Al hablar del imperio español es frecuente centrar la atención en Europa y América, quedando Asia y Oceanía en un segundo plano, quizá por la atomización de ese territorio. Tan sólo Filipinas parece alcanzar cierta importancia, a pesar de que España consiguió retener este archipiélago y otros de esa parte del mundo hasta 1898, cuando en los dos continentes señalados al principio ya sólo conservaba Cuba y Puerto Rico. Debido a esa postergación, ha pasado en parte desapercibido que durante el reinado de Felipe II se planteó seriamente la conquista de China y el rey tuvo sobre la mesa varios planes de invasión.

La idea de intentar entrar en aquel misterioso pero sugestivo país era antigua y ya en tiempos de Carlos V se sugirió hacer algún intento en esa dirección. De hecho, en una fecha tan temprana como 1526 y de mano del mismísimo Hernán Cortés. El exitoso conquistador de México escribió una carta al Emperador en la que solicitaba autorización para dirigir una expedición a través de la Mar del Sur, es decir, el océano Pacífico, descubierto por Núñez de Balboa trece años antes.

Cortés no se refería exclusivamente a China sino que la mencionaba junto a Malaca o alguna otra de las islas especieras de esa región con el objetivo de no depender comercialmente de Portugal, pero es inevitable establecer un paralelismo con lo que pasó en el Nuevo Mundo a caballo entre los siglos XV y XVI: se empezó ocupando La Española y Cuba y de ahí se saltó al continente, derrotando al imperio mexica para expandirse luego por otras zonas.

Hernán Cortés (anónimo)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Sin embargo, desde aquella misiva pasaron tres décadas y hubo que esperar a 1564, cuando Miguel López de Legazpi, ya con Felipe II ostentando la corona, atravesara casi quince mil kilómetros de agua con cinco naos y medio millar de hombres para descubrir y establecerse en aquel archipiélago formado por más de siete mil islas al que bautizó con el nombre del monarca; el mismo en cuyo reinado ya no se ponía el sol, gracias precisamente a aquel episodio.

Portugal no lo aceptó de buen grado y en 1568 atacó Cebú obligando a trasladar la capital a la más segura bahía de Manila; aún así, también ésta sufrió los rigores propios de la época cuando en 1574 una gran flota de piratas chinos la arrasó. Quizá fue esa incursión una de las causas que decidieron a los funcionarios virreinales locales a pensar hacerse con China e imponer una pax hispánica en aquellas latitudes.

Legazpi escribió al Rey «Si su Magestad pretende la China, que saquemos ques tierra muy larga rica y de gran población, que tiene ciudades fuertes y muradas, muy mayores que las de Europa, tiene necesidad primero de azer asiento en estas yslas».

Lo cierto es que en 1569 el fraile Martín de Rada, que conocía bien el sistema político chino porque tuvo en su monasterio a un comerciante de esa nacionalidad refugiado del monzón, escribió una carta al virrey de Nueva España (Filipinas estaba integrada administrativamente en dicho virreinato) planteando por primera vez, documental y específicamente, la ambiciosa empresa con el argumento de que se trataba de un imperio rico y civilizado frente a la pobreza de aquellas islas y explicando que no sería difícil porque los chinos no eran guerreros, al basar su fuerza sólo en el número de soldados y sus fortificaciones.

Lo mismo que había escrito Legazpi: «La gente de China es nada belicosa, y toda su confiança esta en la multitud de la gente y en la fortaleça de la muralla, la qual sería su degolladero si se les tomase alguna guerra y asi creo que mediante Dios fácilmente y no con mucha gente serán sujetados».

Monumento a Legazpi en su localidad natal/Foto: Zarateman en Wikimedia Commons

El religioso veía en la operación militar la única manera de llevar la palabra de Dios a aquel país, ya que hasta entonces sólo se había podido establecer una misión de la Compañía de Jesús en Macao -colonia portuguesa-, sin que se permitiera a los misioneros penetrar en el interior. Los jesuitas aceptaron esa situación porque su estrategia proselitista era a largo plazo, lenta, al basarse en el aprendizaje de lengua y costumbres locales para ganarse la confianza de los habitantes y de sus dirigentes.

Pero Rada era agustino y prefería una evangelización rápida, al igual que los dominicos. China era demasiado prometedora como para esperar y al tener un alto grado de civilización el cristianismo arraigaría sin problemas, como poco después confirmaría el franciscano Pedro de Alfaro en Cantón; sólo hacía falta apoyo militar para asegurar la integridad de los misioneros en un primer momento.

El virrey no fue muy receptivo pero cuatro años más tarde Diego de Artieda retomó la idea proponiéndosela directamente al monarca en un informe: las Filipinas rendían muy poco y era preferible abandonarlas para centrarse en China, a la que presentaba como muy superior en cuestión económica («…pues me aflige ver tantos dineros gastados en una tierra que no puede tener ningún beneficio»).

Él mismo se ofrecía a encabezar una expedición de exploración para reconocer la costa y obtener información para un plan posterior; sólo necesitaba un par de naos de no más de doscientas cincuenta toneladas cada una. Lo que sí había hecho el virrey fue encargarle a otro marino, Juan de la Isla (uno de los capitanes de Legazpi), una exploración por las costas chinas en 1572 con la aprobación de Felipe II, entonces eufórico por su victoria en Lepanto.

Si Rada hacía hincapié en la evangelización, Artieda se centraba en la obtención de riquezas, sintetizando entre ambos los dos pilares que caracterizaron las conquistas españolas. Resultó además que los jesuitas de Macao, portugueses, empezaron a ver con temor la posibilidad de que si España iniciaba la aventura conquistadora ellos podrían resultar desplazados, así que algunos se avinieron a pedir lo mismo a su Corona.

El punto de mira ibérico se dirigía pues a Extremo Oriente y a su fabulosa abundancia de tierras fértiles (frente a los desiertos que se estaban explorando en Nueva España o las selvas filipinas), propicias para encomiendas productivas, así como para un comercio desarrollado, al contrario de aquel tan limitado que se había hecho con los indios. Y es que, en efecto, con los chinos se estableció una compra-venta de productos de lujo como la seda, pero también de otros de importancia tan grande como el azúcar, el algodón o la cera, a cambio del metal precioso que más apreciaban allí, la plata.

Retrato de Felipe II por Sofonisba Anguissola (1573) / foto dominio público en Wikimedia Commons

Entonces, en 1575, el embajador chino en Manila, Wang Wangoa, obtuvo la promesa española de que le entregarían vivo o muerto al pirata Lin Feng, azote de su litoral y del filipino. A cambio, se llevó a unos diplomáticos hispanos a su país para buscar un lugar donde establecer un asentamiento comercial como el que tenían los portugueses en Macao. El sitio elegido fue la costa de Fujian, a donde viajaron Rada y otro fraile llamado Jerónimo de Martín, protegidos por un pequeño destacamento mandado por el asturiano Miguel de Luarca. El problema fue que no hubo forma de atrapar al escurridizo Lin Feng y además el nuevo gobernador de Filipinas, Francisco de Sande, se portó con los chinos sin el más mínimo tacto, irritándoles y haciendo que expulsaran a Rada y los demás de Fujian.

Eso debió decidir a Sande a que al año siguiente enviase un despacho a Madrid detallando qué requisitos harían falta para una conquista de aquella envergadura. No eran exigencias muy grandes, teniendo en cuenta los condicionantes y el tamaño de China: de cuatro a seis mil hombres del virreinato o del de Perú -incluyendo indígenas- embarcados en una flota de galeras construidas en el archipiélago mismo y una alianza con corsarios orientales, fácil de conseguir ante la perspectiva de botín. Las tropas desembarcarían en alguna de las provincias chinas, ocupándola con facilidad porque el pueblo llano carecía de armas, de manera que con sólo doscientos soldados se podía tomar una ciudad de treinta mil. Luego, al ver las bondades de la administración hispana y la religión católica, los habitantes se unirían a ellos para derrocar a la dinastía Ming.

Francisco de Sande completaba su misiva puntualizando que la operación no sería costosa económicamente, pues él financiaría el equipamiento de la tropa y en vez de paga se la remuneraría con derecho a botín y posteriores mercedes, tal cual se había hecho en el Nuevo Mundo. Tan sólo necesitaría que se le enviasen especialistas artesanos, como carpinteros de ribera, artilleros, herreros, marinos profesionales y similares. Lo cierto es que la visión de Sande sobre los chinos no era muy rigurosa, describiéndolos como cobardes, arrogantes, supersticiosos, borrachos, lujuriosos y sumisos: «Es gente muy mala, somáticos (…) son todos tiranos, en especial los mandadores, que estos afligen mucho a los pobres». Sorprende que dijera también que apenas se atrevían a montar a caballo, pese a su gran cabaña equina.

Pero el rey tampoco dio su aprobación. En realidad las enormes distancias entre Manila y Madrid podían significar hasta cuatro años de demora entre ida y vuelta, lo que conllevaba un doble peligro: hacer perder actualidad a cualquier cuestión estratégica y provocar que, en caso de dar el visto bueno y resultar mal, dar marcha atrás fuera muy difícil. Eso supondría una situación de altísimo riesgo, pues las finanzas de la Corona eran un desastre. Felipe II había tenido que declarar la bancarrota al poco de subir al trono, en 1557, y justo en 1576 estaba de nuevo en plena quiebra, más grave aún que la anterior (y aún habría una tercera en 1596).

Ahora bien, la razón del monarca para rechazar el plan era otra: «No tengo ninguna razón para que la ambición me impulse a adquirir más reinos o estados» escribiría más tarde, «… porque Nuestro Señor en su bondad me ha dado tanto de todas estas cosas que estoy contento». O sea, bastante tenía con conservar los territorios heredados de su padre y ocuparse de los frentes abiertos ya, especialmente teniendo en cuenta la apurada situación de las arcas reales y la sempiterna escasez de población peninsular, que aunque todavía no llegaba a la catástrofe demográfica de reinados posteriores ya empezaba a pesar. China no representaba una amenaza y, por tanto, no había motivo para alterar el statu quo mundial abriendo una puerta que quizá luego no se pudiese cerrar.

Por otra parte Felipe II accedió al trono portugués en 1580, debiendo afrontar bastante oposición en ese país. Una intervención en Asia del calibre propuesto hubiera levantado ampollas en la corte lusa ante la posibilidad de que la colonia de Macao pasara a manos españolas, y con ella el lucrativo comercio de especias y otros productos que mantenía también con Japón. Para el rey era más importante asegurarse la fidelidad de Portugal que arriesgarla en la campaña china.

Así, a Sande se le devolvió su memorial con unas anotaciones al margen del secretario real en la que se ordenaba mantener relaciones amistosas con los chinos, no provocar ningún incidente con ellos y evitar alianzas con piratas. El escritor y soldado Bernardino Escalante, en su Discurso de la navegación, también criticó la idea sosteniendo que sería más práctico llevar una embajada. El gobernador no se resignó y siguió insistiendo con otra carta enviada en mayo de 1579 y recibida en Madrid dos años después; ni el monarca ni el Consejo de Indias contestaron.

Pero no por eso cesaron las instancias pidiendo la conquista. Y no sólo desde Asia porque, por ejemplo, Diego García de Palacio, oidor de la Audiencia de Guatemala, también escribió al rey en 1578 con la sugerencia de embarcar en media docena de galeras a cuatro mil hombres -de nuevo incluyendo guerreros indígenas- y navegar hasta China, pidiendo que le enviasen bronce para fabricar cañones.

Asimismo, los sucesivos sustitutos de Sande, Gonzalo Ronquillo de Peñalosa y Santiago de Vera, redactaron un plan más detallado que obtuvo la aprobación entusiasta de las autoridades de Manila, tanto las políticas como las militares y las religiosas. Como fuerza expedicionaria se requerían los cientos de soldados españoles destacados en Filipinas más un refuerzo de doce mil enviados desde España y cinco o seis mil nativos auxiliares, a los que habría que sumar otros diez o doce mil japoneses que reclutarían los jesuitas. En total unos veinte o veinticinco mil hombres, entre los que habría contingentes portugueses para que fuera una campaña común. El número de efectivos, que doblaba el previsto antes, tenía como objetivo abrumar al enemigo y provocar su sometimiento evitando un derramamiento de sangre que despoblara el país, como había pasado con los taínos de Cuba.

Batalla de la Felicísima Armada contra la flota inglesa (anónimo)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Se calculaba que además del armamento personal de cada soldado era necesario un complemento de quinientos mosquetes, cuatro mil picas, mil caballos, un millar de morriones y borgoñotas y un número no especificado de arcabuces. Se fabricaría artillería de sitio en cuatro fundiciones, así como otra maquinaria bélica. No hacían falta balas ni pólvora extra porque se podrían conseguir en la propia China más baratos, como pasaba con los proyectiles de cañón, que allí costaban sólo dos o tres reales frente a los ocho o diez de España. En cambio, sí convenía el envío de doscientos mil pesos para pagar a los mercenarios japoneses y cubrir los diversos gastos, así como telas para vestir a los soldados y objetos de lujo (terciopelo, artesanías, pinturas, vino…) para sobornar a los mandarines.

El variopinto ejército se embarcaría en naves de alto bordo construidas en la desembocadura del río Cagayán -por lo que se reclamaba el envío desde la portuguesa colonia de Goa, en la India, de ingenieros navales, tripulaciones y aparejos- y llegaría a China en dos jornadas (en realidad harían falta otras dos, teniendo en cuenta que había que salvar setecientos kilómetros de mar), arribando a la provincia de Fujian para coincidir con el avance que habían hecho los portugueses del capitán Matías Panela desde Macao hacia Guangdong, formando una pinza que caería sobre Pekín. Estaba previsto dejar activa la administración de los Ming para mantener el orden.

El principal problema para todo esto era la necesidad de tomar ya una decisión, pues los chinos se volvían cada vez más suspicaces y lo que se podía haber conseguido fácilmente y sin pérdidas en tiempos de Sande ahora ya requería mayor esfuerzo, siendo peor en el futuro. El memorándum, firmado por medio centenar de notables de Manila, fue llevado a España por el jesuita Alonso Sánchez, que llegó año y medio después.

Mal momento porque la atención estaba centrada en los Países Bajos e Inglaterra. El desastre de la Armada Invencible en 1588 puso punto final a la cuestión china y el mismo Sánchez fue reconvenido por sus superiores por involucrarse en ese plan.

Es curioso reseñar que, al igual que el protagonizado por Bartolomé de Las Casas, Ginés de Sepúlveda y Francisco de Vitoria décadas antes respecto a América, se desarrolló un debate teológico-jurídico sobre el derecho a lo que Alonso Sánchez había llamado «la mayor empresa que se ha propuesto jamás a los monarcas del mundo».

Wanli, el emperador Ming de aquel período/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Quedaría preguntarse si un ejército de veinticinco mil hombres tenía posibilidad de conquistar aquel vasto país. Desde la mentalidad española de la época la respuesta es rotundamente afirmativa y ahí estaban los casos de Cortés y Pizarro. Cierto que el nivel de desarrollo tecnológico de la China Ming era muy superior al de las civilizaciones americanas -de hecho era casi equiparable al europeo-, pero aparte de que los españoles del siglo XVI tuvieran en su subconsciente un convencimiento de imbatibilidad que procedía ya de los últimos siglos de la Reconquista, el poder militar chino dejaba bastante que desear. Sí, contaba con un descomunal número de soldados -entre dos y cinco millones-, pero en su mayor parte eran campesinos en armas, carentes de entrenamiento y disciplina; en la práctica sólo se podía reunir una décima parte y con enorme lentitud.

Buen ejemplo de ello fueron las invasiones mongolas de mediados del siglo XVI, que rebasaron con relativa facilidad las defensas chinas y con su rapidísima movilidad llegaron hasta Pekín mientras los chinos apenas pudieron reunir cincuenta mil hombres. Cinco años después un par de barcos piratas se pasearon por la costa sudoriental y desembarcaron llegando tranquilamente hasta Nanjing, saqueando todo lo que encontraron por el camino durante tres meses y aplastando a los ciento veinte mil efectivos reunidos para hacerles frente.

Por tanto, el contingente hispano-portugués y sus aliados nipones seguramente hubieran podido llegar muy lejos porque su reducido tamaño le otorgaba gran dinamismo. Quizá hasta Pekín incluso, aunque para entonces las enfermedades típicas habrían mermado su número, las enormes distancias les alejarían de la costa (por tanto de abastecimientos, refuerzos y vía de escape), y la imposibilidad de encontrar aliados locales (al contrario de los que sí hubo en América) comprometería su futuro.

En cualquier caso, aún cuando una conquista fuera posible, otra cosa era mantenerla. La idea fue olvidada, pues (aunque los japoneses sí la intentaron poner en práctica en 1592, en el contexto de las Guerras Imjin, pero con un plan diferente que salió mal), siendo sustituida por la de Camboya, un reino igual de rico aunque más débil y asequible. Se envió una expedición en 1596 sin autorización real con sólo cuatrocientos hombres (ciento veinte españoles más nativos filipinos y mercenarios japoneses) que, mal planificada y dirigida, fracasó. Pero ésta sería ya otra historia.


Fuentes

The spanish plan to conquer China (Samuel Hawley)/El señor del mundo. Felipe II y su imperio (Hugh Thomas)/Páginas de la Historia (José Luis Comellas)/España, Europa y el mundo atlántico. Homenaje a John Elliott (Richard Kagan y Geoffrey Parker eds)/La invención de China. Percepciones y estrategias filipinas respecto a China durante el siglo XVI (Manel Ollé)


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