Si han visto la película El increíble hombre menguante (The incredible shrinking man), uno de los clásicos del cine fantástico, recordarán que el protagonista iba disminuyendo progresiva e imparablemente de tamaño a raíz de exponerse a una lluvia radiactiva cuando navegaba en su lancha por alta mar. El planteamiento sobre el origen de ese extraño mal, que tras ochenta y un emocionantes minutos sobreviviendo a duelos con un gato y una araña le lleva a un final casi metafísico, puede parecer exagerado e imposible pero, al margen de su cientificidad, lo verdaderamente terrorífico es que está basado en un acontecimiento real ocurrido tres años antes del estreno del film: el caso del Daigo Fukuryū Maru.
El Daigo Fukuryū Maru era un barco atunero japonés y, de hecho, quizá habría sido más oportuno empezar este artículo con otra referencia cinematográfica pero nipona: el famoso Godzilla hizo su primera aparición ese mismo 1954 con el título Japón bajo el terror del monstruo, despertado de su letargo de eones por las cada vez más frecuentes pruebas nucleares. Resulta evidente el influjo que ejercía el átomo en la mentalidad de la gente de mediados del siglo XX y hay una explicación: desde la explosión primigenia de Trinity en 1945 hasta el citado 1954 se habían sucedido nueve pruebas más y ese año se llevaron a cabo las de la Operación Castle.
Castle supuso detonar seis bombas en los tres meses de primavera entre el 1 de marzo y el 14 de mayo, bautizadas con los nombres Bravo, Union, Yankee, Romeo y Koon. Había otras dos previstas que se cancelaron por problemas técnicos. El escenario de todos esos ensayos fue el atolón de Bikini, donde el primero de los artefactos estrenados, Bravo, se hizo estallar el 1 de marzo. Por supuesto, EEUU había establecido un perímetro de seguridad pero la investigación atómica aún daba sus primeros pasos -apenas tenía nueve años- y, como pudo comprobarse luego, Bravo no sólo resultó más potente de lo esperado (quince megatones, unas mil veces más potente que Little Boy, la bomba de Hiroshima, que tenía 16 kilotones) sino que no se contó con que sus efectos serían arrastrados por la meteorología fuera de la zona de exclusión. Ésta se había calculado en unos 150.000 kilómetros cuadrados; el Daigo Fukuryū Maru faenaba despreocupadamente a una distancia de 20 kilómetros fuera de ese límite.
El barco no hizo honor a su nombre, que significa Dragón Afortunado V, aunque originalmente se llamaba Dainana Kotoshiro Maru (se lo cambiaron cuando fue sometido a unas reformas para transformarlo en atunero). Había sido construido en 1947 y botado en Koza (Wakayama, región de Kansai), operando desde el puerto pesquero de Misaki, en la prefectura de Kanagwa hasta que la susodicha reforma lo llevó a tener su base en Yaizu, prefectura de Shizuoka. Después de cinco salidas, el 22 de enero de 1954 zarpó para la que sería la última con el objetivo de pescar en el entorno de las Islas Midway.
Un accidente que aparentemente no debía tener mayor trascendencia, la pérdida de buena parte de las redes de arrastre, llevó al patrón a decidir un cambio de rumbo y poner proa a las Islas Marshall. Ninguno de sus veintitrés marineros imaginó siquiera la tragedia que el destino había reservado para ellos. El caso es que la mala suerte se cebó dos veces con aquellos pescadores porque, al parecer, cuando Bravo detonó el 1 de marzo ya habían terminado de faenar y se disponían a regresar a puerto. Por ello, y dado que entonces no había GPS, se hace difícil calcular con exactitud su posición; fuera del límite, en todo caso y, de hecho, ni radares ni aviones de reconocimiento fueron capaces de detectar su presencia.
Con cuatro metros y medio de longitud por uno treinta y siete de diámetro, Bravo era una bomba termonuclear; es decir, no de uranio sino de hidrógeno, cuya energía se obtiene por fusión de los núcleos en vez de por fisión. Una nueva modalidad que había empezado a ensayarse dos años antes, en las Marshall, con la bomba Ivy Mike, dentro de la llamada Operación Ivy. Bravo se detonó en un arrecife de Bikini llamado Nam Is y resultó tener casi tres veces más potencia de la pensada, por eso hubo testigos que describieron aquella mañana (eran las 7:00) como un segundo amanecer y el radio de seguridad se quedó corto.
El estallido produjo una nube que fue empujada por el viento hacia el oeste. En dos horas alcanzó la posición del Daigo Fukuryū Maru, cuyos tripulantes se asustaron porque sabían que iba a haber una prueba atómica ese día y además incluso llegaron a oir la explosión. Lamentablemente, no podían levar anclas sin recoger antes los aparejos de pesca, una tarea nada fácil que les llevó demasiado tiempo. Así, durante tres largas horas estuvieron expuestos a siniestras precipitaciones en forma de fina ceniza blanca: los restos pulverizados del coral, que estaban impregnados de isótopos radiactivos. Ellos mismos contaron cómo, cuando se acumulaban en exceso, los tenían que quitar de la cubierta con sus manos desnudas porque se adhería a todas las superficies, desde la estructura del barco a la piel, el pelo y la ropa.
Finalmente pudieron ponerse en marcha y arribaron a Yaizu el 14 de marzo, todos con síntomas de enfermedad: quemaduras, náuseas, dolores de cabeza, encías sangrantes… Como habían informado del incidente, fueron analizados por un médico que les esperaba y que identificó los efectos de la radiactividad, pidiendo asesoramiento a la Comisión de Energía Atómica de EEUU para tratarlos mientras se los ingresaba en hospitales de Tokio. Pero EEUU no se tomó la molestia de responder pese a la insistencia en sucesivas solicitudes y el 23 de septiembre la shi no hai o cenizas de la muerte, como las habían llamado los afectados, se cobraron su primera víctima mortal.
Fue Aikichi Kuboyama, el operador de radio, de cuarenta años de edad, al que el tratamiento contra la ARS (Síndrome de Radiación Aguda) le resultó peor que la afección misma: resulta que las transfusiones de sangre que recibieron los marineros estaban infectadas de hepatitis C y aunque los compañeros pudieron recuperarse, Kuboyama no tuvo suerte y tuvo un fallo hepático, falleciendo en medio de la consternación general. «Rezo para ser la última víctima de una bomba atómica o de hidrógeno» dijo emocionando a todos antes del óbito. Su compañeros sí pudieron recuperarse y en menos de un año todos fueron dados de alta.
Sólo entonces, con un muerto sobre la mesa, se desplazaron dos científicos estadounidenses a Japón pero con la misión de determinar si las quemaduras de los pescadores se debían realmente a la radiación o a la acción de la cal cáustica que se produce cuando se calcinan los corales. Es más, Lewis Strauss, director de la AEC (Atomic Energy Commission), afirmó que el nivel de contaminación radiactiva era muy bajo e insinuó la posibilidad de que el Daigo Fukuryū Maru fuera un buque espía al servicio de la URSS, razón por la que se encontraría tan cerca de la zona límite. En esos momentos, EEUU estaba en pleno delirio macarthista y en abierta competición con los soviéticos -que aún no habían desarrollado la bomba H-, de ahí que ni siquiera revelase públicamente la proporción isotópica de la lluvia radiactiva; seguridad nacional.
Pero, evidentemente, el Daigo Fukuryū Maru no era más que un pesquero. No sólo eso sino que después se supo que no fue el único que faenaba en los límites de la zona del ensayo: hasta un centenar de barcos resultó contaminado por la lluvia radiactiva, aunque no tan gravemente. Además, a la vista de las circunstancias, la FDA (Food and Drug Administration, la agencia estadounidense encargada de la regulación de alimentos, medicinas y cosméticos), decretó fuertes restricciones a la importación de atún japonés, ya que la carga del infortunado buque se había comercializado en los primeros momentos de confusión. Toda esta falta de tacto, por decirlo suavemente, se tradujo en una oleada de protestas contra la carrera nuclear que sacudió todo Japón.
El gobierno de Eisenhower, temiendo que ese movimiento se agravara y se volviera antiamericano, decidió negociar con el nipón una serie de indemnizaciones cuyo monto total ascendió a más de quince millones de dólares; la familia de Kuboyama recibió dos mil ochocientos (unos veinticinco mil al cambio actual). El acuerdo, eso sí, implicaba el compromiso japonés de no exigir más en el futuro y no dar a las víctimas la consideración de hibakusha (literalmente «persona bombardeada»), el término con que se designaba a los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki. No obstante, los afectados sufrieron la misma estigmatización que ellos, pues la gente les rehuía pensando que la radiación era contagiosa y por eso tuvieron que comenzar una nueva y discreta vida en otros sitios.
Algunos aún viven, de hecho. Incluso el Daigo Fukuryū Maru sigue ahí, pues una vez descontaminado pasó a exhibirse públicamente en un museo de Tokio en 1976.
Fuentes
Atomic accidents. A history of nuclear meltdowns and disasters: From the Ozark Mountains to Fukushima(James Mahaffey)/The Lucky Dragon (Stephen Salaff en Bulletin of the Atomic Scientists)/Unequal Allies? United States Security and Alliance Policy. Toward Japan 1945-1960 (John Swenson-Wright)/Life under a cloud. American anxiety about the atom (Allan M. Winkler)/A history of U.S. nuclear testing and its influence on nuclear thought, 1945-1963 (David M. blades y Joseph M. Siracusa)/Under the cloud. The decades of nuclear testing (Richard Lee Miller)/Wikipedia
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