. Hasta dos millones llegó a haber entre los siglos III y II a.C., a despecho de la ley que exigía un porcentaje mínimo de trabajadores asalariados por cada determinado número de esclavos. Ningún pequeño propietario podía competir con los grandes latifundistas, así que la tendencia fue a agudizarse más la situación, de manera que en muchos sitios había más mano de obra esclava que libre, lo que constituía un riesgo evidente en caso de que se rebelasen. Era a lo que se estaba abocado teniendo en cuenta los abusos en el trato a unas gentes que, al fin y al cabo, tenían la consideración de meros objetos.
Sicilia era uno de esos territorios que se podían considerar de especial riesgo; no en vano se la conocía como el granero de Roma. Para empezar, la isla le había sido arrebatada a Cartago durante la Primera Guerra Púnica, lo que se tradujo en una serie de cambios inevitables: todos los propietarios cartagineses tuvieron que irse, vendiendo sus tierras y haciendas a los conquistadores romanos cuando no las perdieron directamente por incautación oficial. Se polarizó así la sociedad siciliana, con una facción de la población que salió beneficiada, la romana, mientras la otra quedaba condenada a la pobreza. Además, la primera recurrió a la introducción masiva de esclavos para labrar las grandes fincas, originando una situación como la descrita más arriba.
El descontento fraguó en cuanto hizo aparición uno de esos líderes mesiánicos capaces de arrastrar a las masas. Se trataba de Eunoo y afirmaba poseer tanto dotes mágicas como proféticas. De las primeras se decía que era capaz de expulsar fuego por la boca (un truco que solía aplicar para entretener a sus compañeros) mientras las segundas le llegarían a través de visiones que le inducía la diosa Atargatis (Derceto en griego), una divinidad siria representada con la forma de las sirenas clásicas, que le habría anunciado el éxito en la insurrección. Los cuatrocientos esclavos de la hacienda de Damófilo, famoso por su crueldad (Diodoro de Sicilia cuenta que no se molestaba en alimentarlos ni proporcionarles vestido), se rebelaron y pasaron a cuchillo a todo el mundo (aunque perdonaron a la hija de Damófilo por haberse mostrado siempre bondadosa).
Al extenderse la llama a los demás rincones de Sicilia (Taormina, Mesina, Catania, Siracusa…), con la ayuda del esclavo griego Aqueo formaron un colosal ejército que algunos autores cifran hasta en doscientos mil efectivos. Se supone que ese número incluiría mujeres y niños pero incluso los cálculos más modestos, los restringidos a guerreros, son ingentes: en torno a sesenta mil hombres. Sin embargo, pese a lo que cabía esperar, no procedieron a incendiar las villas y sólo se cebaron con las grandes haciendas, respetando a los pequeños propietarios y arrendatarios; en las ciudades fue diferente, eso sí, porque el subproletariado urbano que se les unió sembró el caos.
Los autores romanos, como Diodoro de Sicilia, Lucio Aneo Floro o Posidonio, otorgan a Eunoo carisma y astucia pero no pericia militar, que sería cosa de su ayudante Cleón, también esclavo pero procedente de Cilicia (una región costera de Anatolia). Cleón lideró otro foco rebelde en Agrigento pero, en contra de lo que esperaban los romanos, reconoció a Eunoo como líder tras la conquista de la ciudad de Enna, llevada a cabo tal como había ordenado Atargatis. Enna estaba en el centro de la isla, ubicada en lo alto de un cerro y por tanto con buenas defensas naturales. Era un lugar con un sangriento pasado reciente, en el que los romanos exterminaron salvajemente a la población de origen púnico y donde, contaba la mitología, Proserpina fue raptada por Plutón. Tras derrotar al pretor romano Lucio Hipseo, Enna cayó en manos de los sublevados, enardecidos por las demostraciones taumatúrgicas de Eunoo, quien una vez obtenida la victoria fue coronado rey.
El nuevo estatus le llevó a cambiar su nombre por el de Antíoco, que era un apelativo tradicional entre los monarcas seleúcidas de su país natal. De hecho, Eunoo se autopresentaba como un soberano sirio más e incluso a los soldados los llamaba sus sirios (como vimos unas líneas más arriba, veintiocho años después uno de los líderes de la Segunda Guerra Servil le imitaría trocando su gracia inicial de Salvio por la de Trifón, otro seléucida). No obstante, creó una asamblea popular y un consejo de sabios para desarrollar el gobierno, además de acuñar moneda, mientras la noticia de los acontecimientos volaba e incitaba a movimientos similares en Grecia y Asia Menor.
La ilusión duró el tiempo que tardaron las legiones romanas no en llegar sino en organizarse disciplinadamente, pues hasta entonces pecaban de dejadez, tal como había pasado en Hispania antes de que Escipión pusiera orden. Tras un primer fracaso de Fulvio Flaco, setenta mil hombres al mando del gobernador Marco Perpenna, solucionaron el problema siguiendo las órdenes de los sucesivos cónsules: Lucio Calpurnio Pisón primero y Publio Rupilio después, siendo durante el mandato de este último cuando se puso fin a la revuelta (a su regreso a Roma, Rupilio fue premiado por el Senado con un triunfo).
Los esclavos se atrincheraron en Enna como último reducto pero Rupilio pudo tomar la ciudad, que prácticamente quedó destruida y nunca más volvió a levantar cabeza. Cleón murió en combate mientras Eunoo y algunos seguidores intentaban ponerse a salvo escondiéndose en una cueva situada a unos ocho kilómetros por la que, según la mitología, Plutón entraba y salía de su reino subterráneo. No lograron escapar y terminaron apresados, aunque parece ser que Eunoo, quizá herido, falleció antes de su previsible ajusticiamiento.
Fuentes
Historia de Roma (Serguéi Kovaliov) / Historia de Roma (JJosé Manuel Roldán Hervás) / Historia Antigua II. El mundo Clásico. Historia de Roma (Javier Cabrero Piquero y Pilar Fernández Uriel) / Cayo Mario. El tercer fundador de Roma (Francisco García Campa) / Cicerón y su tiempo (S.L. Utchenko)
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